Ella se acostó de nuevo de espaldas, y sonrió a la almohada.
– ¿Qué pasa? ¿Anoche te obligué a esforzarte demasiado?
– ¿Qué demonios fue eso?
– Mi gato, Ewing.
– Oh -gimió Sam-. Pensé que alguien había puesto una trampa en la cama.
Ella rió en silencio, apoyó la mejilla sobre la almohada, y miró a Sam.
– ¿Puedo ayudarte?
Él movió la cabeza, los cabellos negros en desorden y, en sus labios, una leve sonrisa.
– Tu condenado gato… acaba de golpearme, mujer, ¿y tú te estás riendo? -Parecía que el dolor ya había pasado. Unió los brazos tras la cabeza y cerró los ojos-. No me hables, estoy sufriendo. -Pero las comisuras de los labios insinuaban una sonrisa.
Lisa lo estudió a conciencia, y observó que su barba había crecido durante la noche, que su pecho ancho y oscuro, y que sus tetillas tenían el color de los capullos de rosa. Una oleada de placer le recorrió el cuerpo al despertar y ver aun hombre así en su cama. Era tan apuesto como entretenido, y ella permitió que sus ojos recorrieran los labios, la frente y las pestañas de Sam. Extendió la mano y, con el borde de una uña, le acarició la nariz.
– ¿Sí, Brown? -canturreó ella con un gesto seductor, ascendiendo y descendiendo la escala musical.
Él frunció el ceño, pero mantuvo cerrados los ojos.
– Oh, Brown… -canturreó de nuevo, acariciando el borde de la nariz. Él hizo una mueca antes de cruzar los brazos detrás de la cabeza, como había hecho antes, con los ojos siempre cerrados. Ella se inclinó y apoyó coquetamente los senos desnudos sobre el pecho del hombre, y descansó la barbilla sobre sus muñecas cruzadas.
– Eh, Brown, tenías razón, en esta cama hay una trampa. ¿Quieres verla?
Él se movió en silencio, pero permaneció acostado como antes.
– ¿Eh? -repitió ella.
– No.
Lisa se echó a reír, pues ya no podía mantener el gesto de seriedad en su cara. Él abrió un ojo y miró a Lisa.
– Pero aquí tengo algo que quizá te interese presenciar -dijo.
– ¿Qué es?
– Un auténtico alzamiento indio.
Los dos rieron como locos, incluso mientras los brazos musculosos de Sam se cerraron sobre ella y la tumbaron. Compartieron un hermoso beso matutino, pero, antes de que el abrazo terminara, la risa se había desvanecido. Lisa sostuvo la cara de Sam con las dos manos y dijo con voz ronca:
– Oh, Brown, me gustas muchísimo.
Los ojos negros de Sam exploraron la cara de Lisa, observaron los labios, la nariz y los cabellos en desorden, antes de posarse en los ojos.
– Lisa -pidió él con voz discreta-. Me agradaría que me llamaras por mi nombre de pila… aunque sea una sola vez.
Ella acarició suavemente las mejillas de Sam, y después examinó cada uno de los rasgos de su cara. Era un rostro fuerte y dominante, que exhibía el color del sol y su propia herencia cobriza. Los dedos de Lisa se detuvieron al lado de los ojos de pestañas negras, tan espléndidos con esa expresión ahora grave, como siempre cuando reía. Tenía los pómulos pronunciados, la nariz recta. Lisa descansó los pulgares sobre los labios gruesos de Sam, y rozó apenas su piel suave.
Con su voz más tierna, ella pronunció el nombre.
– Sam… Sam… Sam… Sam, quiero tenerte otra vez conmigo. Me siento tan bien cuando soy tuya.
Se acercó a la cara de Sam, y su boca se abrió para recibir un beso cuando él se aproximó, uniendo sus caderas a las de Lisa, su firmeza a la blandura de la mujer. Los ojos de Lisa se cerraron cuando la penetró… caricias largas y ardientes que la llevaron a ese nivel de éxtasis que ellos ya habían compartido más de una vez la noche anterior.
– Abre los ojos, Lisa.
Ella los abrió y se hundió en la mirada inquisitiva de Sam, que parecía suspendida sobre ella mientras los cuerpos de los dos se unían rítmicamente. Cada uno veía reflejado en la cara del otro lo que sucedía en su fuero interno, mientras se acercaban cada vez más al cenit y disfrutaban no solo con lo que recibían sino con lo que daban.
Cuando Lisa percibió la sucesión de sentimientos que se reflejaban en la cara de Sam, descubrió que el acto tenía un sentido distinto y supo con absoluta certeza que él no estaba actuando a la ligera.
