– ¿Que pasa, querido hermano? -preguntó Julian, denotando diversión en su voz- Parece que hubieras visto un fantasma.

Pero ese era precisamente el problema. Adrian nunca podría haber confundido a la mujer de la entrada con una trágica sombra de su pasado. No había venido a espantarlo, sino a tentarlo con un futuro que nunca podría tener. Podría estar usando el vestido de una mujer muerta, pero la vida vibraba en cada pulgada de su exquisita piel, desde sus bajas zapatillas hasta sus orgullosos hombros, hasta la decidida inclinación de su barbilla. Examinó el salón con la gracia regia de una joven reina, sus ojos grises rasgados como los de un gato detrás del escudo que le brindaba la máscara.

Julian y él no fueron los únicos que notaron la llegada de la encantadora criatura. Un bajo murmullo había comenzado a elevarse de sus invitados, eclipsando incluso las últimas notas triunfales del concierto.

Debido al rugido en sus propios oídos, le tomó a Adrian un momento darse cuenta de que su hermano se estaba riendo. Riéndose con una alegría desenfadada que Adrian no había escuchado en cinco años.

Prácticamente lívido de la furia, Adrian lo rodeo.

– ¿De que demonios te estás riendo?

Julian se limpió sus ojos desbordados por las lagrimas.

– ¿No ves lo que ha hecho la pequeña chica inteligente? Ni una sola vez has mirado a Vivienne como la estás mirando a ella en este momento.

– ¿Cómo si quisiera estrangularla? -gruñó Adrian.

Julian se puso serio antes de decir suavemente.

– Como si quisieras tomarla en tus brazos y nunca dejarla ir mientras te quedara algo de aliento en el cuerpo.

Adrian quería negar las palabras de su hermano, pero no pudo.

– ¿No te das cuenta? -preguntó Julian- Lo que más desea Duvalier es destruir lo que tú amas. Cuando escuche sobre esto, si está a menos de cincuenta leguas de este lugar, no va a poder resistirse a venir. Simplemente por aparecer en el baile, Caroline acaba de doblar nuestras posibilidades de capturarlo.

Adrian volvió a apoyarse en el balcón, su furia teñida con un creciente pánico. Si Julian tenía razón, su amor podía muy bien costarle la vida a Caroline. Justo como se la había costado a Eloisa. Finalmente había tenido éxito en tender su trampa, sólo para darse cuenta de que sus mandíbulas de acero se habían cerrado limpiamente sobre su propio corazón.

Se dio vuelta y comenzó a bajar los escalones con un enérgico paso.

– ¿A dónde vas? -lo llamó Julian desde atrás.

– A sacarle ese maldito vestido.

– Brindaré por eso -murmuró Julian, haciéndole señas a un lacayo que llevaba una bandeja llena de copas de champagne.

– ¿Su nombre? -Ladró Wilbury, su librea roja y su mohosa peluca lo hacían parecer como si hubiera escapado de la guillotina recientemente.

– Miss Vivienne Cabot -respondió Caroline, mirando hacia adelante.

Wilbury se acercó, espiando dentro de los ojos de la máscara.

– ¿Está segura de eso? Casi podría jurar que hay algo en usted que le confiere un aire de impostora.

Caroline se volvió a mirarlo.

– ¿Cree que no sé mi propio nombre, señor?

Su única respuesta fue un “harrumph” escéptico.

Como continuaba mirándolo, se aclaró la garganta emitiendo un sonido que se aproximaba a un gorgoteo de muerte, requirió atención y croo.

– ¡Miss Vivienne Cabot!

Caroline levantó la barbilla para enfrentar el ávido escrutinio de la multitud, deseando sentirse tan tranquila y compuesta como se veía. No podía evitar preguntarse si quizás Duvalier ya se encontrara entre ellos, su torva intención encubierta por algún ingenioso disfraz. Pero mientras ojeaba las caras curiosas, su mirada fue atrapada y sostenida por un demasiado familiar par de ojos de color caramelo.

Estaba segura de que su disfraz era lo suficientemente convincente para engañar a aquellos que habían conocido casualmente a su hermana en Londres, pero se había olvidado que había un hombre al que no sería tan sencillo timar. Los ojos vigilantes de Larkin se estrecharon, con el desconcierto en ellos convirtiéndose en sospecha mientras se excusaba de su compañía y comenzaba a abrirse camino a través de la multitud.

