– Buenos días… ¿preparada para conocer a la gente? -lo cierto es que toda su atención estaba concentrada en el trabajo.

Cuando Lisa llegó, tres personas más ya estaban allí. Sam la presentó como la primera empleada permanente de la división de aguas corrientes y residuales. Raquel Robinson, encargada de la oficina, era eficiente y enérgica. Usaba un vestido amarillo pálido que impresionaba en contraste con su piel oscura, y que daba la impresión de una prenda muy moderna.

Lisa adivinó inmediatamente que Frank Schultz era la mano derecha de Sam Brown. Era el principal calculista de la sección de fontanería, y había estado trabajando con Sam en las pocas propuestas presentadas hasta aquel momento. Un irlandés de cabeza grande llamado Duke era el superintendente jefe de las cuadrillas que trabajaban en las obras; bajo sus órdenes se encontraban varios capataces cuya voz solía escucharse por la radio. Ron Chen era el contable, un chino de cuerpo menudo con gruesos anteojos y una sonrisa amable. Su segunda al mando era su propia hija Terri, de veinte años, que trabajaba solo parte de la jornada, y el resto del tiempo asistía a la Universidad de Missouri en Kansas City. Del ordenador se ocupaba una mujer mayor y robusta, llamada Nelda Huffman, que parecía más la encargada de la limpieza que la persona a cargo de los sueldos de los empleados. Como lo supo después, las fotos que estaban sobre el escritorio de Nelda eran las de sus nietos.

Cuando ya todos los empleados de Brown & Brown hubieron comenzado su jornada de trabajo, Lisa Walker se sintió como si estuviera en el anfiteatro del edificio de las Naciones Unidas. Comprendió que allí nadie prestaría atención a una pluma en sus cabellos, pese a que, en efecto, Raquel había comentado que su peinado era muy elegante.

Brown & Brown significaba un cambio muy agradable en relación con Construcciones Thorpe. Aunque Lisa no tenía su propia oficina, como en Thorpe, no le importaba. Todos los miembros del personal estaban unidos por evidentes lazos de camaradería, que compensaban la falta de intimidad. La atmósfera era tan armoniosa, la decoración de tan buen gusto, que Lisa sintió un deseo casi infantil de trabajar bien, aprender rápido y demostrar sus cualidades, para sentirse justificada por ocupar el escritorio y disfrutar del naranjo.

Cuando llegaba la pausa del café, la sala de copias se convertía en un lugar de reunión. Contenía no solo fotocopiadoras, sino también una nevera, un horno de microondas y una cafetera abastecida constantemente por Rachel, que parecía ser la alegre matrona del personal de la oficina. Al parecer, todos simpatizaban con ella.

El día comenzó con una breve sesión en la cual Sam Brown, Frank Schultz y Raquel analizaron el modo de ayudar a Lisa para que aprendiera la mejor manera de utilizar todos los recursos de la empresa. Después de que Lisa hubo cumplimentado los formularios acostumbrados, Frank le explicó los procedimientos generales de presentación de ofertas, la psicología y el margen con que trabajaban.

Sam se retiró al mediodía, y Lisa tomó su almuerzo junto a la fuente. De regreso se sintió descansada. Vio de nuevo a Sam bastante avanzada la tarde, cuando apareció un momento; las botas de cuero polvorientas y los vaqueros color caqui ponían de manifiesto que había estado en las obras. Cuando Frank Schultz comenzó a ordenar su escritorio, al final de la tarde, Lisa no pudo creer que fueran casi las cinco. El día había pasado con tanta rapidez que parecía que acabara de entrar por la puerta.

La mañana siguiente ella, Sam y Frank colaboraron en la preparación de una pequeña propuesta. Enseguida Lisa advirtió que en la empresa, antes de introducir cambios, se acostumbraba a mantener una discusión inteligente. No había sorpresas de última hora, a menos que hubiera un acuerdo mutuo. Conversaron acerca de las licitaciones inminentes mencionadas en El Boletín de la Construcción, y decidieron cuáles requerían la preparación de planes por parte de Lisa. Sam preguntó si Frank dispondría de tiempo al día siguiente para salir con Lisa y mostrarle las obras que estaban realizándose; de ese modo ella podría conocer el equipo con que contaba la empresa; además, habría que suministrarle un inventario completo, de modo que supiera con exactitud cuál era la capacidad de trabajo con la cual contaba la firma.

