– La muerte no será lo único siguiéndole esta noche -murmuró ella. Si el Alguacil Larkin no le podía brindar la prueba que necesitaba para condenar o exonerar a Kane, simplemente tendría que hacer un poco de investigación propia.

– ¿Dijiste algo? -preguntó Portia, levantando la mirada de su libro.

– Con toda seguridad lo hice -contestó Caroline, volviendo enérgicamente la espalda a la ventana- Vístete y ve por tu capa. Salimos.

Sintiendo alguna excitación rara estaba en marcha, Portia cerró de golpe su libro y gateó fuera de la silla, sus ojos centelleando con ilusión.

– ¿Dónde vamos?

Cuando la mirada fija de Caroline cayó en un par de polvorientas medias máscaras de papel maché descansando en la repisa de la chimenea de su tía, recuerdos de alguna mascarada por mucho tiempo olvidada, una sonrisa sombría curvó sus labios.

– A cazar un vampiro.


Cuando ella y Portia se deslizaron del rocín alquilado, hasta Caroline tuvo que admitir que era una buena noche para que los vampiros y otras criaturas de la noche estuvieran en pie… ventosa e inoportunamente caliente, con una cantidad suficiente de amenaza de lluvia en el aire para agitar las ramas de los árboles y el juego de las florecientes hojas de mayo. Una media luna tímida se asomaba por el velo andrajoso de las nubes. Al menos ellas estaban a salvo de los hombres lobos, Caroline pensó sardónicamente.

Había gastado casi la última moneda de su magra asignación para contratar el transporte. Ahora tendría que regresar a Edgeleaf e implorar al primo Cecil una mísera renta para sacarlas del apuro hasta final de mes. Él juraría que habían malgastado su dinero en la vida lujosa de Londres. En lugar de eso, habían consumido una hora acuclillada en un jamelgo alquilado tan apestado de humo de puro y perfume rancio, a la espera de que Lord Trevelyan emergiera de su casa urbana.

Caroline había estado dispuesta a reconocer la derrota cuando el jactancioso carruaje del vizconde había emergido del callejón que corría por detrás de la hilera de casas. Había pinchado para despertar a una Portia que dormitaba y había hecho señales al conductor, el cuál, había recibido órdenes para seguir el carruaje a una distancia discreta. Una vez que el vizconde alcanzó su destino, ella y Portia habían hecho una pausa para abrochar sus capas y ajustar las máscaras de hojas de oro que cubrían sólo la mitad superior de sus caras antes de ansiosamente abandonar el interior mohoso del carruaje para la noche caliente, ventosa.

– ¡Oh, Dios Mío! -Portia respiró, mirando fijamente hacia arriba con temor.

Caroline estuvo tentada a hacer lo mismo. Había esperado que Kane las condujera a algún callejón húmedo, pero en cambio las había atraído a uno de los reinos de hadas imaginarios de Portia, traídos a la vibrante vida por una llovizna de polvo de duendecillo y el ligero golpe de una varita mágica.

Mientras contemplaba arriba a los farolillos oscilantes ensartados por entre las ramas de los olmos, y oía las variedades distantes de violín y mandolina, Caroline se percató que estaban de pie delante de las entradas de Vauxhall, los jardines de placer más celebrados -y notorios- en todo Londres.

Su corazón se saltó una pulsación cuando Adrian Kane emergió de la fila de vehículos estacionados delante de ellas. A diferencia de uno de los reinos fantásticos de Portia, este lugar sostenía tanto encantamiento como peligro.

El vizconde no llevaba sombrero y la miel caliente de su pelo brillaba bajo el beso de la luz del farolillo. La capa de longitud hasta la cintura de su abrigo hacía sus hombros verse aun más anchos e intimidantes. Él echó una mirada en su dirección, sus ojos penetrantes escudriñando al gentío. Caroline cogió el codo de Portia y se agachó rápidamente detrás de una matrona corpulenta, mientras pensaba que iba a ir directamente hacia atrás hasta ellas y la sacudiría con fuerza por la oreja.

Pero cuando se asomó por el hombro de la mujer, había dado media vuelta y echado a andar hacia la entrada, bastón en mano.

– ¡Rápido! Ahí va. -Cogiendo a Portia de la mano, Caroline se tambaleó en un trote torpe para igualar las largas zancadas de él.

A pesar de las insinuaciones del Alguacil Larkin, no había nada furtivo en torno a los movimientos de Kane. Caminaba en la noche como si la poseyera, los hombros y la cabeza elevados sobre la mayor parte de los clientes que se dirigían al jardín.

