Él había querido un encuentro memorable. Perfecto. Un recuerdo que ella atesorara para siempre.
– ¿Podemos entrar, al menos?
– Ni en broma -se inclinó hacia delante y lo besó en la boca. Sus labios eran frescos, húmedos y endiabladamente sexys.
– Amanda -gruñó en protesta.
– Aquí y ahora, húmedo y salvaje, con frío y arena y con el riesgo de que nos espíen desde los yates -volvió a besarle, más intensamente esa vez.
– No recuerdo que fueras así -farfulló él, antes de rendirse al beso.
– No prestabas suficiente atención -le desabrochó los botones de la camisa.
– Ah, sí, claro que sí -murmuró, devolviéndole el favor e introduciendo la mano bajo su blusa-. Recuerdo cada centímetro de tu piel.
– ¿Cada uno?
– Sí.
– ¿Quieres verlos otra vez?
Él echó otro vistazo inquieto a los barcos. Estaba oscureciendo. Si extendía el abrigo bajo las faldas del mantel, la intimidad con ella quedaría protegida.
Curtis no permitiría que ningún empleado volviera a la playa si él no se lo pedía.
– Sí -contestó, tomando la única decisión posible-. Oh, sí.
Amanda se echó hacia atrás y se sentó a horcajadas en sus rodillas. Le ofreció una sonrisa traviesa y seductora y se quitó la blusa mojada, dejando sus pechos al descubierto. Su piel de alabastro se iluminó con el destello de un relámpago.
Él mundo se detuvo para él. Incapaz de evitarlo, se inclinó y besó un seno, después el otro, saboreando la delicada piel, disfrutando de la textura con su lengua, alargando el momento, segundo a segundo. Su piel era tan dulce como recordaba. Solía anhelar su sabor, perderse en su aroma, contar los minutos hasta que podía tomarla en sus brazos y unirse a ella.
Las gotas de lluvia caían con fuerza y se oía el rugido de las olas. Pero él lo olvidó todo excepto la maravillosa mujer que tenía entre los brazos. Tenía la piel húmeda, resbaladiza e increíblemente tersa. Sus murmullos de ánimo exaltaron su deseo.
No quería soltarla, pero tenía que hacerle el amor. Finalmente, se puso en pie, levantándola con él. Ella rodeó su cintura con las piernas y hundió la cara en su cuello, besando, succionando su piel.
Él la depósito en la arena, besándola mientras extendía el abrigo sobre la playa mojada.
Ella dio un paso atrás y se deshizo del resto de su ropa. Los destellos de luz blanca le ofrecieron imágenes de su cuerpo desnudo, sus senos redondos, los pezones firmes y rosados, el estómago plano y el triángulo de vello oscuro entre sus muslos.
Todo su cuerpo se tensó y extendió una mano hacia su cadera. Sus curvas eran generosas y suaves, y podía tocarlas. Podía tenerla en sus brazos y hacer que el mundo se disolviera entre ellos.
– Eres deliciosa -susurró, atrayéndola hacia él. Sus brazos rodearon su cuerpo desnudo y la lujuria desatada tomó las riendas. Había algo increíblemente erótico en una mujer desnuda en una playa oscura y azotada por el viento. Durante un segundo, se preguntó por qué no habían hecho eso antes.
Impaciente, la tumbó sobre el abrigo, se quitó la ropa y se acostó a su lado, bajo la protección del mantel.
Ella sonrió al ver su desnudez, y acarició su cuerpo con la mirada. Después estiró la mano hacia él y enredó los dedos en su pelo húmedo, atrapando su rostro y atrayéndolo para besarlo con pasión.
Él tenía la sensación de que las gotas de lluvia se evaporaban al tocar su piel ardiente. Era la mujer más sexy y maravillosa del mundo y tuvo que contenerse para no penetrarla en menos de cinco segundos. Tragó aire salado y controló la oleada de deseo.
– Te he echado de menos -susurró ella.
Eso hizo que una banda de acero le atenazara el pecho. Tomó su rostro entre las manos y besó sus dulces labios, absorbiendo su sabor.
– Oh, Amanda, esto es tan…
– ¿Real?
Él asintió. Amanda tenía el pelo lleno de arena mojada, se le había corrido el maquillaje y gotas de agua se deslizaban por sus mejillas. Pero nunca había visto una mujer más bella. Las sensaciones lo asaltaron como el ritmo de las olas.
– Lo recuerdo.
– Yo también. Recuerdo que eras fantástico.
– Yo recuerdo que eras bellísima.
– Te deseo. Ahora -ella apretó sus brazos.
