Cuando desapareció en las sombras, Caroline se apresuró tras él. Unos estrechos escalones de piedra abrazaban la pared circular, bajando en espiral hacia la oscuridad. Mientras descendían con sólo la vacilante llama de la vela para iluminar el camino, Caroline se acercó lentamente a Adrian, agarrando un puñado de su camisa en su mano temblorosa. La puso tras él, entrelazando sus cálidos dedos con los suyos.
Parecía que descendieran hacia el reino de la eterna noche, algún reino oscuro y proscrito por siempre de la luz del sol que ellos habían dejado atrás. Caroline podía oír el agua goteando en alguna grieta subterránea y el débil chillido de algo que ella fervientemente esperaba fuera otra rata.
Cuando llegaron al final de las escaleras, Adrián tocó una antorcha colgada en la pared y empapada de brea con la mecha de la vela. La antorcha llameó a la vida con un siniestro siseo, su resplandor infernal transformó las sombras en monstruos gigantescos.
– Bienvenida a mi mazmorra, -dijo Adrián suavemente, arrancando la antorcha de su sujeción manteniéndola en alto.
Sus dedos se zafaron de los suyos, Caroline se deslizaba adelante, su miedo momentáneamente remplazado por el asombro. A pesar de la ausencia de las vírgenes del pueblo, la fría y húmeda cámara de piedra era justamente como imaginó. Cadenas y grilletes colgaban en las paredes, de ganchos colocados en intervalos regulares, con los eslabones de hierro oxidados por el desuso.
Caroline recogió unos grilletes, estudiándolos con mal disimulada fascinación.
– Quizás podamos probarlos en otro momento si estás tan dispuesta, -dijo Adrián.
Le devolvió la provocadora sonrisa de suficiencia con una propia.
– Sólo si estás de acuerdo en ponértelos.
Arqueó una ceja, la nota ronca en su voz hacía estragos tanto en su cuerpo como en su corazón.
– ¿Por ti, mi amor? Con mucho gusto.
Los grilletes se deslizaron de su mano, golpeando la pared con un musical sonido metálico. Mientras inspeccionaba la sombría caverna de la habitación, una impotente risa se le escapó.
– ¿Qué pasa? -preguntó Adrián, sus duras facciones se suavizaron por la preocupación.
– Estaba pensando como le gustaría a Portia todo esto. Una misteriosa desaparición. Pasajes secretos. Una verdadera mazmorra. Es como una escena de una de las ridículas historias del Dr. Polidori. -Sin previo aviso, unas cálidas lágrimas inundaron sus ojos.
Adrián cruzó hacia ella y la agarró en un intenso abrazo con un solo brazo- La encontraré, -juró, presionando los labios en su pelo.- Lo juro por mi vida.
Parpadeando para alejar las lágrimas, Caroline echó atrás la cabeza para ofrecerle una tímida sonrisa.- ¿Tenemos que asegurarnos que esta historia acaba bien, verdad?
Ya que Adrián fue lo suficientemente amable para asentir, fingió no ver la sombra de duda en sus ojos. Se volvió, con la antorcha frente a ellos. Por primera vez, Caroline se dio cuenta de la puerta de madera colocada profundamente en la esquina, una reja de hierro su única ventana al mundo.
Aunque medio esperaba que Adrián levantara la pierna y pateara la puerta abajo, él simplemente le dio un leve empujón. Caroline jadeó, asombrada de nuevo.
En lugar de una celda infestada de ratas, la puerta se abrió suavemente para revelar una espaciosa habitación que podría haber estado en cualquier lugar del castillo.
Desde la manta de cachemira tirada sobre el brazo labrado de la chaise longue hasta las paredes cubiertas de rica seda china, el juego de ajedrez de mármol sobre la mesa de Chippendale a media partida, era evidente que la habitación estaba habitada por una criatura que apreciaba la comodidad. Podría ser la opulenta habitación de un joven rajá indio si no fuera por una cosa.
No había una cama en el estrado del centro de la habitación, sólo un ataúd de madera.
Caroline tragó, la visión le provocó un nudo primitivo de temor en su garganta. Le echó una furtiva mirada a Adrian para encontrarlo con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada. Dándose cuenta de lo difícil que debería ser para él, le deslizó un brazo.
La recorrió con la mirada.
– Tengo que avisarte que mi hermano no estará muy feliz de que lo moleste. Incluso cuando era niño, siempre fue un joven irascible.
