– Por eso te quiero tanto -Karen volvió a apretarle el brazo-. Las imperfecciones físicas no significan nada para ti.

– Es obvio que para Daniel sí -Amanda miró de nuevo la foto de Sharon. Por eso se había quejado de la ropa y el peinado que llevaba.

– No creo que eso sea verdad.

– Las dos estamos de acuerdo en que Sharon no tiene nada bueno, excepto su apariencia.

– Cierto -admitió Karen.

– Entonces eso fue lo que atrajo a Daniel -Amanda echó un vistazo a sus sencillos pantalones azules y a su blusa blanca.

– ¿Te importa lo que él piense? -preguntó Karen.

Era una buena pregunta. A Amanda no debería importarle. No quería resultarle atractiva a Daniel. Sólo quería que saliera de su vida.

Sin embargo, el beso, las flores, los recuerdos… Estaba ocurriendo algo, y no sabía cómo detenerlo.


– ¿Papá? -Cullen le dio un golpe a Daniel por debajo de la mesa y le pasó una hoja de papel.

Daniel volvió a la realidad y a los rostros expectantes del equipo directivo de EPH. Había estado preguntándose si a Amanda le habrían gustado las rosas. Miró la hoja que le había pasado Cullen.


Di: Cullen tiene esas cifras.


Daniel alzó la cabeza y se recostó en la silla.

– Cullen tiene esas cifras -dijo. La atención de todos se centró de inmediato en Cullen.

– Los datos para español y alemán son prometedores -dijo Cullen-. Los de francés mínimos y los costes de traducción descalifican la viabilidad en Japón.

Las agencias de traducción. Daniel comprendió de qué estaban hablando.

– Nosotros tenemos casi los mismos resultados para Pulse -afirmó Michael, el hermano de Daniel-. Me gustaría considerar lo del francés, calcular los costes de envío a Québec podría aumentar los márgenes. Pero, sin duda, Japón implicaría pérdidas.

– Charisma está lista para cualquier mercado -dijo Finola, la hermana de Daniel.

– Eso es porque se centra en la imagen -dijo Michael-. Podríais venderla incluso sin traducción.

– Aun así -apuntó Finola-, es parte del grupo.

– ¿Qué dices tú, Shane? -preguntó Michael.

La atención se desplazó al hermano mellizo de Finola. Daniel sabía que todos se preguntaban si Shane hablaría desde la perspectiva de su revista o apoyaría a su hermana melliza.

– Mi revista podría tomar cualquiera de los dos rumbos.

– ¿Por qué no dejamos lo de Japón por hoy? -sugirió Cullen.

– ¿De qué serviría? -preguntó Cade McMann, el editor ejecutivo de Charisma-. Nada va a cambiar.

– Podríamos iniciar un prototipo de dos agencias de traducción -sugirió Cullen-. Español y alemán, es difícil que tengamos pérdidas con ellas, y puede que sirvan para resolver algunas dudas pendientes.

Todos consideraron la idea en silencio.

– No creo que nadie quiera pérdidas innecesarias este año, ¿verdad?

Se oyeron murmullos de asentimiento.

– Puedo planteárselo a papá -ofreció Michael.

– A mí me parece bien -aceptó Daniel, orgulloso del compromiso de su hijo.

– Entonces, hecho -Shane dio una palmada en la mesa-. ¿Cerramos la sesión? Tengo una comida de negocios.

Todos empezaron a recoger sus papeles y a levantarse de la mesa.

Daniel recordó la sonrisa de Amanda y deseó que le hubieran gustado las rosas. Tal vez debería llamarla, para comprobar que las había recibido.

– Ahí acaba nuestra ventaja internacional -le dijo Cade a Finola.

– Sabía que rechazarían Japón -contestó ella.

– ¿Has pensado en lo que dije de Jessie Clayton?

– ¿Mi ayudante en prácticas?

– Sí.

– No tengo opinión al respecto. Apenas la he visto. Casi se diría que intenta evitarme.

– Pero, ¿por qué?

– ¿Quién sabe? Igual le doy miedo -rió Finola.

– No me fío de ella.

– Entonces, investígala.

– Puede que lo haga -la voz de Cade se apagó mientras iban hacia la salida.

– ¿Tienes un minuto, papá? -preguntó Cullen, cuando Daniel empezaba a levantarse.

– Claro -Daniel se sentó de nuevo.

La puerta se cerró y se quedaron solos. Cullen giró en su silla y se recostó.

– Dime, ¿qué está ocurriendo?

– ¿A qué te refieres?

– A que he tenido que salvarte el culo tres veces en esa reunión -Cullen movió la cabeza-. ¿Por qué estás tan distraído?

