Mareada tanto con regocijo como alivio, Caroline todavía trataba de contener sus risas ahogadas cuando un reloj en alguna parte de la casa comenzó a repicar la medianoche.

– Permítame.

Caroline comenzó a reír violentamente mientras un pañuelo se mostraba justamente bajo su nariz.

– Trato de venir preparado. Esta es difícilmente la vez primera que su interpretación ha hecho llorar a una mujer. Se ha sabido que las damas más sentimentales incluso se desmayan en ocasiones.

Esa risible voz masculina, entonada apenas por encima de un gruñido, pareció resonar a través de sus huesos. ¿Cómo podía ella ser tan tonta en cuanto a preocuparse acerca de vampiros cuándo una voz tan llena de humo y azufre podría sólo pertenecer al mismo diablo?

Cautelosamente tomó el pañuelo antes de echar una mirada furtiva al hombre recostándose contra la pared junto a ella. Parecía haber aparecido de repente. Debía de haberse deslizado por la puertaventana cuando había estado distraída, no una pequeña proeza para un hombre tan grande.

Aunque habría jurado que había sentido su mirada fija sobre ella sólo un segundo antes, él estaba mirando fijamente la chimenea, donde su anfitrión se lanzaba dentro de otra estrofa de la obra maestra de Byron.

– Su caballerosidad es muy apreciada, señor -ella dijo suavemente, dando ligeros toques en sus ojos rebosantes con el caro lino-. Pero le puedo asegurar que no hay ningún peligro de mi ser desesperado con emoción y desmayándose en sus brazos.

– Lastima -murmuró todavía mirando hacia el frente.

– ¿Perdón? -murmuró Caroline, desconcertada,

– Bonito sombrero -dijo, inclinando la cabeza hacia el brebaje de perla y pluma en lo alto, encima de los rizos plateado de una matrona.

Entrecerrando los ojos, Caroline se aprovechó de su pretendida indiferencia para estudiarle. Su grueso pelo era una miel caliente trenzado con hebras más brillantes de oro y lo suficiente largo como para rozar los impresionantes hombros de su frac bermejo. Si se enderezase en lugar de recostarse contra la pared con ambos tobillos y brazos cruzados, se habría elevado sobre ella por casi treinta centímetros. Pero parecía completamente en casa con su tamaño, no encontrando necesidad de usar su poder para intimidar o adular.

– Lo que quise decir, señor -susurró, insegura por qué era tan importante que este forastero no la confundiera con alguna boba sensiblera,- fue que no estaba vencida por el sentimiento, sino por la diversión.

Él le lanzó una mirada sesgada ilegible bajo sus abundantes pestañas. Sus interminables, cristalinos ojos no eran ni azul ni verde, sino algún matiz fascinante entremedias.

– ¿Deduzco que no es admiradora de Byron?

– Oh, no es el poeta quién me divierte, sino su intérprete. ¿Ha visto alguna vez tal adaptación de una postura desvergonzada?

Una de las mujeres delante de ellos giró para mirar furiosamente a Caroline. Tocando con un dedo enguantado sus labios y siseó.

– ¡Shhhhh!

Mientras Caroline luchaba por armar una expresión conveniente, su compañero murmuró.

– Usted parece la única mujer en el cuarto inmune a sus encantos.

No había argumentación para eso. Portia todavía contemplaba la chimenea como si hubiera caído en un trance. Varias de las damas habían sacado sus pañuelos para dar ligeros toques a sus ojos. Incluso los caballeros miraban la interpretación con bocas flojas y expresiones vidriadas.

Caroline se tragó una sonrisa.

– Quizá él los ha hechizado con sus poderes sobrenaturales. ¿No es ese uno de los rasgos de su clase… la habilidad para hipnotizar a los débiles de carácter y hacerlos realizar su orden?

Esta vez su acompañante empezó a mirarla completamente a la cara. Su semblante podría haber sido denominado juvenil de no ser por la frente surcada de arrugas, una nariz que había sido rota, y el indicio burlón de una hendidura en su ancha barbilla. Tenía una boca raramente tierna, expresiva para una cara tan fuerte.

– ¿Y precisamente que clase sería esa?

Estaba difícilmente dentro de su carácter permitirse un bocado sabroso de chismorreo con un total desconocido, pero había algo en torno a su mirada directa que invitaba a las confidencias.

Ahuecando una mano alrededor de su boca, se apoyó más cerca de él y murmuró.