Cuando todo terminó y las manos de Lisa recorrieron la espalda de Sam, lo apretó con más fuerza contra su cuerpo y se preguntó si él comprendería que lo que ella acababa de experimentar era la unión de los espíritus tanto como la de los cuerpos. Al abrazarlo con fuerza, Lisa le murmuró junto al cuello:
– Oh, nos conjuntamos bien, ¿no es verdad, Sam?
– Así es, cheroqui. Te lo dije anoche. -Apoyó los codos, uno a cada lado de Lisa, y sus pulgares acariciaron la raya de sus cabellos, y de nuevo los dos se miraron, pero ahora con más detenimiento que antes.
– Me alegro que no lo haya sentido solo yo -comenzó a decir Lisa-. Es decir… necesitaba mucho esta experiencia, y pensé que quizá por eso me parecía… excepcional.
Él sonrió y besó la nariz de Lisa.
– No, no has sido solo tú. También a mí me ha parecido excepcional.
Lisa sintió que su corazón se elevaba.
– ¿De veras? ¿No lo dices solo para halagarme?
– ¿Es necesario que también te ofrezca pruebas?
– Oh, sí, Su Señoría, por favor.
Y fue lo que hizo. Pasaron juntos el fin de semana, riendo y amándose y conociéndose mejor el uno al otro. Ella comprendió entonces que Sam Brown era un hombre de muchas facetas.
Aquella mañana insistió en que Lisa lo acompañase a correr, y sacó del maletero de su coche una bolsa con algunas prendas de gimnasia, las mismas que ella había visto en otra ocasión. Cuando Lisa argumentó que era sábado, y que tenía que limpiar la casa, él dijo que la ayudaría cuando regresaran. Después, Lisa le aclaró que no estaba en forma, y él afirmó que la práctica de la carrera se la devolvería. Cuando Lisa afirmó.que hacía calor, Sam le respondió que la refrescaría.
Se pusieron la ropa apropiada y salieron. Después de correr unos cuatrocientos metros. Lisa comenzó a retrasarse y a jadear. Después de superar los ochocientos, sentía que le ardían los músculos. Luego, intentó no hacer caso del sufrimiento y comprendió que se necesitaba mucha autodisciplina para entrenarse así todos los días. Le colgaba la cabeza y sentía las piernas como cámaras desinfladas. Corría a ciegas detrás de Sam, arrastrándose obstinadamente y observando el golpeteo de sus pies sobre el pavimento.
Él la condujo por entre los aspersores del Golf Club Turner.
Lisa gritó y se llevó las manos a la cabeza cuando el agua helada la obligó a detener la carrera.
– ¡Brown, estás loco!
Siempre corriendo, se volvió para mirarla por encima del hombro.
– Te he dicho que te ibas a refrescar -gritó, y después prosiguió sin inmutarse, atravesando la línea de aspersores.
Lisa no podía hacer otra cosa que reírse y seguirlo.
Cuando regresaron a la casa, él se mostró muy solícito, la colocó boca abajo en la sala, y después le masajeó los músculos fatigados con sus manos expertas y unos movimientos afectuosos. Con los ojos cerrados y la mejilla descansando sobre sus manos cruzadas, Lisa gimió:
– Oh, Brown, ¿cómo has podido hacerme esto?
– Quiero evitar que te conviertas en una mujer obesa y decadente -replicó animosamente Sam, y después completó la fricción, pero se negó a permitirle que continuara tendida sobre el suelo. Descargó un fuerte golpe en el trasero de Lisa y le ordenó:
– Tienes que continuar moviéndote, de lo contrario esos músculos se entumecerán.
Gimiendo, ella se incorporó, pero entonces Sam la empujó hasta la ducha. Y, sin el más mínimo atisbo de vergüenza se reunió con ella. Aunque Lisa insistió en que no soportaría la situación un minuto más, terminó con el cuerpo enjabonado, apretado contra los fríos azulejos, y con una rodilla enganchada sobre el brazo de Sam Brown.
Después, él preparó el desayuno; era un potaje absurdo que según dijo se trataba de una tortilla china. En definitiva, era deliciosa, y también era la primera vez que un hombre preparaba una comida para ella. Mientras permanecían frente a la mesa y las tazas de té, Sam se mantenía en equilibrio sobre las dos patas de la silla. Luego extendió el brazo hacia el teléfono que estaba detrás sobre la repisa y llamó a su madre, sin dejar de mirar a Lisa.
