– No creo que nunca te haya visto llevar tu pelo de ese modo -dijo a Vivienne-. Es realmente encantador.

Vivienne alzó la mano hasta la cascada trémula de rizos.

– Por raro que parezca, fue Lord Trevelyan quién sugirió el estilo. Dijo que complementaría mis ojos finos y el corte clásico de mis pómulos.

Caroline frunció el ceño, pensando lo extraño que era que un caballero tomara un interés tan agudo por el pelo de una dama. Quizá el pretendiente de su hermana era uno de esos petimetres fantasiosos como Brummel, más interesado en la calidad del encaje recortando la gola de una dama que en ocupaciones más viriles como la política o cazar.

– ¿Entonces cómo exactamente hiciste para conocer a Lord Trevelyan? -preguntó.- Explicaste en tu carta que os encontrasteis en el baile formal de Lady Norberry, pero pasaste por alto proporcionar cualquiera de los detalles más deliciosos.

La sonrisa de Vivienne se suavizó.

– El baile había acabado y todos nos disponíamos a entrar a cenar. -arrugó su delgada nariz-. Creo que el reloj justamente había dado la medianoche.

Caroline gruñó con dolor mientras Portia propulsaba un codo en sus costillas.

– Miré por encima de mi hombro para descubrir al hombre más extraordinario recostándose contra el marco de la puerta. Antes de que me percatase qué ocurría, él había codeado aparte a mi compañero de la cena y había insistido en escoltarme dentro del comedor. -Vivienne agachó su cabeza tímidamente-. No hubo nadie para presentarnos oficialmente, así es que supongo fue todo bastante inapropiado.

La tía Marietta se rió disimuladamente detrás de una mano enguantada.

– ¡Inapropiado ciertamente! no podía mantener sus ojos fuera de la chica. ¡Nunca he visto una mirada tan atontada! Cuando divisó por primera vez a Vivienne, se volvió tan blanco que tú habrías pensado que él había visto a un fantasma. Han sido casi inseparables desde entonces, conmigo haciendo la funciones de chaperona, claro está -agregó con un olfateo estirado.

– ¿Entonces habéis disfrutado los dos alguna vez de alguna excursión de día? -Portia se inclinó avanzado en el asiento, una sonrisa alegre se fijó en sus labios-. ¿De un paseo en calesa o de montar a caballo por Hyde Park? ¿Visitar el elefante en la Torre de Londres? ¿Tomado el té en algún jardín soleado?

Vivienne le dio a su hermana una mirada estupefacta.

– No, pero nos ha acompañado al Teatro Real de la Ópera, dos veladas musicales, y una cena de medianoche patrocinada por Lady Twickenham en su mansión de Park Lane. Temo que Lord Trevelyan sigue las horas de la aristocracia. La mayoría de los días incluso no se levanta hasta después de que sol se haya puesto.

Esta vez Caroline estaba preparada. Antes de que Portia la pudiera codear, Caroline atrapó su antebrazo y le dio un duro pellizco.

– ¡Ay!

Al involuntario agudo aullido de Portia, la Tía Marietta levantó su cristal curiosamente para mirar ceñudamente a la chica.

– ¡Por el amor de Dios!, niña, adquiere control de ti misma. Pensé que alguien había pisado a un perro de aguas.

– Lo siento -Portia refunfuñó, escabulléndose más bajo en su asiento y disparándole a Caroline una mirada furiosa-. Uno de los alfileres de mi vestido ha debido haberme pinchado.

Caroline se volvió hacia la ventana para observar las anchas carreteras de Mayfair, su sonrisa serena reflejando la de Vivienne. El transporte justo giraba en la Plaza Berkeley para exponer una terraza de hermosas casas urbanas de ladrillo gozando del calor en la incandescencia suave de los faroles.

Mientras el carruaje rodaba hasta una parada, Caroline estiró el cuello para mirar fijamente arriba a su destino. Allí había poco para distinguir de la casa de estilo georgiano de cuatro pisos de su vecindario… ninguna gárgola gruñidora estaba posada sobre el techo de pizarra, ninguna de las figuras de capa negra acechando en torno a sus balcones de hierros forjados, ningún grito amortiguado viniendo de la carbonera.

En vez de ser disimuladas con pesadas cortinas, las ventanas Palladian estaban encendidas con luz de las lámparas, derramando una alegre bienvenida sobre el camino pavimentado y el pórtico cubierto.

– ¡Ah, ya llegamos finalmente! -La tía Marietta anunció mientras recogía su ridículo abanico-. Deberíamos apresurarnos, Vivienne. Estoy segura que tu Lord Trevelyan está frenético de impaciencia.

