– En ese caso… que sea el Americano. -Pero en ese momento Lisa se sentía muy lejos de las preocupaciones empresariales. Y a medida que avanzó la velada, la distancia aumentó.
Se acercaron al Crown Center atravesando el cuadrado de cinco hectáreas formado por varios prados y algunas fuentes, pasando al lado de un enorme pabellón y de los parasoles de diez metros de altura bajo cuyas lonas amarillas se habían perdido y vuelto a encontrar el sábado anterior. Ante ellos se alzaba la Shiva de Alexander Caldero. Unos minutos después entraban en el lujoso Westin Crown Center Hotel.
El vestíbulo, dispuesto en varios niveles, estaba tallado sobre una ladera rocosa de piedra caliza natural, lo cual creaba un cromático jardín de follaje tropical y árboles bien desarrollados, a través de los cuales podía verse como una cascada de veinte metros de altura se desgranaba. El agua que caía creaba un fondo refrescante que agradaba a los huéspedes del hotel, a los compradores de las tiendas próximas y a los espectadores, que recorrían los puentes elevados a cierta altura sobre el vestíbulo.
Si Hans Christian Andersen hubiera vivido para construir el ambiente de un cuento de hadas, no podría haber inventado nada más estimulante y romántico que el entorno que habían dejado atrás. Por lo menos, eso creía Lisa. Se veía en dificultades para apartar los ojos de Sam, y cuando descubrieron que eran las dos únicas personas que ocupaban el ascensor para ir al restaurante, ella cedió a sus propios deseos.
Él estaba apoyado en la pared de la izquierda, ella en la de la derecha. Se miraron sin hablar, atrapados por un sentimiento de inminente intimidad. Frente a los dos se abrían horizontes -eso parecía sobrentendido- que modificarían para siempre la relación que los unía. La conciencia del hecho acentuó el momento, aunque, de acuerdo con las apariencias, los dos mostraban la misma actitud casual de siempre.
Los sentimientos de Lisa parecían especialmente despiertos. Se había adaptado al aroma conocido de Sam, a su expresión, que parecía más y más reflexiva, y con mayor conciencia sexual a medida que avanzaba la noche. Sentada frente a la mesa en el restaurante, junto a las sillas cromadas y los espejos, con la ciudad de Kansas extendida ante ella, Lisa observaba los automóviles que avanzaban por las calles orientadas hacia el noreste, en dirección al centro de la ciudad. Sin embargo, de tanto en tanto su mirada volvía a encontrarse con la de Sam. Como si su conciencia estuviera particularmente alerta, asimilaba todos los detalles de su entorno con aguda percepción… el zumbido suave de las burbujas en su copa; la flexible textura de las setas en vinagre clavadas en un palillo, que Sam le acercaba con un gesto de broma; el roce de la pierna del pantalón de Sam contra el tobillo desnudo de ella, bajo la mesa; la sensación de los tirantes sobre sus hombros desnudos cuando ella se acomodaba en su silla; el calor de la llama sobre la cual se asaba la carne, mientras el camarero ejecutaba su representación culinaria; el sabor áspero del brécol, que de pronto le parecía magnífico a pesar de que nunca le había agradado; el aroma del almidón en la servilleta mientras se limpiaba los labios; el lento paso del tiempo mientras Sam prolongaba la expectativa al pedir cócteles antes de la comida; el resplandor del fuego cuando se acercaba una cerilla encendida al licor; los labios de Sam, curvados apenas a un lado, mientras recogía una cucharada de jerez, y ofrecía a Lisa la imagen de su lengua sorbiendo el líquido concentrado; el calor que emanaba de su cuerpo ante su propia sugerencia sin palabras.
Lisa descansaba en su silla, pero advirtió con cuanta frecuencia la mirada de Sam retornaba a la línea en que el vestido le rozaba el pecho, y después descendía hasta las sombras perceptibles que sugerían los pezones oscuros y desnudos, encerrados por la tela sedosa. Cada vez que esto sucedía, sentía una suerte de relámpago en el vientre. Pero ella continuaba en su lugar, jugando el juego de la espera con una moderación que elevaba su sensualidad a una altura superior.
En el restaurante, al cruzar la plaza, al viajar en automóvil, y en todo el camino hacia la casa… él no la tocó ni una sola vez. No la tocó con las manos. Pero sus ojos tenían tanta capacidad táctil como una mano tibia acercándose a ella. La ciudad era un lugar oscuro, vivo y expectante… igual que Lisa.