– Yo más bien esperaba que Julian estuviese con él -confesó Portia ya sin aliento por su paso enérgico.

– Entiendo que a la mayoría de depredadores les gusta cazar a solas -Caroline masculló sin pensar.

Portia se detuvo en seco, sacudiendo con fuerza a Caroline para que parara. Caroline se dio la vuelta para encontrar a su hermana contemplándola, sus ojos redondos por la incredulidad.

– Pensé que estábamos aquí por una broma -dijo Portia- ¿Piensas decirme que no bromeabas sobre cazar un vampiro? ¿Realmente crees que el vizconde podría ser un vampiro?

– No estoy segura de lo que creo -contestó Caroline en tono grave, tirando de su hermana para que se moviera.- Pero tengo la intención de averiguarlo esta noche.

Estaban casi por la puerta del jardín cuando un hombre parcialmente calvo en pantalón y camisa caseros extendió la mano desde su caseta de madera para bloquear su camino.

– ¡So allí, señoras!

Aunque se dirigió a ellas como «señoras», no había equivocación en el brillo escéptico en sus ojos. Caroline apenas podría culparle por pensar lo peor de dos jóvenes hembras sin chaperona fuera de la ciudad a esta hora impía. Ella era dolorosamente consciente que arriesgaba las reputaciones de ambas. ¿Pero cómo podía pesar sus reputaciones contra el futuro total de Vivienne? Sólo podría pedir que las máscaras las mantuviesen de ser reconocidas por cualquiera en el círculo social de la Tía Marietta.

Apenas echando una mirada al hombre, saltó de arriba abajo de puntillas, desesperada por conservar a Kane en la vista.

– Tenemos una prisa terrible, señor. ¿Puede apartarse por favor?

– No hasta que suelte tres chelines por cabeza.

Cuando empezó a clavar los ojos en él inexpresivamente, suspiró y puso sus ojos en blanco.

– Para el ingreso al jardín.

– ¡Oh! -Caroline retrocedió con consternación. Este era un costo que no había esperado, uno que las dejaría con un poco más de un puñado de peniques en sus cofres, que disminuían rápidamente. Pero a no ser que quisieran regresar a las posadas de Tía Marieta no más sabias de lo que eran antes de marcharse, no tenía mucha opción. Kane ya se perdía de vista.

Sacando su retículo de seda del bolsillo interior de su capa, Caroline contó el dinero y lo arrojó en la mano extendida del hombre.

Ella y Portia se apresuraron a través de la puerta tomadas de la mano. Los parrandistas se aglomeraban en el Gran Paseo del jardín. Las linternas centelleaban como estrellas entre las ramas majestuosas de los olmos que bordaban la carretera de grava. Los amantes paseaban del brazo en medio del aire perfumado con el jazmín de la noche y las castañas asadas.

Una señora con mucho busto pasó rápidamente a su lado, arrastrada por un chico uniformado, su peluca empolvada era tan blanca como la nieve, su piel lisa tan oscura como ébano pulido. Un puñado de niños se lanzó por la muchedumbre como elfos animados, sus ojos brillaban con travesura y sus deditos gordos sujetaban bizcochos de azúcar o cualquier otro dulce que recién habían convencido a sus padres que compraran. Un hombre de ojos negros se detuvo junto a una fuente de mármol, bajo su barbilla sostenía un violín que chillaba una melodía melancólica.

Mientras miraba todos los monumentos agradables alrededor de ellas, los pasos de Portia se demoraron. Caroline difícilmente podría culparla. Ella misma estaba en grave peligro de caer bajo el encanto del jardín. Pero fue sacudida de su hechizo por un arrogante grupo de tipos que observaron con demasiada insistencia y demasiado tiempo el pecho de Portia. Hacía apenas unos días, había oído por casualidad a la Tía Marieta y a algunos de sus amigos murmurando sobre una jovencita desafortunada que había sido arrancada del lado de su madre en uno de los sitios sombríos que rodeaban los jardines por un par de borrachos de sangre joven que tenía intenciones de la peor clase de fechoría.

– Deprisa, Portia -instó Caroline, acercando a su hermana aún más -¡No debemos dejarlo alejarse demasiado de nosotras! -Mantuvo su mirada fija sobre Kane, sus poderosos hombros parecieron de repente más una comodidad que una amenaza.

Habían avanzado sólo unos pasos cuando Portia la obligó a detenerse de nuevo. -¡Oh, mira, Caro! ¡Tienen helado!

