Ella se giró y lo vio en la puerta de la sala, con los hombros y el pecho desnudos.

– Está arriba, a la derecha.

Sam Brown subió los peldaños, mientras ella se volvía para continuar regando las plantas. Pero un momento después recordó la puerta abierta que comunicaba con el dormitorio de las camas gemelas y se volvió, dispuesta a cerrarlo con llave antes de que él saliera del cuarto de baño. Pero cuando llegó al primer peldaño, la puerta del piso alto se abrió bruscamente y el sonido apagado de los pasos de Sam resonó en el corredor, y se detuvo por un momento mientras ella retrocedía escuchando, con una mano apretada sobre el corazón. De nuevo se aproximó el ruido de pasos, y ella se deslizó hacia la cocina. Cuando él la encontró de nuevo, estaba atareada limpiando el fregadero.

– Gracias por el té helado. Todavía tengo un tramo de trece kilómetros por delante, de modo que será mejor que regrese.

Ella puso las manos bajo el agua, cogió un paño y caminó distraídamente en dirección ala puerta principal, consciente de que no le agradaba la idea de que él se marchara. Salieron al porche bañado por la luz del sol, él descendió dos peldaños y después se volvió mientras ella se apoyaba en la barandilla con el paño cruzado sobre el hombro.

– Te veré el lunes, cheroqui -dijo por fin Sam Brown.

El sol iluminó sus cabellos, y al tocar su piel le confirió un tono cobrizo, mientras él la miraba sin moverse. En un minuto más, desaparecería corriendo a través de la ciudad. Y de pronto sintió que no podía permitirle que se alejase.

– La temperatura ya es muy alta. No es necesario que corra todo el trayecto hasta su casa. Puedo llevarlo en mi coche, si lo desea.

– ¿Y la limpieza de tu casa?

– He terminado.

– En ese caso, acepto.

Ella se sintió reanimada y se alegró.

– Deme un minuto para vestirme con alguna ropa decente, ¿quiere?

Lisa ya había atravesado la puerta principal cuando la pregunta de Sam Brown la detuvo.

– ¿Es necesario?

Ella lo miró con expresión severa por encima del hombro, pero se limitó a levantar las manos, se encogió de hombros y sonrió.

Lisa regresó poco después, vestida con una falda blanca y un top que le cubría desde la cintura y hasta un poco por encima del busto. Con los pies desnudos descendió los peldaños, en la mano llevaba un par de sandalias de tela roja; se adornaba las orejas con plumas blancas. Sam estaba apoyado en el guardabarros trasero del polvoriento Pinto de Lisa. Inmediatamente se incorporó y abrió la puerta para Lisa, esperando que ella subiera.

Cuando Sam estuvo sentado en el puesto del copiloto, Lisa puso la marcha atrás.

– Si recuerdo bien -dijo ella-, vive en Ward Parkway… en el tugurio de la familia.

Lo miró de reojo.

– Todos tenemos que vivir en algún sitio.

Sam se acomodó para iniciar el viaje, y quince minutos después Lisa seguía la dirección del dedo de Sam, que señalaba hacia la entrada de un camino adoquinado, que llevaba de la calle a una mansión majestuosa y bien conservada.

Con las manos sobre el volante, ella observó con un asombro mal disimulado. Al comprender que Sam no se había movido, se volvió para ofrecerle una sonrisa tímida, y después contempló la chimenea cubierta de hiedra de la enorme residencia de estilo Tudor.

– Vive en un hermoso y pequeño tugurio -dijo ella.

– ¿Te agradaría conocerlo?

– ¿Bromea?

– Mi madre no está en casa. Ha salido a jugar al golf.

La mención de la madre provocó una vacilación momentánea en Lisa, pero por otra parte sentía vivos deseos de entrar en la casa y ver el lugar en que vivía.

Parecía que él adivinaba la vacilación de Lisa, y se volvió apoyando una rodilla en el asiento entre los dos, con un brazo sobre el respaldo.

– Cheroqui, me agradaría mucho pasar el día contigo. ¿Qué te parece si vamos a la ciudad? Lo que se te antoje… piensa en las cosas más absurdas e ilógicas que jamás hayas imaginado, y te aseguro que lo intentaremos todo. Y no volveremos a hablar de lo que sucedió ayer en el campo. Te lo prometo.

Era una promesa que ella no le habría arrancado si hubiera podido elegir.

– Trabajo para usted. ¿No le parece un poco…? Bien…

– Demonios, ¿eso es todo? ¿Crees que si llegamos a ser algo más que amigos perderás el empleo una vez concluido el romance?