En la curva, frente a la casa de Lisa, el motor se detuvo y él abrió la puerta, después se acercó por el lado de Lisa, y esperó a que ella bajara. De nuevo caminaron por el sendero, y ascendieron los escalones hasta la puerta sin decir palabra, sin tocarse.
Ella había dejado encendida la luz del porche. Los arbustos y el alero del tejado originaban profundas sombras. De todos modos, se volvió hacia Sam, pues conocía la expresión de esa cara sin necesidad de verla.
– ¿Quieres entrar a tomar una copa? -Recordó la preferencia de Sam por los martinis secos con encurtidos y agregó nerviosa:
– Yo… no tengo encurtidos, pero sí aceitunas. Hubo una pausa prolongada y vacía, antes de que él replicara:
– No, no me interesa la bebida, ni los encurtidos, ni las aceitunas.
A Lisa le tembló el vientre, y respiró hondo antes de preguntar en voz baja:
– Y entonces, ¿qué?
Sintió que Sam se inclinaba hacia ella, y casi la tocaba al contestar con voz ronca:
– A ti te quiero, cheroqui… Y lo sabes.
La respuesta aceleró los latidos de Lisa, y de pronto no supo qué decir. Permaneció de pie en la oscuridad, la nariz saturada por el perfume de Sam, consciente de la expresión inquisitiva en los ojos del hombre, a pesar de que no alcanzaba a verlo. Después oyó otra vez su voz suave pero tensa:
– No me invites si no es para eso.
Tampoco ahora la tocó, y, aunque ella lo deseaba, sabía que una vez que comenzara no habría regreso.
– Tienes que saber que todavía tengo ciertas reservas en ese asunto -admitió Lisa con voz temblorosa.
– Entonces, ¿por qué esta noche usaste ese vestido que debajo no tiene nada?
El la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma; parecía absurdo negarlo. Inclinó la barbilla y reconoció con ingenuidad:
– Desvergonzado de mi parte, ¿verdad? -Percibió que él sonreía en la oscuridad.
– Cheroqui, ¿estás probándome, para ver hasta dónde puedes llegar antes de que yo haga algo?
– No… yo… -Sus manos se agitaron y su voz sonó insegura-. Sucede solo que me siento nerviosa.
Después de un silencio reflexivo, él murmuró:
– ¿Sabes que eres un enigma? Te he visto actuando en una licitación, donde hay buenos motivos para sentirse nervioso, y ejercías un perfecto dominio de tus nervios. En ese difícil mundo de los negocios, luchas y compites con los mejores. Pero ¿qué le sucede a esa mujer segura de sí misma cuando un hombre la encuentra atractiva? -La voz de Sam se suavizó-. ¿Por qué tienes que sentirte nerviosa?
Lisa pensó entonces que podía dar muchas respuestas para esa pregunta, y que cualquiera de ellas podía ser suficiente. Pero no formuló ninguna, pues comprendió que le correspondía parte de la responsabilidad de que ahora estuvieran allí, al borde de algo que sería espléndido… de eso estaba segura. Ella lo deseaba, y ese deseo siempre aparecía acompañado por complicaciones. Por lo tanto, rechazó sus propias dudas y preguntó de un modo insinuante pero inconfundible.
– ¿Querrías entrar para comer algo tan sencillo como unas aceitunas?
Como respuesta, él extendió la mano y oprimió despacio el hombro desnudo de Lisa.
– Dame tu llave -ordenó en voz baja.
La mano de Lisa tembló cuando le entregó la llave:
Él la recibió y un momento después se abrió la puerta, y se cerró detrás de ambos, envolviéndolos en un manto de oscuridad.
Lisa fue a detenerse en el centro del vestíbulo, de espaldas a Sam, mientras agarraba con las dos manos el minúsculo bolso. Oh, todo había sido muy diferente con aquel otro hombre, la persona que ella apenas recordaba y que había aparecido poco tiempo después de Joel. Pero ella no había olvidado el súbito escalofrío que le recorrió el cuerpo y la dejó inerte en el último momento. ¿Y qué haría si ahora sucedía lo mismo? ¿Y qué si… qué si…?
Realizó una rápida visión mental de su cuerpo y recordó solo sus defectos… no solo la huella dejada por los partos sino la pérdida de firmeza, el perfil inequívoco de las caderas que ahora eran más anchas, los pocos kilos de más que quizá ella habría debido perder… y el dibujo de una vena en…
Las manos de Sam buscaron la cintura de Lisa en la oscuridad, y sus dedos le aferraron el tórax, atrayéndola mientras apretaba los labios sobre la curva del cuello femenino, y recorría la piel tibia siguiendo el curso de la cadena de plata, separándole los cabellos para besar la nuca.