– No debes preocuparte -fue el sentido de su mensaje. -Después de cortar la comunicación, explicó con absoluta naturalidad:
– Ninguno interfiere en la vida del otro, pero compartimos la misma casa. Ella haría lo mismo por mí si desapareciera un fin de semana entero.
Lisa miró de nuevo a Sam bajo una luz diferente.
Siguieron las sorpresas. Él cumplió rigurosamente su palabra y la ayudó a limpiar la casa, dando muestras de una falta sorprendente de machismo mientras usaba la aspiradora y vaciaba los cubos de basura. Joel consideraba que aquel era trabajo de mujeres, y jamás había ayudado a Lisa en las tareas domésticas. Sin embargo, aquellas actividades desempeñadas por Sam Brown parecían acentuar y no menoscabar su masculinidad. Ella le prometió una recompensa por la ayuda, y cumplió su palabra en el largo sofá dispuesto en la sala que acababan de limpiar.
Por la tarde, ella recordó que había concertado una cita en el taller, para cambiar el aceite del Pinto:
– ¿Por qué no usas el taller de la compañía, y te ahorras el dinero?
– ¿Quién, yo? -preguntó ella sorprendida.
– ¿Por qué no? El taller tiene una cabria y todas las herramientas necesarias. La mayoría de los empleados lo aprovechan. Yo no tengo inconveniente.
– Pero…
Él se inclinó sobre la mesa, cruzó los brazos y enarcó las cejas.
– No me digas que pensabas decirme «Pero yo soy mujer». Sobre todo después de que acabo de pasar la aspiradora.
Él la tenía arrinconada. Lisa se mordió la lengua.
– Te mostraré cómo se hace, si lo deseas. No es difícil-propuso Sam.
Y así, Lisa experimentó con Sam Brown lo último que había pensado hacer en el mundo. Aprendió a comprar el filtro del tamaño adecuado, y el aceite del grado correspondiente; consiguió abrir un tapón, aplicar una llave para asegurar el filtro de aceite, reemplazarlo, después taparlo, y por último poner el aceite y ahorrarse una suma considerable. Y todo por sugerencia de un hombre a quien ella había calificado cierta vez de rico y decadente.
Pero sobre todo, ella se había ganado el respeto de Sam, pues cuando volvieron a casa, comprendió que él se sentía complacido por la destreza que había demostrado en su primer intento de participar en el mantenimiento del coche.
Se estaba lavando las manos en el cuarto de baño cuando levantó los ojos y descubrió que él la miraba con un gesto de aprobación. Esta vez era él quien prometía una recompensa por la habilidad que Lisa había demostrado, aunque pensó, divertida, que sería la primera vez que Sam le haría el amor a un mecánico.
Mientras él salía a comprar una pizza, el «mecánico›, preparó una bienvenida en la casa.
Sam regresó y vio algo que lo detuvo en seco cuando entró por la puerta. Lisa estaba al fondo del corredor, envuelta en una especie de halo dorado que iluminaba todo a su alrededor. Estaba descalza. Tenía sueltos los cabellos. Se había adornado las orejas con plumas, y tenía una banda blanca alrededor de la cabeza. Apoyaba las manos en las paredes, sobre la cabeza, mientras cargaba el peso en una cadera, y tenía la otra pierna adelantada. Llevaba puesta una malla de gimnasia. Varios mechones de cabello sobresalían bajo la banda.
– Cheroqui… -balbuceó Sam.
– Es para que no pienses que me vas a encontrar siempre engrasada, con una llave inglesa en la mano.
– Ven aquí, cheroqui -dijo él con voz ronca.
Cuando por fin se comieron la pizza, ya estaba fría.
A las tres de la mañana Lisa despertó con un calambre en la pierna, y saltó impulsada por el dolor. Sam enseguida se puso a los pies de la cama, le sostuvo la pantorrilla con las manos y le masajeó el talón, para aliviar los músculos acalambrados, hasta que los espasmos pasaron.
– ¿Ahora te sientes mejor, querida?
Ella suspiró y se relajó.
– Hum. -Las manos de Sam parecían tener un poder mágico, y conseguían aliviar el dolor.
Él la había llamado «querida». Lisa se recostó, más relajada, y dejó que él la acariciara hasta que desapareció por completo el calambre; entretanto, ella pensaba que Sam Brown era un estudio de contrastes. Como para ratificar la idea, pocos minutos después él se acostó de nuevo al lado de Lisa y la acercó hacia su cuerpo, hasta que se acoplaron como dos cucharas guardadas en un cajón. Hablando consigo mismo, él murmuró:
– Bien, bien… ¿qué sucede ahora? Creo que hemos descubierto una antigua costumbre india.
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