Se acercó aún más a él.
– Si insiste en estar enfurruñado, avisaremos a Wilbury para que le traiga algunas galletas y leche.
Su desgana era cada vez más palpable, Adrian se movió lentamente hacia el ataúd. Caroline le seguía paso por paso, luchando con su propio miedo.
Aguantó la respiración cuando Adrian alcanzó y deslizó a un lado la pesada tapa. Mientras la luz oscilante de la antorcha jugaba en su interior, se dio cuenta que había algo más terrible que ver un vampiro real dormitando en su ataúd.
Porque el ataúd estaba vacío. Julian se había ido.
Julian estaba tumbado y acurrucado en el frío suelo de piedra, su cuerpo atormentado con agónicos espasmos. Habían pasado quince horas desde que había tenido algún sustento. El hambre lo estaba devorando desde dentro, la sed filtrando cada última gota de humedad de las venas, dejándolas tan secas como un interminable desierto bajo el calor abrasador del sol. Aunque su piel estaba helada, ardía en fiebre. Si permitía arder a las llamas sin restricción, sabía que quemaría lo último de su humanidad, dejando atrás a una bestia voraz que podría devorar incluso a aquellos que él amaba para tener la oportunidad de sobrevivir.
Con un gruñido más animal que humano, dio un salvaje tirón a las cadenas que ataban los grilletes de sus muñecas a la pared. Sólo unas pocas horas atrás podría haberlas arrancado del mortero con una sola mano. Pero el crucifijo que Duvalier había puesto en su cuello durante la larga noche había doblado el drenaje de su decreciente fuerza. Aunque Duvalier había venido a quitarlo al amanecer, su huella estaba todavía en la carne chamuscada de su pecho. La depravación absoluta de Duvalier había convertido un símbolo de esperanza en una arma de destrucción.
Un frío estremecimiento le atravesó, tan violento que incluso podía oír a sus huesos crujir todos a la vez. Se derrumbó contra las piedras, las cadenas se zafaron de sus dedos.
Estaba muriéndose. Pronto no estaría más entre las jerarquías no consagradas de los muertos vivientes, sólo los muertos. Sin su alma, no había promesa de redención, ninguna esperanza del paraíso. Simplemente se secaría completamente y se convertiría en polvo, dejando al polvo de las cenizas de sus huesos esparcirse en el viento.
Presionó sus ojos cerrados, la luz de la única antorcha demasiado brillante para tolerarla. Los versos de una oración que él y Adrián solían repetir a la hora de acostarse cuando eran niños se hacían eco en su mente en un estribillo burlón. Ninguna oración podía protegerle del intenso deseo de matar que devastaba su cordura y voluntad. El impulso de alimentarse fue suplantado por otros instintos, cada jirón de decencia humana, Adrián había peleado duro para conservarla.
Gimiendo, Julián volvió la cara hacia el suelo. Incluso si Adrián llegaba a tiempo, no sabía si toleraría que su hermano lo viera así otra vez. Casi deseó que Duvalier lo hubiera dejado encadenado en algún verde claro del bosque donde los crueles rayos del sol hubieran acabado con su miserable existencia antes que nadie se diera cuenta que había desaparecido.
De repente la cara de Portia Cabot se levantó frente a él en la oscuridad, toda encanto travieso y fresca inocencia. Se preguntaba si lloraría su muerte cuando se fuera. ¿Lloraría sobre su almohada y soñaría con lo que podría haber sido? Trató de evocar una imagen de ella sentada a su lado en el banco del piano, pero todo lo que podía ver era la luz de la vela jugando sobre la grácil curva de su cuello, el tentador latido del pulso al lado de su garganta cuando se inclinó para sonreírle. Podía verse inclinado sobre ella, rozando con su labios la piel cremosa y satinada… antes de hundir sus colmillos profundamente en su carne suculenta, tomando su inocencia y su sangre con la misma impiedad.
Aullando con negativa, Julián se abalanzó sobre sus rodillas, arrojándose contra el peso de sus cadenas una y otra vez hasta que finalmente se colapsó en un exhausto montón.
Nunca oyó el chirrido de la puerta al abrirse. No supo que ya no estaba sólo hasta que la voz melodiosa de Duvalier se vertió sobre él como veneno endulzado.
– Me has decepcionado, Jules. Esperaba mucho más de ti.