Caroline se lanzó a la multitud, pensando sólo en escapar. Mientras esquivaba a una gitana que adivinaba la fortuna y se agachaba para pasar a una mujer que llevaba la cabeza de María Antonieta bajo su brazo, una solitaria pluma de pavo real cosquilleo su nariz, forzándola a hacer una pausa lo suficientemente larga para recuperar el aliento.

Antes de que pudiera ponerse nuevamente en movimiento, la mano de Larkin se cerró alrededor de su cintura con la mordida implacable de unas frías esposas de acero.

Le dio la vuelta de un tirón para que lo enfrentara, no habiéndosele prohibido lucir su estrecha cara por no llevar máscara.

– ¿Que piensa que está haciendo, Miss Cabot? ¿Qué demonios ha hecho con su hermana?

– No hecho nada con ella -insistió Caroline, tratando de no tartamudear por la culpa- Simplemente no se sentía lo suficientemente bien para asistir al baile.

– Dios querido -susurró, bajando la vista de la rosa en su pelo hacia su vestido- Conozco este vestido… este collar… -estiró su mano para tirar del camafeo, sus dedos temblando visiblemente- Eloisa estaba usando este vestido la noche que nos conocimos en Almack’s. Y Adrian le regaló este camafeo para su decimoctavo cumpleaños. Lo llevaba la última vez que la vi. Nunca se lo quitaba. Juró que lo llevaría sobre su corazón hasta el día de su… -su mirada regresó a su cara- ¿Cómo consiguió estas cosas? ¿Acaso él se las dio?

– Puedo asegurarle que está imaginando demasiadas cosas a causa de un viejo vestido y un puñado de baratijas que mi hermana encontró en el ático.

– ¿También estoy exagerando acerca de la forma en que acaricio su mejilla la noche que Vivienne se puso enferma? ¿Sobre la forma en que la mira cuando piensa que nadie lo está observando? -Larkin la acercó más aún, la acerada resolución en sus ojos calándola hasta los huesos- Si ha estado aliada a Kane todo este tiempo confabulando para hacerle algún daño a Vivienne, juro que los veré a ambos pudriéndose en Newgate antes de que puedan hacer algo.

Lamentablemente conciente del interés embelesado que estaba generando su pequeño drama, Caroline sonrió a través de sus dientes apretados.

– No hay necesidad de conducirme a la fuerza, señor. Si desea bailar, sólo tiene que pedirlo.

– ¿Bailar? -Siseó Larkin- ¿Es que ha perdido la razón, mujer?

Caroline estaba luchando para librar la muñeca de su implacable agarre cuando una amenazadora sombra cayó entre los dos.

– Discúlpame, compañero -gruñó Adrian- Creo que la dama me prometió este baile a mí.

CAPÍTULO 18

Unas notas alzándose de un vals vienés, un giro vertiginoso y Caroline estaba nuevamente en el único lugar al que había temido no volver jamás, en los brazos de Adrian. Por la esquina de su mirada vio a Larkin sacudir su cabeza con disgusto antes de darse la vuelta y alejarse, con su larga zancada abrió una brecha a través de la multitud.

Su alivio fue de breve duración. Cuando ladeó su cabeza para encontrarse con los ojos fijos de Adrian, su mirada hacía que la amenaza de Newgate fuera igual que pasar un fin de semana en un balneario de Bath.

– Sólo dime ¿Dónde esta tu hermana? -demandó-. ¿Inconsciente y atada dentro de algún ropero?

– ¡Muérdete la lengua! Nunca me rebajaría a una traición tan baja. -Vaciló un momento antes de soltar impulsivamente-: Si tienes que saberlo, la drogué.

Adrian alzó su cabeza carcajeándose, recibiendo miradas de reojo de un sultán turco y de una chica del harem que giraban más allá de ellos en el vals.

– Mi querida Señorita Cabot, recuérdeme nunca subestimar su crueldad una vez que decida dejar de lado sus entusiastas escrúpulos y hacerlo a su manera.

– Estoy segura que no se puede comparar con la suya, mi lord, -contestó dulcemente-. Duvalier podría estar observándonos, como sabe, -precisó mientras la dirigía en otro intrincado giro de baile, con su fuerte mano extendida sobre la delicada curva de su espalda-. Usted debería estar observándome como si deseara hacerme el amor, no estrangularme.

– ¿Y si deseo hacer ambos? -replicó, sus resueltas palabras enviaron un estremecimiento de calor que bajo por su columna.

Su gracia natural le sirvió tan bien, para el baile, como cuando se hizo cargo de los rufianes en Vauxhall. Incluso con su mano descansando tan ligeramente sobre su hombro, Caroline podía sentir el movimiento fluido de sus músculos bajo la tela de casimir de su saco.