– Aún no -rechazó él. No había nada que deseara más. Y nada podría detener lo que iba a ocurrir.
Pero quería que durara. Quería grabarla en su cerebro como antes. Tenía muchas noches largas y solitarias por delante, y quería recuerdos que lo ayudaran a superarlas.
Sabía que estaba siendo egoísta, pero no podía evitarlo. Tocó su seno y sintió la presión firme de su pezón en la palma de la mano.
Ella gimió.
– ¿Te gusta? -preguntó él.
Ella asintió y él pasó el pulgar por el pezón. Ella clavó los dedos en su espalda. Su respuesta avivó el fuego y recorrió todo su cuerpo con las manos, haciendo que su respiración se convirtiera en un gemido y jadeo, mientras disfrutaba de su capacidad de darle placer.
Introdujo los dedos entre sus muslos, encontró el centro de su calor y presionó. Ella le dio la bienvenida flexionando las caderas, y sus ojos se ensancharon.
– Oh, Daniel.
– Lo sé -la besó con pasión-. Lo sé. Déjate llevar.
Ella respondió deslizando los dedos por su pecho, acariciando sus pezones, su ombligo y abdomen, provocándole escalofríos de placer. Después sus manos buscaron más abajo, atrapándolo, acariciándolo. Él se colocó sobre ella.
– Ahora -le pidió, apretando con más fuerza.
Él respondió con un gruñido gutural. Abrió sus muslos, besando sus labios, sus mejillas y sus párpados mientras se introducía en ella centímetro a centímetro.
Ella gimió su nombre y él estuvo a punto de gritar «Te quiero». Pero eso pertenecía a otro lugar, a otro tiempo.
– Amanda -susurró, encontrando su ritmo cuando ella empezó a mover las caderas y abarcó su cintura con las piernas.
Acarició uno de sus senos mientras ella le clavaba las uñas en la piel antes de echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos con fuerza.
Tronaba y las olas se estrellaban contra la orilla con furor. Podría haber habido un ejército de periodistas apostado en la bahía y le hubiera dado igual. Era suya. Después de tantos años, era suya otra vez.
Ella se mordió el labio inferior y empezó a jadear. Sintió cómo su cuerpo se arqueaba contra él suyo, tensándose, luchando.
Esperó, esperó y esperó.
– ¡Daniel! -gritó ella. Entonces se dejó ir.
La tierra tembló con la fuerza de su entrega.
Cuando todo acabó, se quedaron abrazados, jadeando. Daniel, apoyado en los codos, intentaba mantenerla caliente con su cuerpo.
Posó los labios en su frente y se quedó parado, incapaz de evitarlo. Sabía que debían vestirse y subir a la casa a secarse, pero no le apetecía soltarla.
– Adoro la espontaneidad -sonrió ella, con los ojos aún cerrados.
– ¿Qué te hace pensar que no había planeado esto? -preguntó él, apartándole un mechón de pelo arenoso de la mejilla.
– No lo hiciste -ella abrió los ojos.
– Claro que sí.
– Daniel, tú nunca planearías algo así.
– Lo hice, y aún más, tú también lo planeaste.
– Estás soñando.
– Abogada, ¿estás diciéndome que no habías planeado hacer el amor conmigo esta noche?
– No sabía cuándo ni cómo.
– Eso sigue siendo un plan -apuntó él, elevándose sobre un codo.
Ella se estremeció al sentir el aire fresco y cargado de lluvia entre sus cuerpos.
– No, eso es una idea.
– Cuestión de semántica.
– Es filosofía.
– Admítelo -rió él-, tu filosofía no es muy distinta de la mía.
– ¿Eso crees? -ella se incorporó con un destello en los ojos-. De acuerdo. Comparemos filosofías. Dime de nuevo por qué quieres ser director ejecutivo.
– Por el despacho de esquina, -dijo él, agarrando su camisa, sacudiéndola y echándosela a ella sobre los hombros.
– Ya tienes un despacho de esquina.
– Sí, pero este está en la planta vigésimo tercera.
– Débil, Daniel. Muy débil.
– Estás dando al tema más importancia de la que tiene.
– No -ella sacudió la cabeza-. Tu padre te pidió que lucharas por el puesto de director ejecutivo.
– Y lucho por él porque lo quiero. No porque alguien me haya dicho que debo quererlo -sin embargo, mientras hablaba tuvo dudas.
No estaba seguro de haber pensado en ser director ejecutivo hasta que su padre le planteó el reto. Lo había aceptado, igual que sus tres hermanos, pero nunca se había parado a analizar el porqué.