– Algo por el estilo. O por lo menos nos sentiremos bastante más nerviosos cuando nos encontremos todos los días en la oficina.

Unas arrugas seductoras se insinuaron en las comisuras de los ojos de Sam.

– Quizá debería despedirte aquí mismo, porque de ese modo no habría problemas.

– Brown, usted es imposible. -Pero Lisa no pudo evitar una sonrisa mientras meneaba la cabeza ante el absurdo razonamiento de Sam. Sí, era un hombre imposible. Era imposible resistírsele, con su sombría belleza y su provocativo sentido del humor. Lisa desechó sus inquietudes y se dijo que bien podía pasar un día de despreocupada diversión. Reiría mucho, respondería a las bromas y las provocaciones de Sam, y aceptaría el hecho de que le agradaba muchísimo la compañía de aquel hombre.

– Di que sí -le incitó Sam.

Lisa lo miró de reojo.

– Si me niego, ¿me despedirá?

– No.

– Entonces, sí, maldito sea.

El interior de la casa era un lugar fresco, con una escalinata abierta que arrancaba bajo la ventana más grande que Lisa había visto jamás. Sam corrió al primer piso, dejando que Lisa lo examinara todo mientras se daba una rápida ducha y se cambiaba. Lisa pasó de una habitación a otra, las manos unidas en la espalda, como si temiera tocar lo que no le estaba permitido. La sala de estar tenía dos conjuntos enormes de puertas que se abrían sobre un solarium de paredes de vidrio, que daba al patio lateral, el lugar donde se habían mantenido las tradiciones de Kansas City… hermosas jardineras de flores, curvadas alrededor de longevos magnolios; una pequeña fuente con un cupido del cual brotaba agua; y bancos de hierro forjado cerrados sobre tres lados por los setos de boj recortados con precisión.

– ¿Lista?

Lisa se volvió y comprobó que Sam se había acercado en silencio por detrás, amortiguados sus pasos por la alfombra blanca y gruesa. Parecía que estaba invitándola a su casa y a su jardín. Ella hizo un esfuerzo para pasear la mirada por el hermoso panorama extenor.

– No tenía idea de que fuera así -murmuró.

– A veces es un poco solitario -replicó él.

Lisa se giró de nuevo. Ahora él estaba más cerca, olía al jabón y a la loción que solía usar. Tenía en la mano las llaves de su automóvil.

– Vamos a divertirnos -dijo ella, dirigiendo a Sam una mirada perversa, destinada a sugerir precisamente eso.

Tomaron por asalto la ciudad, revoloteando como insectos enloquecidos. Sam conocía bien Kansas City, estaba familiarizado con los lugares de diversión y con su historia, e inició a Lisa en ambas cosas. Alquilaron patines y atravesaron Loose Park, donde un artista famoso cierta vez había cubierto las aceras con relucientes lienzos dorados, titulando a su trabajo «Senderos protegidos». Compraron vendas en la farmacia, y llamaron a su propio trabajo «Rodillas protegidas». Adquirieron un anillo de fantasía en el Country Club Plaza y lo deslizaron por el dedo de la ninfa de una fuente, en el Crown Center; afirmaron al mismo tiempo que había un vínculo eterno entre las dos grandiosas muestras, cuyos creadores tenían las mismas iniciales. Se encontraron por separado en la pintoresca Festa Italiana de Crown Center Square, y cada uno rescató al otro arrancándolo de los brazos de los exuberantes bailarines italianos. Tomaron una crema helada en el local de Swenson, y bebieron piña colada en el Kelly's Saloon; después, casi se extraviaron en la Zambezi Zinger en Woíds of Sun, y descansaron recostándose entre las lápidas del Cementerio de Mount Washington. Escupieron en medio del Puente Aníbal, y, riendo, se disculparon ante Octave Chanute, que no había consagrado dos años y medio a crear esa obra solo para permitir que dos irreverentes se burlaran. Entraron en la Biblioteca Truman y dejaron una nota conmemorando la fecha en la Encyclopaedia Britannica -volumen 7, página 754- prometiendo volver un año después, para comprobar si aún estaba allí.