Al tercer día, ella y Frank salieron en una camioneta de la empresa, y fueron de una obra a otra. En cada una, Lisa fue presentada a los operarios y a los capataces.

Al acercarse a la estructura de la base de acero de un edificio de dos pisos, Lisa se sorprendió al ver a Sam Brown, con casco y botas de trabajo, que saludaba con la mano. Se abrió paso entre las tuberías y los accesorios, y, al aproximarse, comenzó a quitarse un par de sucios guantes de cuero.

– ¿Hay problemas, patrón? -preguntó Frank.

– No, nada que Duke no pueda resolver. -Sam sonrió por encima del hombro mientras Lisa escuchaba la voz de Duke en segundo plano; rugía como un elefante enojado, y decía a uno de los obreros que utilizara la grúa sujetando bien la tubería, para retirarla del lugar y que si volvía a fallar, su trasero soportaría las consecuencias, Lisa sonreía cuando Sam le volvió la espalda. El lenguaje rudo de los capataces de la construcción no era nada nuevo para ella.

– Lisa, ¿hasta ahora todo va bien? -La pregunta de Sam era sencilla y directa, y no había en ella nada que la conmoviera. Pero tal vez la naturalidad con que la había llamado Lisa, o el modo de acomodarse el casco sobre la cabeza y enjugarse la frente con una manga, fue lo que aceleró los latidos de su corazón.

– Ni una sola queja -contestó ella-. Hemos visitado todas las obras, menos una. Me estoy haciendo una idea bastante exacta del equipo que la compañía tiene, pero veo que no hay muchas máquinas pesadas.

– Hasta ahora hemos alquilado la mayoría de los aparatos pesados, y continuaremos haciéndolo hasta que tengamos la certeza de que vamos a continuar en el sector de la distribución de aguas y de las aguas residuales -explicó Sam.

– Algunos de los trabajos de los que hablamos ayer exigirían máquinas especiales para la carga, pero todavía no he visto ninguna.

– Lo sé. No tenemos nada. Por eso quise que usted recorriera las obras con Frank. Debo tomar algunas decisiones acerca de la compra de equipos nuevos, y quiero que usted participe.

Había algo elemental en Sam Brown, allí de pie, bajo el sol cálido, con una bota manchada de polvo sobre un trozo de tubo, acomodándose el casco sobre la cabeza, y después sacudiendo los sucios guantes de cuero. Las mangas arremangadas mostraban los brazos bronceados hasta alcanzar un tono canela, y un vello casi rojo a causa del sol. Una gota de sudor emergió bajo el casco y corrió a lo largo de la sien. Lisa desvió la mirada.

Al fondo, una máquina empezó a funcionar, y Sam gritó para que lo escucharan a pesar del ruido.

– Frank, ¿puedes ir al ayuntamiento y pedir un conjunto de planos para la obra de la orilla del río Little Blue?

– Por supuesto, Sam. De todos modos tenemos que regresar por esa dirección.

– Muy bien. Lisa y yo iremos a ver el lugar el viernes por la mañana. -Al oír que se mencionaba su nombre, se volvió hacia la gota de sudor, que ahora era más irresistible a medida que descendía y recogía el polvo. Lo cierto es que atraía la mirada de Lisa como si hubiera sido el caudal del río Colorado, aquella insignificante gotita que brotaba de los cabellos de un hombre.

Ella volvió a desviar la mirada, con la esperanza de que Sam no hubiera percibido lo que sentía. Al principio, pensó que Sam no había visto nada, pero en definitiva no se sintió muy segura, pues cuando Frank comenzó a alejarse de la obra conduciendo la camioneta, Lisa miró por encima del hombro, y descubrió que Sam estaba de pie en el mismo lugar en que lo habían dejado, con las piernas afirmadas sólidamente y los ojos siguiendo el movimiento del vehículo.

El jueves, poco antes de que Lisa saliera de la oficina, Sam la llamó a su despacho.

– Ha sido una semana muy atareada. Lamento no haber podido prestarle mucha atención.

Los codos de Lisa estaban apoyados sobre la superficie del escritorio, mientras examinaba una larga lista de tareas. Al volverse, casi chocó con el muslo de Sam, que estaba muy cerca. Lisa se apoyó en el respaldo de la silla para mirar a su jefe.

– Frank se ocupó de mí. La semana fue muy interesante.

Sam cruzó los brazos, se inclinó sobre el borde del escritorio, y estiró las piernas hacia delante.