Caroline se giró para encontrar a su hermana mirando con anhelo a un vendedor italiano que entregaba un cono de papel lleno de helado de limón a una señorita elegantemente vestida de una edad cercana a la de Portia.

– ¡Por favor, Portia! No tenemos ni el tiempo ni el dinero para tales tonterías en este momento. -Caroline arrastró a su hermana de vuelta a la acción, pero cuando sus ojos exploraron el camino delante de ellas, se dio cuenta de que era demasiado tarde. Kane se había ido.

– ¡Oh, no! -suspiró, soltando la mano de Portia.

Dejando a su hermana allí de pie, se abrió camino entre la multitud, quitándose la máscara para buscar al vizconde con desesperación. Pero fue inútil. Kane había desaparecido, tragado por la corriente constante de juerguistas.

¿Juerguistas o víctimas?, se preguntó, tocada por un frío repentino.

Ese frió se convirtió en un profundo helor cuando escuchó el cacareo familiar de una risa. Sin pensar, volteó alrededor. Tía Marieta y Vivienne estaban recorriendo el sendero, dirigiéndose directamente hacia ella. Habían pasado al lado de Portia, demasiado absortas en su charla como para notar a la joven enmascarada que estaba paralizaba a mitad del camino.

Intercambiando una mirada aterrorizada con Portia, Caroline buscó las cintas de su máscara. En un par de segundos las mujeres estarían donde ella.

– ¡Tía Marieta! -gritó Portia, despojándose de la máscara.

Las dos mujeres se volvieron al mismo tiempo. Caroline no sabía si echarse a llorar de miedo o de alivio.

– ¿Portia? ¿Eres tú? -llamó Vivienne, el aturdimiento sonaba en su voz.

La cara de Portia se arrugó. -¡Oh, Vivienne! ¡Tía Marietta! ¡Estaba tan asustada! ¡Me alegra tanto que hayan venido! -Se arrojó a la Tía Marieta, envolviéndole la amplia cintura con los brazos y enterrando su rostro en su pecho con volantes.

Tras la espalda de su tía, le hizo una señal frenética a Caroline. Ésta obedeció la señal, escondiéndose detrás de la bella columna de un templo gótico al borde del camino.

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí, niña? -clamó la Tía Marietta, haciendo una mueca de disgusto mientras sacaba las manos de Portia de su vestido- Se supone que deberías estar en casa en cama.

Portia se irguió, pero no antes de usar uno de los volantes de su tía para sonarse la nariz. -Temo que he sido muy desobediente -confesó, aún respirando penosamente.- Estaba terriblemente enojada contigo por dejarme esta noche cuando me enteré de que sólo faltaban unos cuantos días para que me marchara de regreso al campo. Siempre he querido ver Vauxhall, así que esperé a que Caroline se durmiera, robé algunas monedas de su bolso, y me escapé de la casa. Pero tan pronto llegué aquí, me di cuenta de que había cometido un error terrible. ¡Me asusté tanto, y ahora sólo quiero ir a ca-a-a-sa! -la voz rompió en un chillido.

Caroline puso los ojos en blanco, agradeciendo por primera vez que su hermanita siempre hubiera sido una mentirosa tan convincente. Uno tendría que poseer un corazón de piedra para dudar de sus ojos llorosos y sus labios temblorosos.

– ¡Vaya, niña mala! Debería enviarte de regreso a Edgeleaf a primera hora de la mañana. -Cuando la Tía Marietta levantó un grueso puño como para jalarle las orejas a Portia, Caroline se tensó, lista para saltar fuera del lugar donde estaba escondida.

– ¿Qué están haciendo ustedes dos aquí? -reclamó Portia, su tono fue lo suficientemente acusante como para aturdir a la Tía Marietta, que bajó su mano.- ¿Por qué no están en su preciada partida de naipes?

– Lady Marlybone estaba enferma y no teníamos un cuarto para nuestra mesa -explicó la Tía Marietta.

– Era una noche tan bella que Tía sugirió que diéramos un paseo por los jardines antes de retirarnos. -una nota de felicidad pobremente reprimida se insinuó en la voz de Vivienne.- Te puedo asegurar que no tiene nada que ver con el hecho de que reconociéramos la insignia de Lord Trevelyan en uno de los carruajes estacionados afuera.

Tía Marietta suspiró. -Ya no hay más remedio, ¿no es cierto? Debes venir con nosotros también. Me rehúso a dejar que una niña desobediente arruine una noche tan agradable. Supongo que no es culpa tuya que esa tonta hermana mía nunca te enseñara modales. Tuve la buena fortuna de recibir tanto la belleza como la inteligencia en la familia.