– Sí, lo fui.-Dijo Adrian, emergiendo desde el pie de las escaleras detrás de Duvalier- Y todavía lo soy. Por lo que solo voy a decirte una vez que te apartes de la mujer que amo.
Caroline dejó escapar un involuntario sollozo, su corazón resurgió con esperanza. Adrian debía haberse escabullido de la torre sur y dar un rodeo a través de su dormitorio.
Duvalier lentamente se volvió a encararlo, una helada sonrisa enfriaba sus facciones.
– Bonjour, mon a mi, ¿O debería llamarte mi hermano?.
– Tú no eres mi amigo, bastardo. Y ciertamente no eres mi hermano.-Dijo Adrian, su pelo rojizo se movía al viento- Abandonaste el derecho a ambos títulos cuando abrazaste una hermandad de monstruos y asesinos.
– Mientras que tú estabas abrazando a la mujer que supuestamente me pertenecía.
– Eso es todo lo que siempre fue Eloisa para ti, ¿no es verdad?- Dijo Adrian, su mirada se posó brevemente en la aliviada cara de Caroline.- Una posesión. Una bonita baratija para colgar de tu brazo, no diferente de un nuevo y brillante bastón.
Obedeciendo a la muda señal de Adrian, Caroline se volvió para escapar.
El brazo de Duvalier le rodeó el pecho igual que una banda de hierro. Apresándola contra él, cogió su barbilla en su mano, sus largas uñas hundiéndose en la tierna carne de su garganta. A juzgar por la tensa fuerza de sus manos, podría probablemente romperle el cuello con nada más que un movimiento seco de sus dedos.
– Eloisa era una estúpida corderita cabeza hueca. -Dijo él- Creo que ésta es mucho mejor. Apuesto a que peleará como una tigresa cuando hunda mis dientes en ella.
– Te lo advertí, Victor -dijo Adrian suavemente, dando un paso hacia ellos, después otro- sólo voy a decirte que te apartes de ella una sola vez.
– ¿O que harás? ¿Me atravesarás el corazón con una estaca? Si me destruyes, puede que tu hermano nunca recobre su preciosa alma, y todos sabemos que no arriesgarías su alma solo para salvar a tu última prostituta. ¿Por qué no le suplicas por tu vida, dulzura? -siseó al oído de Caroline.- Me encanta cuando una mujer suplica.
Envolviendo un puñado de su pelo en su mano con suficiente presión como para arrancarle el cuero cabelludo, Duvalier la forzó a arrodillarse. Sus ojos escocían con lágrimas de agonía; las ásperas piedras se le clavaban en las rodillas a través de la fina tela del vestido de Eloisa.
– Ésta no es probablemente la primera vez que has estado de rodillas por él -canturreó Duvalier.-Pero puedo prometerte que será la última.
Caroline levantó la mirada hacia Adrian a través de un velo de lágrimas, sabiendo que su vida era la única cosa que no podía pedirle. No cuando ya había sacrificado tanto para intentar salvar el alma de su hermano. Deseando poder decirle lo mucho que lo amaba con solo una mirada, sonrió a través de las lágrimas.
– ¡Yo elegí este destino, Adrian. No tienes la culpa. No importa lo que él diga o haga, recuerda siempre que él es el monstruo, no tú!
Adrian la miró con derretida dulzura cuado Duvalier le tiró del pelo, exponiendo el vulnerable lado de su garganta. Cuando sus brillantes colmillos descendieron, Adrian entrecerró sus ojos y disparó.
La letal estaca fue directa al corazón de Duvalier. Gritó con rabia, pero sólo tuvo el tiempo suficiente para captar un vistazo de su atónita expresión antes de que la saeta le alcanzara el corazón y su cuerpo se disolviera en un poderoso remolino de polvo.
Su capa cayó, cegando momentáneamente a Caroline. En el momento en que pudo desembarazarse de él, Duvalier ya se había ido, el polvo de sus huesos se dispersaba sobre el viento. La estaca siguió en línea recta, impactando en la pared sobre el lado opuesto del puente, donde chocó ruidosamente de manera inofensiva contra las piedras.
Lanzando la ballesta a un lado, Adrian se lanzó por Caroline y tiró de ella a sus brazos. Lo miraba con incredulidad, su estado de shock lentamente iba dejando paso a la comprensión.
Tomando el frente de su camisa en sus manos, lo sacudió con fuerza.
– ¿Por el nombre de Dios, por qué disparaste? Con Duvalier destruido, ¿Cómo vamos a encontrar el alma de Julian? Después de todo lo que has estado haciendo, todo lo que has sacrificado para protegerle, ¿Cómo pudiste elegirme a mí por encima de él?