– Tú no has…

Cullen dio un golpecito en la nota que le había pasado.

– Estaba un poco distraído.

– ¿Un poco?

– Pensaba en…

– En mamá.

– En los negocios.

– Sí, sí. Fue el potencial del mercado francés lo que hizo que te chispearan los ojos.

– No me chispeaban.

Cullen clavó la mirada en su padre, adquiriendo la apariencia de un ejecutivo serio y exigente.

– ¿Qué estás haciendo papá?

– ¿Sobre qué?

– Ayer fuiste a ver un juicio suyo.

– ¿Y? Quiero que cambie de profesión. Lo sabes.

– Papá, papá, papá -Cullen sonrió con ironía.

– ¿Qué, qué, qué?

– Admítelo.

– ¿Qué tengo que admitir?

– Te interesa mamá.

– ¿Qué? -Daniel casi se atragantó.

– Esto no tiene nada que ver con su trabajo.

Daniel no contestó. Se echó hacia atrás y miró a su hijo con incredulidad. Cullen no sabía lo del beso. No podía saberlo. La red de cotilleo de los Elliott no podía ser tan potente.

– Papá, he hablado con…

– ¿Con quién?

– Con Bryan. A los dos nos parece buena idea.

– ¿Os parece buena idea? -por lo visto les gustaba que Amanda y él se besaran.

– Que mamá y tú volváis a juntaros.

– ¡Eh! -Daniel alzó las dos manos.

– Puede que te cueste mucho convencerla…

– Vuestra confianza en mí me halaga.

– Pero creemos que merecería la pena.

– Ah, ¿sí?

– Desde luego.

Daniel se inclinó hacia delante y miró a su hijo con fijeza. No sabía qué estaba ocurriendo entre Amanda y él, pero no necesitaba un grupo de apoyo.

– Olvidaos de eso -ordenó con tensión.

– Pero, papá…

– Lo digo en serio, Cullen.

– Me da igual. Ya es hora de que dejes la excusa del derecho corporativo.

– En absoluto -Daniel no iba a rendirse.

– Es un truco. Simplemente, sal con ella.

– Ella no…

– Envíale flores, o algo.

– Ya lo he… -Daniel cerró la boca.

– ¿Ya qué?

– Esta reunión se ha terminado -Daniel se puso en pie y recogió sus papeles.

– ¿Ya qué? -Cullen se levantó también.

– Eres un jovencito punk y descarado.

– Ya hace tiempo que no tiene novio.

– ¿Qué quieres decir con «hace tiempo»? -la idea de que Amanda saliera con alguien le hirió como un dardo en el corazón. Igual que cuando Taylor había flirteado con ella.

– Roberto no se qué, le pidió matrimonio las navidades pasadas.

– ¿Matrimonio?

– Lo rechazó. Tú tendrías más posibilidades.

Alguien se había declarado a Amanda. Otro hombre se había declarado a su esposa.

Daniel se quedó sin aire. Podría haber aceptado. Podría estar casada, fuera de su alcance. Y él no habría tenido la oportunidad de…

¿De qué? No sabía en qué estaba pensando.

– Sácala por ahí. Haz que se sienta especial.

Daniel miró a su hijo.

– Le gusta la langosta -ofreció Cullen.

Hoffman servía una langosta fantástica. También Angélico. Daniel se imaginó a Amanda sentada frente a él en un restaurante suavemente iluminado.

Le gustó la imagen. Mucho.

Daniel comprendió que su hijo tenía razón. Y eso implicaba problemas. Quería salir con su ex esposa.

Capítulo Siete

Daniel había tenido cientos de citas, quizá mil. Sabía que las impresiones eran importantes y que debía concentrarse en los detalles. Antes que nada necesitaba un calígrafo y una rosa blanca.

Había una pequeña imprenta en Washington Square que prepararía una invitación elegante rápidamente. Pediría a su chófer que se la llevara a Amanda esa tarde.

Se recostó en la silla y llamó a Nancy, su asistente.


Tuvo su respuesta dos horas después.

En un correo electrónico de Amanda.

Un correo. Él había optado por el estilo y la elegancia, ella por la rapidez.

No, gracias, rezaba el mensaje. Habría sido imposible ser más fría e impersonal.

No le daba nada. Ni explicaciones, ni la oportunidad de cambiar de fecha. Nada.

No estaba dispuesto a aceptar un «No, gracias». No había conseguido que la revista Snap llegara donde estaba aceptando ese tipo de respuesta.

– ¿Nancy? -dijo por el interfono.

– ¿Sí?

– Llama al despacho de Amanda Elliott, por favor.