– Cheroqui -murmuró-, estás muy tensa. Eso no es necesario.
En la oscuridad, él encontró el bolso que ella continuaba cogiendo y se lo quitó de los dedos. Lisa oyó el golpe suave cuando aterrizó sobre un peldaño alfombrado, antes de que él volviera a concentrar la atención en el cuello que Lisa le ofrecía.
Ella soltó el aire que había mantenido en sus pulmones demasiado tiempo, y obligó a los músculos de su cuello a relajarse uno tras otro, mientras Sam exploraba el hueco tibio detrás de su oreja, hasta que ella inclinó la cabeza hacia delante, y después a un lado.
– ¿Cuánto tiempo pasó? -preguntó él con hosca ternura.
Ella tuvo un momento de vacilación, antes de responder sinceramente:
– Tres años.
Tres años prolongados y vacíos.
Al oír la respuesta, él la rodeó con los brazos, apoyó las manos bajo los senos, y Lisa cubrió las mangas de la chaqueta de Sam con sus propios brazos y el dorso de las manos masculinas con sus propias manos.
– ¿Quieres decir que soy el primero después de tu esposo? -preguntó él en voz baja junto a la sien de Lisa.
Ella tragó con dificultad, y después reconoció:
– Sí… no… bien, casi.
Lisa sintió que cambiaba de posición, como si deseara mirarla dubitativo, pero los brazos de Sam no se movieron, cálidos y seguros, de alrededor de la cintura de Lisa.
– ¿Casi?
– Hubo otro hombre. Me sentía sola y… -De nuevo tragó saliva, temiendo que él se apartara si ella confesaba lo que había sucedido-. Bien, pensé que yo podría, pero… cuando cambié de idea, se mostró muy antipático.
Los brazos de Sam la sostuvieron con más fuerza, y él se balanceó a un lado y al otro.
– Oh, cheroqui. ¿Sabes que no será lo mismo entre nosotros?
Y de pronto, ella pudo. Aflojó los músculos, mientras él humedecía la piel suave del cuello con la punta de su lengua, y deslizaba una mano sobre el seno suave, tibio y al mismo tiempo resistente, protegido por la fina tela del vestido. Un estremecimiento de placer provocó que a Lisa se le erizara la piel. Entonces ya no recordó que la piel que él tocaba ahora no era tan firme como antes. Solo disfrutó con la idea de que era muy grato sentirse acariciada otra vez. Cerró los ojos, y se atrevió a formular la pregunta cuya respuesta también ella necesitaba.
– ¿Y tú?
La mano de Sam continuó la suave exploración, pero él siguió deteniendo a Lisa.
– Tres meses. Sam mantuvo la mano sobre el seno de Lisa. -¿Eso importa?
– Si ella todavía significa algo para ti, importa.
– No significa nada.
Ella se aflojó todavía más, muy aliviada por la respuesta que había escuchado. Pareció que el vestido de crepé que llevaba puesto no tenía más solidez que una telaraña, cuando Sam puso sus anchas manos sobre la curva inferior de los dos pechos, y alisó incitante la tela sobre los pezones, tentándolos, consiguiendo de ese modo que el sentimiento de inseguridad de Lisa se atenuara cada vez más, y fuera reemplazado por la enorme necesidad de que él la tocara de nuevo, la acariciara y la amara.
– Cheroqui, qué bueno es estar contigo -murmuró Sam sobre el hombro desnudo de Lisa, inclinando la cabeza hacia delante y oprimiendo la espalda de la mujer.
– Lo mismo digo de ti. -Ella cubrió las manos de Sam y las apretó con firmeza contra sus senos, como si deseara absorber todos los matices de su ternura. Las manos anchas del hombre se movieron bajo las manos de Lisa, calmando y excitando al mismo tiempo lo que ella sentía, apaciguando la necesidad de una exploración silenciosa.
– Brown -reconoció ella, jadeante-, hacía tanto tiempo que necesitaba esto.
– Lo sé -dijo la voz ronca al oído de Lisa-. Todos lo necesitamos. Después, las yemas de los dedos de Sam se familiarizaron con las formas hinchadas de los pezones. Los apretó entre los dedos y los bordes de sus manos levantaron al mismo tiempo la curva de los senos, enviando minúsculos impulsos eléctricos al cuerpo de Lisa.
Ella apenas advirtió que había suspirado hasta que la voz de Sam murmuró, junto a su oído:
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