Adrian ahuecó su cara tiernamente en su mano, limpiando una mojada lágrima de su mejilla con su pulgar.
Mirando fijamente en el interior de sus empañados ojos grises, dijo.
– Como me dijo una vez un hombre muy sabio, ¿Qué vale el alma de un hombre cuando la comparas con la incomparable riqueza del corazón de una mujer.?
Cuando bajó sus labios a los suyos, el corazón de Caroline se hinchó con amor y alegría. Sus labios se encontraron justo cuando los primeros rayos del sol rompían al este sobre el horizonte, bañándolos con la sagrada luz del amanecer.
EPÍLOGO
– ¿Quién sobre la tierra ha oído lo de una boda a medianoche?
Tía Marietta se abanicó así misma, su aguada voz obtenía curiosas miradas de los invitados que estaban sentados alrededor de ellos en el gran salón del castillo. Los mismos invitados que habían sido sumariamente despedidos del gran salón hacía solo quince días cuando la mascarada del Vizconde había irrumpido en un torrente de cotilleos e insinuaciones que habían sido diseccionados por los más vergonzosos periódicos Londinenses.
Ninguna cantidad de abaniqueos podría secar las perlas de sudor que bajaban goteando por la garganta de la Tía Marietta para desaparecer entre sus expandidos pechos. Éstas recogían copiosos montones de polvo de arroz que habían arrastrado consigo a través de su empapada carne, haciéndola parecer igual que una masa recubierta de mazapán derretido.
– No es sólo una boda a medianoche, ¡sino una boda a medianoche que ni siquiera se llevará a cabo en una iglesia! No sé si mi propia reputación se recobrará nunca del escándalo. Todo el mundo sabe que una próspera boda debería llevarse a cabo en la soleada mañana de un sábado y seguida de un copioso desayuno.
Portia se hundió en su silla, pensando que su tía estaba probablemente mucho más interesada en el copioso desayuno que en la boda.
– Yo ya te había indicado que sería el viernes a la noche, Tiíta. Lo cual quiere decir que en el minuto que el reloj dé la medianoche, será la mañana del Sábado.
Tía Marietta cerró de golpe su abanico y golpeó el muslo de Portia con él.
– No seas descarada. No querrías acabar igual que tu hermana.
– Ah, sí, pobre desafortunada Caroline. -Portia suspiró- Forzada a pasar el resto de su vida casada con un guapo, atractivo vizconde que la adora. Ni siquiera sé como se las apañará.
– Yo estaba hablando de tu otra hermana.
Tía Marietta sacó un pañuelo de su escote y se enjuagó los ojos.
– Mi querida, dulce Vivienne. Tenía puestas tantas esperanzas en esa niña. Nunca soñé que hubiese caído tan bajo para fugarse a Gretna Green con un policía.-Escupió la palabra como si fuese el más asqueroso de los epítetos.
– Es policía, Tíita, no el asesino del hacha. Y ellos no se hubiesen fugado si Caroline no les hubiese dado su bendición. Dijo que ya estaba cansada de ver como se miraban el uno al otro con ojos de becerro enamorado.-Portia miró hacia atrás donde Viviene y su nuevo marido se miraban el uno al otro con ojos de becerro enamorado por encima de un ramillete de flores frescas.
– Oh, mira, ¡Allí está el pobre de tu primo!-El pañuelo desapareció volviendo al escote de Tía Marieta.- ¡Oh, Cecil! ¡Cecil! -gorjeó, moviendo sus enguantados dedos ante el recién llegado antes de inclinarse y susurrar a Portia,- Me he preguntado a menudo por que alguien tan guapo nunca se casó.
Portia estiró el cuello, incapaz de morderse una traviesa respuesta.
– Quizás eso es justo lo que Lord Trevelayn está acercándose a preguntarle.
– ¡Ah, usted debe ser el primo Celil de Caroline! -exclamó Adrian, su sombra empequeñecía al hombre menudo.- Me ha hablado mucho de usted.
– ¿Lo hizo? -Dividido entre la adulación y el miedo, el Primo Cecil agachó su empolvada cabeza, sus pequeños ojos redondos se lanzaban sobre la gente como si estuviera buscando un escape.- Siempre la he tenido en una alta consideración. Mucho más alta de lo que debiera, ciertamente.-agregó nerviosamente.
Adrian le dedicó una animada sonrisa.