– Es difícilmente mi Lord Trevelyan, tiíta -indicó Vivienne-. Después de todo, no es como si se me hubiera declarado o incluso insinuado sus intenciones.

Mirando un rubor encantador de rosa propagarse sobre las bellas mejillas de su hermana, Caroline suspiró. ¿Cómo podría cualquier hombre no caer locamente enamorado de ella?

Alargó la mano para darle a la mano enguantada de Vivienne un cariñoso apretón.

– Tía Marietta tiene razón, mi amor. Si has capturado el corazón de este caballero, entonces es sólo una cuestión de tiempo antes de que conquistes su nombre también.

Vivienne le devolvió el apretón, dándole una sonrisa agradecida.

Descendieron del carruaje una a una, apoyando sus manos en la del lacayo que esperaba. Cuando el turno de Portia llegó, vaciló. El lacayo despejó su garganta y extendió su mano más profundamente dentro del carruaje.

Caroline finalmente tuvo que estirar su mano más allá de él y tirar bruscamente de su hermana fuera del carruaje. Cuando Portia tropezó con sus brazos, Caroline murmuró por entre dientes empuñados.

– Oíste a Vivienne. Es apenas raro para un aristócrata patrocinar una cena de medianoche.

– Especialmente no si él es un…

– ¡No lo digas! -Caroline advirtió-. Si oigo esa palabra de tus labios una vez más esta noche, te morderé yo misma.

En vista de que su tía y su hermana ya habían desaparecido dentro de la casa, Caroline urgió a Portia, poniendo mala cara, a subir el camino. Estaban casi en las escaleras de la fachada cuando una forma oscura se separó de las sombras con un frágil aleteo de ramas.

Portia esquivó y soltó un chillido ensordecedor.

– ¿Viste eso? -jadeó, sus uñas hincándose en los guantes largos de Caroline- ¡Era un murciélago!

– No seas ridícula. Estoy segura que fue simplemente una chotacabras o algún otro pájaro nocturno. Incluso cuando Caroline trató de apaciguar los nervios de su hermana, ella lanzó a las cornisas de la casa una mirada furtiva y se remangó la capucha de su capa para cubrir su pelo.

Pronto se encontraron de pie en un recibidor brillantemente iluminado con el tintineo de cristal, risa callada, y las ricas, dulces notas de una sonata de Hayden flotando suavemente hasta sus oídos. El piso de parqué había sido encerado hasta tal brillo elevado que prácticamente podrían admirar sus reflejos en él. Intentando no mirar estúpidamente, Caroline le dio su capa a una joven criada con mejillas rojas como manzanas.

La chica se volvió impacientemente hacia Portia.

– No, gracias -masculló Portia-. Creo que podría agarrar un enfriamiento. -Aferrando el cuello de la capa alrededor de su garganta, fabricó una tos lastimosa para prestar credibilidad a su afirmación.

Ofreciendo a la criada una sonrisa de disculpa, Caroline tendió una mano.

– No seas tonta, querida. Si te acaloras, tu enfriamiento muy bien podría resultar ser fatal.

Reconociendo el brillo acerado de advertencia en los ojos de Caroline, Portia a regañadientes se encogió fuera de la capa. Había hecho manojos de un chal de lana bajo ella, cuidadosamente solapada para encubrir la delgada columna de su garganta. Caroline terminó en un combate tirando fuertemente mientras trataba de desenvolver el chal con Portia tercamente aferrándose al otro extremo. Finalmente lo arrancó, sólo para descubrir una bufanda de seda bajo ello.

Estaba desatando la bufanda, oponiéndose al deseo de estrangular a su hermana con ella, cuando un aroma acre flotó suavemente hasta su nariz. Se inclinó hacia adelante, oliendo la piel de Portia.

– ¿Qué es ese hedor? ¿Eso es ajo?

Portia se puso rígida.

– Debería decir no. Es simplemente mi nuevo perfume. -Hincando su nariz en el aire, salió pasando rápidamente más allá de Caroline, arrastrando el terroso perfume por detrás de ella. Caroline lanzó la bufanda a la boquiabierta criada y siguió a su hermana dentro del salón.

Mientras examinaba la elegante asamblea, Caroline casi deseó haberse rehusado a entregar su propia capa. Vivienne era una visión de gracia en popelina azul celestial, y Portia lograba verse cautivadora como una niña en su más fino vestido dominical. Desde que las bastillas habían surgido y estaba de moda que un pecho se derramase de la parte superior del mismo corpiño, Caroline esperaba que nadie advirtiese que el traje de Portia tenía más de dos años.