– Dime cuál es la última cosa que has decidido hacer y que no te haya sugerido otra persona -insistió Amada.
– Cambiar el manual laboral de la empresa.
– Eso fue idea mía -Amanda emitió un sonido de abucheo.
– No en concreto.
– Pero sí en general. ¿Recuerdas la noche del baile de fin de curso?
– Con todo detalle -la tapó más con la camisa.
– ¿Recuerdas tu idea de una revista de aventuras?
– Por supuesto.
Ella deslizó la punta del dedo por el músculo de su brazo, y eso lo excitó.
– Eso eras tú, Daniel. Eso eras todo tú.
Él asintió, pensando que estaba dándole la razón, en vez de quitándosela.
– ¿Qué ocurrió con aquello?
– Bryan ocurrió -la pregunta le parecía una locura-. Tú ocurriste.
– ¿Has pensado alguna vez en dónde estarías ahora si lo hubieras hecho de todas formas?
– No -mintió él, perdiendo la mirada en los acantilados y la tenue luz de la casa, en la distancia.
– ¿Nunca?
– ¿Qué sentido tendría? -encogió los hombros.
– Todo el sentido -ella se sentó y la camisa le cayó sobre el regazo-. Yo no dejo de preguntarme qué habría ocurrido si le hubiera dicho a Patrick que echara a correr.
– ¿A correr adonde?
– Ya sabes -se puso el pelo húmedo tras la oreja-. Que se fuera al infierno. Si hubiera ido a juicio y luchado por Bryan y te hubiera enviado a ti a África o a Oriente Medio.
Algo se heló en el interior de Daniel. ¿Ir ajuicio?
– Tal vez no era más que un farol -su mirada se perdió en el vacío y Daniel se sentó.
– Un farol, ¿en qué sentido? -a él se le había helado la sangre en las venas.
Amanda se mordió el labio inferior y una expresión de vulnerabilidad invadió sus ojos.
– ¿Crees que un juez le habría quitado un bebé a su madre? ¿Incluso en aquellos tiempos?
A Daniel se le secó la garganta. Sacudió la cabeza, seguro de que debía haberla entendido mal.
– ¿Patrick te amenazó con quitarte a Bryan? -preguntó con voz ronca y áspera.
– Sí… -los ojos marrones se oscurecieron. Lo miró-. ¿Tú no sabías…?
Él se puso de pie de un salto y caminó por la arena, mesándose el cabello empapado.
– ¿Mi padre te amenazó con quitarte a Bryan?
– Fue hace mucho tiempo -ella también se levantó-. Creía que tú…
– ¿Creías que yo lo sabía? -cerró las manos en puños y todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
– Lo siento -afirmó con la cabeza. Después la movió de lado a lado-. No debería haberlo mencionado. En eso tienes razón, no tiene sentido plantearse lo que podría haber sido.
Daniel se obligó a inspirar profundamente tres veces. No era culpa de Amanda, nada era culpa de ella. La habían obligado a casarse con él.
Eso contestaba muchas de sus preguntas. Durante años, ella se había sentido como un rehén, por sus hijos. Era asombroso que hubiera aguantado tanto.
De repente, Daniel comprendió que Amanda tenía razón. Patrick era más insidioso de lo que había imaginado nunca. Se preguntó qué más había hecho y hasta qué punto manipulaba a la familia Elliott.
¿Quería él ser director ejecutivo?
No tenía nada en contra. Pero se preguntó si era a eso a lo que quería dedicar todo su esfuerzo, su energía y su tiempo.
No era una pregunta que pudiera responder en ese momento, y tampoco iba a analizar la respuesta mientras Amanda tiritaba en la playa. Tomó aire y fue hacia ella.
– Yo soy quien lo siente -la tomó entre sus brazos. Mi padre no debería haber hecho eso. No tenía ni idea de que te había chantajeado.
– Fue hace mucho tiempo -ella se estremeció.
– Sí, hace mucho -aceptó él, besando la parte superior de su cabeza, rasposa de arena. Ella alzó la barbilla para mirarlo.
– ¿Podemos volver a hacer algo espontáneo alguna vez más?
– En cualquier momento, en cualquier sitio -respondió él acariciando su cabello.
Los labios de ella se curvaron con una sonrisa luminosa.
El lunes a las ocho de la mañana y apretando los dientes; Daniel se encaminó al despacho de su padre en la planta veintitrés del edificio.
Se habría enfrentado a él la noche anterior, pero no había querido hacerlo delante de su madre.
– Hola, Daniel -le saludó la secretaria de Patrick.
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