– Tiene mucho que decir acerca de la amabilidad y generosidad que usted les mostró a ella y a sus hermanas en los pasados años.
– ¿Así que lo tiene? -Con su confianza incrementándose, el primo Cecil hinchó el pecho como una adornada perdiz.- Sólo espero poder invitarlo alguna vez en el futuro, Milord. Se me ha ocurrido que usted probablemente estará impaciente por poner a la más joven de los Cabot en miss manos. Si la dote es lo bastante generosa, quizás esté dispuesto a ayudar. La joven Portia tiene una naturaleza algo testaruda e impertinente, pero con una mano firme, creo que yo podría sacárselo.
La sonrisa de Adrian nunca vaciló. Simplemente pasó un brazo alrededor del cuello del Primo Cecil, colocándolo en una improvisada llave.
– Esa es una idea maravillosa-dijo, conduciéndolo hacia la puerta. -¿Por qué no salimos al jardín para discutirlo?
Cuando Adrian volvió al gran salón algunos minutos después, estaba totalmente solo. Se quitó el polvo de la parte de delante de su chaqueta, tiró del chaleco para enderezarlo, después estudió perezosamente sus nudillos despellejados, esperando que su novia no se fijase en ellos.
– Seguramente no puedes estar planeando casarte con el aspecto que tiene tu corbata,-dijo Julian, apareciendo de la nada para retomar una de sus peleas, por como llevaba su hermano el pañuelo de lino a modo de corbata.
Adrian dio un salto.
– ¡Sagrado Infierno! ¡Me encantaría que dejaras de hacer eso! Vas a conseguir que me de una apoplejia.
Julian le sonrió.
– He estado practicando. Decidí que Duvalier tenía razón en una cosa. Quizás es hora de que aproveche alguno de mis dones, al menos los más útiles.
Adrian posó su mano en el hombro de su hermano, dándole un cariñoso apretón.
– Eso me satisfará mientras no te conviertas en murciélago y revolotees por los candelabros en cualquier momento.
– Caroline me dijo que te habías ido.
Los hermanos se volvieron para encontrar a Portia delante de ellos. Sus oscuros rizos se amontonaban en lo alto de su cabeza y el alto cuello de su vestido de cotonia blanca no era tan pasado de moda como para generar curiosidad o comentarios entre los invitados.
Disparando a su hermano una significativa mirada, Adrian sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y lo abrió.
– Es casi medianoche. Debo irme. No quiero hacer esperar a mi novia. -Pellizcando a Portia con cariño en la mejilla, se dirigió hacia la enorme chimenea que había sido improvisada como altar, dejando a Julian totalmente solo para enfrentarse a Portia.
Ella miró a su alrededor para asegurarse que no había nadie escuchando a escondidas antes de decir.
– Mi hermana me dijo que te ibas a Paris para buscar al vampiro que pudo haber engendrado a Duvalier.
Julian asintió.
– Con Duvalier derrotado para bien y Adrian casado, pensé que quizás era hora de que empezara a pelear mis propias batallas. Puede que no sea capaz de envejecer, pero eso no quiere decir que no pueda madurar. Ah, ahí viene el vicario, -dijo, visiblemente aliviado de haber encontrado una distracción.- Debería dirigirme a la parte de atrás del salón. Aprecio que Adrian y Caroline no llevaran a cabo su boda en una iglesia, en tierra sagrada y todas esas bobadas, pero todas esas sotanas y velas todavía me hacen querer saltar por la ventana más cercana.
Se volvió para irse, entonces juró en voz baja y se volvió. Cerrando sus manos sobre los antebrazos de Portia, Se acercó a ella y la besó suavemente en la frente, sus labios persistentes contra el satinado calor de su piel.
– No me olvides, ojos brillantes.
– ¿Cómo podría?-Cuando se alejó, Portia se llevó una mano a su cuello, sus ojos ya no chispeaban con la inocencia de una niña, sino con la sabiduría de una mujer.-Siempre tendré las cicatrices para recordarte.
– ¡Portia! -Carraspeó Tía Marietta.- ¡Tienes que sentarte!.¡Faltan tres minutos para la media noche!
– Ahora mismo estaré allí, -respondió Portia, mirándola por encima de su hombro. Cuando se volvió, Julian ya se había ido. Frunciendo el ceño, examinó a los huéspedes, pero su delgada y elegante forma no se la podía encontrar por ninguna parte.
Suspiró con nostalgia y volvió a cruzar el salón, sin ver jamás la sombra que revoloteaba alrededor del candelabro que colgaba justo sobre su cabeza.
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