Caroline se había visto obligada a tomar su armario entero de Londres de uno de los baúles viejos de su madre. Sólo podría estar agradecida que Louisa Cabot hubiera sido tan alta, delgada, y de pecho pequeño como ella lo era. El pálido traje de noche de muselina de la India que llevaba era casi griego en su simplicidad, con un corpiño cortado cuadrado, la cintura alta, y ninguno de los plisados y volantes que habían sido introducidos otra vez, a la moda, durante la década pasada.

Dolorosamente consciente de las miradas curiosas dirigidas en su dirección por las docenas, o así, de los ocupantes del salón, pegó una sonrisa forzada en sus labios. A juzgar por las expresiones presumidas y los diamantes centelleando tanto en las manos de las mujeres como en las de los hombres, parecía que Portia había tenido razón. La reputación de Adrian Kane no parecía haber dañado su posición social. Unas cuantas de las mujeres ya disparaban miradas resentidas a Vivienne.

Ella y la tía Marietta caminaban sin rumbo por el cuarto, intercambiando saludos murmurados y recibiéndolos, con la cabeza. Portia espiaba por detrás de ellas, sus manos sujetadas sobre su garganta.

El pianoforte en la esquina cayó silencioso. Una figura oscura se levantó del banco del instrumento, su apariencia enviando una onda de anticipación a través de los invitados congregados. Parecía que Caroline y su familia habían llegado justo a tiempo para alguna clase de recitación. Aliviada al descubrir que ya no era el centro de atención, Caroline se relajó en un rincón ovalado a lo largo de la pared trasera donde ella podría mirar las actuaciones sin ser mirada sin disimulo. Una puertaventana cercana miraba hacia el jardín del patio, ofreciendo una escapada apresurada si hacía falta.

Simplemente pasando de una zancada para posar delante de la repisa de la chimenea de mármol, el desconocido de atuendo negro mágicamente transformó la chimenea en un escenario y los ocupantes del salón en una audiencia absorta. Su palidez de moda sólo hacía que sus sentimentales ojos oscuros y los negros rizos garbosos, volcándose sobre su frente, fueran más notables. Era ancho de hombros, pero de cadera estrecha, con una nariz firme, aguileña y labios llenos que traicionaban un indicio tentador de sensualidad. De la tierna sonrisa curvando los labios de Vivienne, Caroline dedujo que debía de ser su anfitrión.

Un reverente silencio cayó sobre el salón mientras él apoyaba un pie en la chimenea. Caroline se encontró sosteniendo su respiración mientras empezaba a hablar en un barítono tan melódico que podía haber hecho a los ángeles llorar con envidia.

«Pero primero, sobre la tierra, como vampiro enviado,

tu cadáver de la tumba será arrancado;

luego, lívido, vagarás por el que fuera tu hogar,

y la sangre de todos los tuyos has de chupar;

allí, de tu hija, hermana y esposa,

a media noche, la fuente de la vida secarás»

Los ojos de Caroline se ensancharon cuando ella reconoció las palabras del legendario cuento Turco de Byron, palabras que había oído a Portia recitar con una cantidad igual de drama sólo unos pocos días antes. Echó una mirada a su hermana pequeña. La mano de Portia se había caído de su garganta hasta su corazón mientras contemplaba de pie al joven Adonis, una luz adoradora emergiendo en sus ojos. Oh, querida, Caroline pensó. Eso apenas haría a Portia comenzar a albergar un enamoramiento no correspondido por el pretendiente de su hermana.

Con su boca resentida y su barbilla hendida, el orador joven podría haber sido confundido por Byron mismo. Pero todo el mundo en Londres sabía que el poeta elegante actualmente languidecía en Italia en los brazos de su amante nueva, la Countess Guiccioli.

Mientras se lanzaba a otro verso del poema, exhibiendo su perfil clásico a todo el mundo en el cuarto para admirar, Caroline tuvo que ahuecar una mano sobre su boca para contener un hipo de risa. ¡Así que éste era el notorio vizconde! Con razón ofrecía sugerencias a Vivienne de cómo dar estilo a su pelo. Y no es extraño que la sociedad creyera que era un vampiro. Era obviamente una reputación tan cuidadosamente cultivada como los pliegues en cascada de su corbata y el brillo deslumbrante en sus botas Wellingtones. Un petimetre tan afectado podría robar el corazón de su hermana, pero el alma de Vivienne no parecía estar en ningún peligro inmediato.