A lo largo del día recorrieron las calles de Kansas City, que tenían los nombres de los fundadores -Meyer, Swope, Armour. Sam le señaló el bulevar Lisa Kessler, diseñado por el arquitecto paisajista que había concebido el proyecto de restauración de los bulevares, los jardines y las fuentes, que convertían a la ciudad en un espléndido calidoscopio de belleza. Le relató la historia de William Rockhill Nelson, fundador del Kansas City Star, que había luchado catorce años con el fin de que el municipio aprobara la original red de bulevares; y le demostró cómo el planteamiento precursor de Jesse Clyde Nichols había dotado de esculturas, fuentes y objetos de arte a las bocacalles de la ciudad. Se desplazaron tranquilamente a través de la urbe bañada por el sol, y cuando cayó la noche y las luces de las fuentes tiñeron de rojo, esmeralda y zafiro las aguas en movimiento, Lisa y Sam se sentaron en el borde de una de ellas para comer golosinas y arroz frito que venía en envases de cartón blanco.

– ¿Cómo está tu rodilla? -preguntó Sam.

– Todavía intacta. La próxima vez no permitiré que me convenzas de que haga giros de trescientos sesenta grados cuando llevo años sin practicar con los patines.

Sam sonrió, pero su mirada permaneció fija en ella, con un fulgor cálido y apreciativo.

– Eres muy animosa. ¿Lo sabías, cheroqui?

– Gracias. Tú tampoco estás del todo mal, Su Señoría.

– ¿Estás dispuesta a dar por terminado el día?

– Como quieras. -Se palmeó el vientre, suspiró, y los dos comenzaron a alejarse de la fuente en dirección al automóvil de Sam, dejando en el camino los restos… y, por alguna razón, a ella no le importó.

Pocos minutos después, mientras se alejaba con paso lento, Sam Brown pasó un brazo alrededor del cuello de Lisa y la acercó a su propio cuerpo. Era agradable estar así, de modo que ella alzó una mano y cogió la muñeca de Sam. Advirtió entonces que los pies de los dos se movían con una lentitud cada vez mayor.

Sam conducía sin prisas a través de la noche de Kansas City, escuchando los sonidos nocturnos de los grillos y las ranas a través de las ventanillas abiertas. Las fuentes distribuidas a lo largo de Ward Parkway susurraban al paso, y Lisa apoyó la cabeza contra el asiento, y deseó que la noche no terminara nunca. Sam entró por el sendero de su casa y apagó el motor.

Ninguno de los dos se movió.

– Gracias por un día realmente divertido dijo ella con voz suave.

– El placer fue completamente mío. Tampoco ahora se movieron.

– Veo que mi madre está en casa. ¿Quieres conocerla?

– Esa noche no. Es tarde… y ya tengo las rodillas flojas y manchas de comida en la camisa.

La idea de conocer a la madre de Sam amenazaba turbar el esplendor del día perfecto.

Lisa sintió que Sam la examinaba desde su sitio frente al volante, y un momento después llegó su voz neutra.

– ¿Cheroqui?

– ¿Sí?

Él vaciló antes de decir:

– No hay manchas de comida en tu camisa. -Inmediatamente ella extendió la mano hacia la puerta, pero la mano de Sam vino a detenerla-. De veras, me agradaría que conocieras a mi madre. ¿Por qué quieres escapar?

Ella rió con nerviosismo, y dijo sin mirarle:

– En realidad, no soy muy eficaz con las madres. -Dirigió una expresión de ruego a Sam, y agregó en voz baja-: Prefiero que no.

El pulgar de Sam se movió suavemente, rozando el hueco del codo de Lisa.

– ¿Quieres explicarme por qué?

Ella contempló esa posibilidad, y después contestó sin rencor:

– No quiero decírtelo.

Sin tener en cuenta la respuesta de Lisa, él insistió:

– Trataré de adivinar. ¿Tiene que ver con el hecho de que tengas mezcla de sangre india?

Ella se sintió desconcertada porque él había planteado algo que se aproximaba a la verdad, y sintió, durante unos instantes, que él estaba adivinando mucho de lo que ella era.

– ¿Cómo lo has sabido?

Los ojos de Sam observaron las plumas que adornaban las orejas de Lisa, y con un solo dedo movió uno de los adornos y después explicó:

– Mira, tienes una actitud demasiado defensiva.

– Toda la gente usa joyas indias en los tiempos que corren. Es muy elegante.

– Cheroqui, no te enojes. Ha sido un hermoso día, y quiero mantenerlo así. Pero también deseo que hables francamente conmigo. Hasta ahora no me has dicho casi nada acerca de tu pasado. -Siguió una larga pausa, antes de que él insistiera en voz baja-: ¿Por qué no me hablas ahora?