– ¿No lo sabe? Se rumorea que nuestro anfitrión es un vampiro. Seguramente ha debido haber oído el chisme acerca del misterioso y peligroso Adrian Kane. Cómo se levanta de su cama sólo después de que el sol se haya puesto. Cómo ronda las calles y los callejones de la ciudad por la noche buscando la presa. Cómo tienta a las mujeres inocentes en su guarida y las esclaviza con sus poderes oscuros de seducción.

Ella había logrado traer un destello de diversión a sus ojos.

– Suena realmente como un tipo vil. ¿Entonces qué la alertó para desafiar su guarida esta oscura noche? ¿No le importa su propia inocencia?

Caroline levantó sus hombros en un liviano encogimiento.

– Como puede ver, no es una amenaza para mí. Soy completamente insensible a los meditabundos señoritos, que eyectan Byron y pasan una cantidad desmesurada de tiempo delante del espejo practicando sus posturas y rizando sus mechones.

Su mirada fija se estrechó sobre su cara.

– Debo confesar que me tiene intrigado. ¿Verdaderamente qué tipo de caballero podría presentar una amenaza para usted? ¿Qué poderes oscuros debe poseer un hombre para seducir una criatura tan juiciosa como usted? ¿Si una cara bella y una lengua ágil no la hacen desmayarse en los brazos de un hombre, entonces qué lo hará?

Caroline alzó la mirada y le contempló, un calidoscopio de imágenes imposibles formando remolinos a través de su cabeza. ¿Y si ésta fuera su Temporada en lugar de la de Vivienne? ¿Y si ella fuese una inocente de diecinueve años en lugar de una sensata de veinticuatro? ¿Y si no era demasiado tarde para creer que un hombre como este la podría tentar en un jardín iluminado por la luna para robar un momento privado… o quizá incluso un beso? Destruida por un escalofrío de anhelo, Caroline arrastró su mirada lejos de esa tentadora boca suya. Era una mujer adulta. Difícilmente podría permitirse sucumbir a los tontos antojos de una muchacha.

Ladeó su cabeza con una sonrisa con hoyuelos en la cara, decidiendo que era más sabio tratar sus palabras como la broma que indudablemente eran.

– Debería avergonzarse usted, señor. ¿Si confesase tal cosa, entonces usted me tendría a su merced, verdad?

– Quizá fuera usted -se inclinó para murmurar, su voz tan profunda y humeante como un trago prohibido de whisky escocés-, quién me tendría a su merced.

Caroline sacudió su cabeza, hipnotizada por el destello inesperado de anhelo en sus ojos. Pareció una eternidad sin aliento, antes de que ella se diese cuenta de que la recitación había acabado y los otros ocupantes del salón habían estallado en un aplauso entusiasta.

Su compañero se apartó de la pared, enderezándose a su altura completa.

– Si me perdona, señorita… temo que el deber es una amante brutal e implacable.

Ya le había presentado su ancha espalda cuando le llamó.

– ¡Señor! ¡Olvidó su pañuelo!

No se percató que batía el retal de lino como una bandera de rendición hasta que él giró y una esquina de su boca se curvo en una sonrisa perezosa.

– Consérvelo, ¿lo hará?. Quizá encontrará alguna otra cosa para divertirse antes de que la noche haya terminado.

Mientras ella le observaba abrirse paso por los invitados, Caroline alisó el pañuelo sobre sus dedos enguantados. Tenía un deseo absurdo de llevarlo a su mejilla, para ver si cargaba los perfumes masculinos de sándalo y ron de la bahía que todavía pendía en el aire alrededor de ella.

Las puntas de sus dedos ciegamente trazaron las siglas cosidas en la tela mientras su voz profunda, dominante se transmitía sobre el gentío.

– ¡Bravo! ¡Bravo, Julian! Esa fue realmente una interpretación. ¿Te atreves a que esperemos una repetición después de la cena?

El parco, elegante sátiro todavía posando con gracia negligente delante de la chimenea sonrió abiertamente.

– Sólo si mi hermano y mi anfitrión lo ordena.

Los dedos de Caroline se congelaron.

Lentamente levantó el pañuelo, pero incluso antes de que viese al sátiro golpear ruidosamente una mano cordial en su hombro, incluso antes de que observase a los invitados saludarle como uno de los suyos, incluso antes de que viese a una Vivienne radiante tomar su lugar a su lado como si siempre hubiera tenido un sitio allí, Caroline supo lo que encontraría cosido en el caro lino.