– Bien, me alegra saber eso. Escuche, ¿tiene inconveniente en usar algo…? -Durante un momento los ojos de Sam Brown se posaron en la rodilla desnuda de Lisa, donde la falda se le había subido un poco-. Bien, mañana póngase unos pantalones, ¿de acuerdo? Probablemente caminaremos entre escombros, cuando vayamos a ver la obra.

– Haré lo que usted diga.

– ¿Tiene botas? -Ahora, los ojos de Brown pasaron de las pantorrillas a los zapatos de tacón alto que calzaba Lisa.

– Sí, tengo justo lo que usted necesita.

– Magnífico. Tráigalas. Saldremos a primera hora de la mañana y el rocío puede ser intenso.

– ¿Algo más?

– Sí. -Por primera vez él recorrió con los ojos la sala, donde varios escritorios ya estaban vacíos, y ninguno de los que aún estaban allí le prestaron la más mínima atención. La mirada de Brown volvió hacia Lisa-. ¿Estuvo almorzando tal como me mencionó el primer día?

– Todos los días he comido queso con pan de centeno junto a esta fuente deliciosa.

– ¿Mañana podría traer dos raciones? -Los ojos de Brown se suavizaron cuando miró sonriente a: Lisa.

– Por supuesto. ¿Qué celebraremos?

– Nada. Es posible que estemos con los operarios a la hora de almorzar. De modo que si usted trae la comida, yo colaboraré con un poco de Coca-Cola en una nevera.

– Los viernes suelo preparar queso bologna y encurtidos.

– ¿Dulces o ácidos?

– Ácidos.

– De acuerdo. -Se puso de pie-. Nos encontraremos aquí a las ocho.

La mañana siguiente amaneció nublada, después de una noche de aguaceros intermitentes. Las nubes bajas y grises ocultaban el sol, y el aire espeso y pesado parecía cubrirlo todo con un manto pegajoso.

Lisa apareció vestida con vaqueros azules, zapatillas de tenis y un sencillo jersey de algodón, con rayas azules y blancas, cuello marinero y la cintura apretada; además, trajo un par de botas de goma, un envase con repelente contra los mosquitos, y una bolsa de papel de estraza con tres bocadillos, una bolsa de patatas fritas, encurtidos y algunas galletas de chocolate.

Ella y Sam partieron después de que él regresara de su inspección matutina de todas las obras. Sam se detuvo frente al escritorio de Raquel para informarle dónde podía encontrarlos.

– Si nos necesita, puede llamarnos por la radio.

– De acuerdo, jefe.

– Iremos en mi camioneta -informó Sam a Lisa mientras cruzaban el estacionamiento en dirección a un elegante vehículo con el color de la empresa, un marrón intenso y metálico con el logo B &B en blanco sobre las puertas. Sam miró los pies de Lisa.

– ¿Trajo las botas?

– Las tengo en mi coche. Vuelvo enseguida. -Prefería distanciarse de Sam Brown, pues ella también sentía verdadero placer al recorrer con los ojos las piernas fuertes de ese hombre, y el espectáculo que percibía en general era demasiado incitante. ¿Qué había en él? Siempre que Lisa estaba cerca de Sam Brown, sus pensamientos se concentraban en la masculinidad de ese hombre, y esto había sucedido desde la primera noche en Denver, el día que ella descubrió la revista en la maleta.

Él había sacado la camioneta y estaba esperando cuando Lisa llegó con las manos llenas. Esta vez la mirada de Lisa se entretuvo en el espectáculo del brazo largo y bronceado, con la manta blanca enrollada, mientras él se inclinaba sobre el asiento de la camioneta, para abrirle la puerta.

«¡Despierta, Lisa Walker, y piensa en el trabajo!» Tratando de llevar sus pensamientos a un terreno más seguro, Lisa trepó al alto asiento, al lado de Sam Brown, y dejó sus cosas en el suelo.

Una serie de planos, los guantes de trabajo y el casco estaban entre los dos, y, al mismo tiempo que murmuraba una disculpa, Sam los acercó, más hacia su lado, para dejar un poco de espacio para Lisa.

– Está bien -le aseguró Lisa, mostrándole una, rápida sonrisa.

Pero no estaba bien. Había una sensación de encierro en el espacio un poco limitado de ese asiento único. Y caramba, ¿acaso los vehículos de Sam Brown siempre tenían que oler como él? Era su mundo, ese dominio masculino de los cascos, las botas de cuero y las camionetas.

– Yo conduciré, y usted ocúpese del rumbo -ordenó Sam en el momento de partir.