Unos momentos después, la luz de la línea uno parpadeó y levantó el auricular.

– ¿Amanda?

– Soy Julie.

– Ah. ¿Está disponible Amanda? Soy Daniel Elliott.

– ¿Don Delicioso?-preguntó Julie.

– ¿Perdona?

– Un momento, por favor -dijo Julie entre risitas.

Daniel se frotó la sien y tomó aire. No quería una discusión. Quería una cita. Una cena y un poco de conversación para descubrir cómo estaban las cosas entre ellos.

– Amanda Elliott -dijo su voz grave.

– ¿Amanda? Soy Daniel -silencio-. He recibido tu correo electrónico -siguió con voz serena.

– Daniel…

– ¿Te va mal el viernes por la noche? -preguntó, optando por hacerse el tonto.

– No es una cuestión de horario.

– ¿En serio? Entonces, ¿cuál es el problema?

– No hagas esto, Daniel.

– Que no haga, ¿qué?

– Las rosas son fantásticas. Pero…

– Pero ¿qué?

– De acuerdo -hizo una pausa-. ¿Sinceramente?

– Desde luego.

– No tengo la energía necesaria.

– ¿Yo te requiero energía? -él se enderezó en la silla de golpe. No entendía esa respuesta.

– Daniel -dijo ella, con voz exasperada.

– Yo haré la reserva. Yo te recogeré. Yo pagaré la cuenta y te llevaré a casa. ¿Qué energía necesitas?

– No es la organización lo que requiere energía.

– Entonces, ¿qué es?

– Eres tú. Tú requieres energía. Te dije que lo dejaras, pero fuiste al juzgado.

– Lo dejaré. Lo he dejado.

– Sí, claro -rezongó ella-. Espiarme es dejarlo.

– No te estaba espiando -admitió para sí que tal vez lo hubiera hecho, pero eso había sido un día antes. En ese momento tenía otra misión. Una mejor.

– Me viste en el juzgado.

– Igual que otros miembros del público.

– Daniel.

Él pensó que había llegado la hora de tirarse al río, de jugárselo todo.

– Tenías razón, yo estaba equivocado, y lo dejaré.

Siguió un largo silencio. Luego ella habló con un deje divertido en la voz.

– ¿Podrías repetir eso?

– No creo-bufó él.

– ¿Cuál es el truco?

– No hay truco -él giró en la silla, adorando el tono grave de su voz-. Me gustaría llevarte a cenar. Es mi manera de pedirte disculpas.

– ¿Pedir disculpas? ¿Tú?

– Sí. Creo que hemos hecho buenos progresos en nuestra relación, Mandy.

Ella tragó aire al oírle decir aquel apelativo.

– Y no quiero perder eso -siguió él-. Te prometo que no daré ninguna opinión sobre derecho corporativo o criminal durante la cena.

– ¿Se unirá alguien a nosotros en el último momento? -preguntó ella, irónica.

– No si puedo evitarlo.

– ¿Qué quiere decir eso?

Él no recordaba que le hubiera costado tanto conseguir una cita en otros tiempos. Debía estar perdiendo dotes.

– Significa que, aunque no soy responsable de los demás ciudadanos de Nueva York, no he invitado, ni invitaré, a nadie a cenar con nosotros.

– ¿Eso es una promesa?

– Te lo juro.

– De acuerdo-aceptó ella tras una pausa.

– ¿El viernes por la noche?

– El viernes.

– Te recogeré a las ocho.

– Adiós, Daniel.

– Adiós, Amanda -Daniel sonrió mientras colgaba. Lo había conseguido.

Sólo necesitaba medio kilo de bombones y una reserva en Hoffman.


Amanda no estaba vestida para Hoffman. Había corrido a casa desde la oficina y se había puesto una falda vaquera negra y una blusa de algodón. Llevaba poco maquillaje y el pelo recogido tras las orejas, mostrando unos sencillos pendientes de jade. Le sugirió que fueran al restaurante de la esquina a tomar un filete, pero Daniel se negó en redondo.

En línea con los Elliott, había conseguido una reserva en el sitio de moda y estaba dispuesto a lucir su dinero y sus contactos.

Amanda no sabía a quién pretendía impresionar. A ella le importaban poco los aperitivos a cincuenta dólares. Y no era ningún trofeo que él pudiera lucir ante sus conocidos de las altas esferas.

Un camarero vestido con esmoquin los condujo a un reservado, junto a una ventana que daba al parque. Daniel pidió dos martinis.

Ella tuvo que admitir para sí que las sillas de respaldo alto y tapicería de seda eran cómodas. Y la porcelana china, los cuadros y las antigüedades eran un descanso para los ojos.