Una A elaborada vinculada con una K remolineante.

– ¡Caroline! -Vivienne la llamó. Una sonrisa radiante iluminaba su cara mientras entremetía una mano delgada en el recodo del brazo de su compañero-.¿Qué estás haciendo acobardándote allí en la esquina? Debes venir y conocer a nuestro anfitrión.

Caroline sintió toda la sangre drenarse de su cara mientras ella levantaba sus ojos para encontrar la mirada fija igualmente sorprendida de Adrian Kane, el Vizconde Trevelyan.

CAPÍTULO 3

– ¿Le gustaría un poco de oporto, Señorita Cabot?

Aunque la pregunta fue perfectamente inocente, no había nada inocente acerca del destello burlón en los ojos de su anfitrión. O la forma en que formó remolinos del licor sanguíneo alrededor del fondo de su vaso antes de inclinarlo hasta sus labios.

El vaso de oporto se habría visto más en casa colgando de los dedos pálidos, aristocráticos de su hermano. Curiosamente, Adrian Kane tenía las manos de un trabajador… anchas, fuertes, y poderosas. Sus dientes eran rectos y blancos, sin ningún colmillo a la vista. Puesto que se había sentado en el lugar de honor a su derecha en la mesa larga, cubierta en damasco, Caroline tenía bastantes oportunidades de estudiarle cada vez que emitía una de sus sonrisas enigmáticas.

Era difícil imaginar cualquiera siendo lo suficientemente tonto para creer que este hombre abrazaba la oscuridad y la muerte. Más que nada, parecía estar poseído de un vigor casi antinatural. Aunque según el rumor rehuía la luz del día, habría jurado que los hilos dorados de su pelo habían sido hilados por el sol. Incluso tenía la ridícula noción que si se apoyaba más cerca, podría oír el constante zumbido de la sangre recorriendo dentro de su corazón poderoso.

Antes de que Caroline pudiera declinar su oferta, Portia, que estaba sentada directamente frente a ella, a la izquierda de él, forzó hacia fuera su vaso y pió. -¡Qué, gracias, Su Señoría! ¡Me gustaría un poco de oporto!

Caroline miró a su hermana de reojo. Portia parecía momentáneamente haber olvidado su miedo de que Kane pudiera inclinarse y morderle en el cuello. Estaba demasiado ocupada estirando el cuello para mirar fijamente al hermano de Kane, quien estaba sentado justamente en la mesa debajo de la de ella, al otro lado de Vivienne. No importa lo que pensara de su pose y su pavoneamiento, incluso Caroline tenía que admitir que era una tragedia que el perfil de Julian Kane nunca hubiera sido acuñado en una moneda romana.

Su anfitrión torció un dedo al lacayo revoloteando cerca del aparador de nogal, dio al hombre una sacudida de advertencia con su cabeza antes de que pudiera verter más que una salpicadura de oporto de color de rubí en el vaso de Portia.

La tía Marietta había sido desterrada al extremo más alejado de la mesa, dónde estaba obsequiando a un rechoncho barón con un relato estridente de su último triunfo en la mesa de Boddle (juego de cartas). Ya que muy bien no podría cubrir sus muñecas con un tenedor de dos puntas, el pobre hombre parecía firmemente estar bebiendo en un sopor. Había estado deslizándose más bajo y más bajo en su silla durante la pasada media hora. Cuando el postre fuese servido, probablemente estaría bajo la mesa. No por que la Tía Marietta lo notara, probablemente se volvería hacia la boba marquesa al otro lado y continuaría su recitación sin molestarse en hacer una pausa para respirar.

Caroline se preguntó si su tía había sido desterrada deliberadamente. Quizá Kane tenía tan poca tolerancia a su charla incesante como ella. Por supuesto, después de la tontería que ella le había soltado en el salón, debía pensar que un pájaro tenía el doble de inteligencia que ella y la Tía Marietta.

Cada vez que recordaba sus imprudentes palabras, quería bajar la cabeza y golpear su frente contra la mesa. No sabía si debería estar más avergonzada por insultar al hermano del hombre o por repetir esos ridículos rumores acerca de sus actividades nocturnas. Podría haber logrado perdonarse a sí misma por ambas indiscreciones sino se hubiera permitido también un flirteo desvergonzado con el pretendiente de su hermana.