CAPÍTULO 22
Es la pequeña, quién se queda alrededor siguiéndome como si fuera alguna clase de cachorro enfermo de amor que sólo pide un bocado de mi atención. Ella es quién me mira fijamente con aquellos ojos azules encantadores como si yo fuera la respuesta a cada rezo. ¿Si yo fuera a cometer un desliz, no piensas que sería con ella?
Adrian comprobó el cargador de su pistola con enérgica eficacia antes de guardarla en el cinturón del pantalón, las palabras de su hermano lo frecuentaban tanto como la mirada fija de Caroline.
Mientras ella miraba la entrada de su recamara, miró nuevamente dentro del arcón derribado que había cruzado océanos y había viajado la mitad de camino alrededor del mundo con él y Julian, sacó una capa negra. La cual colocó alrededor de sus hombros, asegurando los pliegues voluminosos con un broche de cobre.
Hurgando en el fondo del arcón, llenó varios bolsillos interiores de la capa con media docena de estacas de madera esculpidas de álamo temblón y espino salvaje, todas afiladas a un punto letal, varios cuchillos de varias formas y tamaños, tres botellas de agua bendita, y una ballesta en miniatura.
Deslizaba una lámina de plata pequeña pero mortal en la vaina interior de su bota cuando Caroline se acercó furtivamente, mirando detenidamente en el arcón.
– ¿Vas a encontrar a mi hermana o luchar en una guerra?.
Cerrando de golpe la tapa, Adrian dio la vuelta para afrontarla. Era agudamente consciente de la cama detrás de ella. Las sábanas todavía estaban arrugadas de su amor, y no podía menos de sentir que profanaba de alguna manera este lugar sagrado con sus instrumentos de destrucción. Viendo las manchas en las sabanas, que fueron dejadas de la inocencia de Caroline, se sintió parecido a uno de los monstruos que se disponía a cazar.
– Si Duvalier está de alguna manera implicado -dijo-entonces voy a hacer ambas.
Dio media vuelta hacia la puerta, pero ella le agarró el brazo antes de que pudiera escaparse.
– ¿Y si esto no es Duvalier? ¿Qué harás entonces?
Tiró su brazo de su asimiento, encontrando su mirada fija acerada.
– Mi trabajo.
Iba a mitad de camino a través de la torre cuando se dio cuenta que iba detrás de él. Giró para afrontarla.
– ¿Dónde demonios piensas que vas?
– Contigo.
– ¡De ninguna manera!
– Desde luego que si. Es mi hermana.
– ¡Y él es mi hermano!
El uno al otro se fulminaron con la mirada, se podía oír el eco de su rugido en medio de ellos. Caroline finalmente levantó su barbilla y dijo:
– No puedes decirme que hacer. No eres mi marido.
Los ojos de Adrian se ensancharon de incredulidad.
– ¿Y suponiendo que yo fuera tu marido, obedecerías cada orden?
Caroline abrió la boca, luego volvió a cerrarla otra vez.
Él resopló.
– No pienses.
Él paso sus dedos por el pelo, luego la agarró de la mano y arrastró su espalda al pecho. Todavía murmurando imprecaciones bajo su aliento, desenterró del arcón, una capa ligeramente más corta, y la puso alrededor de sus hombros. Ella se sostuvo de pie con paciencia mientras le prendía armas de cada variedad en cada bolsillo concebible.
Cuando la equipó con dos botellas de agua bendita, dijo:
– Siempre debes recordar que no son los artículos benditos los que un vampiro teme. Es la fe en estos artículos. La fe es un enemigo que nunca pueden derrotar totalmente.
Cuando Caroline asintió con la cabeza obedientemente, él dio media vuelta y anduvo a zancadas hacia la puerta. No fue hasta que Caroline dio su primer paso para seguirlo que se percató que estaba tan pesada por las armas que apenas podía andar.
Suspirando, dio marcha atrás y comenzó a despojarla de las más pesadas. Evitando sus ojos, él bruscamente dijo:
– Cuando encontré a Eloisa ese día en el infierno de juego de azar, traté de besarla. Supongo que pensé que podría calentarla con mi carne, que podría respirar de alguna manera la vida a través de ella. Pero sus labios eran fríos, azules e inflexibles. Ya no soy capaz de resistir-pasó las yemas de los dedos a los labios de Caroline, tiernamente remontando sus contornos aterciopelados- Si tal cosa pasara a tu hermosa boca…
Ella agarró su mano con la suya, presionando su mejilla.
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