Él frunció el ceño al observar el ramillete de rizos dorados que brotaba de la parte superior del medio turbante rosa satinado que llevaba alrededor de su cabeza.

– Ese no es su cabello.

Caroline frunció la nariz desdeñosamente.

– Mi hermana tiene rizos en abundancia. No creí que le importara si tomaba prestados unos cuantos.

Su mirada fija bajó aun mas, examinando audazmente el generoso escote revelado por el cuello bajo de su vestido.

– Y esos no son sus…

– ¡Claro que lo son! -Caroline dirigió su ultrajada mirada hacia abajo-. Se sorprendería de lo que se puede conseguir simplemente pidiéndole a la doncella que apriete las cintas de su corsé. Además, no era como si tuviera otra opción, -admitió avergonzada-. En caso de que no lo haya notado, estoy carente en esa área en comparación con mis hermanas.

– He hecho más que notarlo, -murmuró, su posesiva mirada recordándole que sólo la noche anterior había ajustado sus calidos dedos alrededor de su pecho desnudo, reclamándolo para sí-. Le puedo asegurar que de lo único que carece es de una buena dosis de sentido común. Si tuviera alguno, no hubiera preparado esta peligrosa pequeña charada.

– ¿No es ese el objetivo de una mascarada? ¿Convertirse en algo que no se es? -Le devolvió su desafiante mirada con una propia-. Yo podría ser esta noche Vivienne o Eloisa para usted. ¿Cuál preferiría tener en sus brazos? ¿A quién preferiría hacerle el amor si creyera usted que Duvalier nos miraba en este preciso momento?

Sin perder un solo paso de baile, Adrian se inclinó cerca de su oído y le murmuro,

– A usted.

Las firmes zancadas de Larkin lo llevaron fuera del Gran salón y a subir las escaleras, las notas del vals se desvanecieron en un eco fantasmal. Aun seguía conmocionado por haber visto a Caroline llevar el camafeo de Eloisa. Nunca había olvidado como el encantador rostro de Eloisa se había encendido la noche de su cumpleaños dieciocho cuando Adrian los había presentado. Al observar como Adrian abrochaba la cadena alrededor de su agraciado cuello, Larkin había deslizado su obsequio, un bello volumen de los sonetos de Blake, de regreso al bolsillo de su abrigo.

Su resolución vacilo justo afuera de la puerta de la sala de estar de Vivienne y Portia. Ahora que había alcanzado su destino, se dio cuenta de lo impropio que era el estar al acecho cerca de la puerta de la recamara de una joven dama sin siquiera un chaperón o criada a la vista.

Aclarándose la garganta torpemente, llamo a la puerta con un fuerte golpe.

– ¿Señorita Vivienne?, -dijo en voz alta-. ¿Señorita Portia? Es Constable Larkin. Quisiera hablar unas palabras con ustedes si me lo permiten.

Solo el silencio respondió a su petición.

Echó un vistazo hacia ambos lados del pasillo, después probo el pomo. La puerta se abrió fácilmente al empujarla.

La sala de estar estaba desierta, la chimenea apagada. La puerta de la recamara de Portia estaba cerrada, pero la puerta de Vivienne estaba entreabierta. Incapaz de resistir una invitación tan evidente para investigar, Larkin cruzo la sala de estar y abrió la puerta unas pulgadas más. Aunque una vela estaba encendida sobre el tocador, un aire de abandono se aferraba a la habitación.

Larkin sabía que no tenía ningún derecho a estar husmeando, pero la tentación era casi demasiado poderosa. El delicado perfume de lilas de Vivienne lo atrajo hacia la habitación como el más potente de los afrodisíacos. Juzgando por la urgente respuesta de su cuerpo, pareciera ser que había entrado en los prohibidos reinos del harem de un sultán.

La cubierta del tocador era un encantador revoltijo de polvos, ungüentos, y otras misteriosas pociones consideradas indispensables en la búsqueda del evasivo ideal de belleza femenina. En lo que concernía a Larkin, Vivienne no requería de ninguna de ellas. Una media de seda había sido lanzada descuidadamente sobre el banquito del tocador. Deslizo la punta de sus dedos sobre el delicado material, intentando no imaginarse a Vivienne sentada sobre ese mismo banquito deslizando la media sobre una de sus cremosas pantorrillas. Intentando no imaginarse recorriendo con sus labios ese mismo camino hasta alcanzar el sensible hoyuelo detrás de su rodilla.