– Necesito verlo. Ahora.

– Me temo que no es posible.

– Mire mi expresión. He dicho ahora.

La señora Bitton deslizó sus gafas hasta la punta de la nariz y lo miró.

– Y tú mira mi expresión.

Normalmente, la señora Bitton intimidaba a Daniel, pero no ese día.

– Dígale que salga -dijo Daniel.

– Mala idea -una sonrisa curvó su boca.

– Me importa poco lo que esté haciendo.

– Está volando sobre Tejas, a unos nueve mil metros de altura.

– ¿A qué hora llega? -preguntó Daniel.

– Estará aquí a las dos. Pero tiene una reunión con el director artístico.

– Cambie la hora.

– Daniel…

– Míreme a los ojos, señora Bitton.

– Puedo retrasarla hasta las dos y media -aceptó ella, tras una breve pausa.

– Con eso me basta, gracias -dijo Daniel.


Amanda sabía que apenas habían pasado doce horas desde su encuentro en la playa. Pero Daniel había dicho en cualquier momento y en cualquier sito. Además, tras haber conseguido rasgar su coraza, estaba empeñada en sacarlo de su rígido y estructurado mundo.

– ¿Está libre? -preguntó ante el escritorio de Nancy, con una bolsa de hamburguesas en la mano.

Los ojos de Nancy se iluminaron y su boca se curvó con una sonrisa de asombro. Pulsó un botón.

– La señora Elliott desea verlo.

– De acuerdo -dijo Daniel con voz brusca, tras un breve silencio.

Amanda titubeó, pero Nancy señaló la puerta.

– No te preocupes. Tiene una mañana muy tensa. Tú le alegrarás el día.

Amanda fue hacia la puerta con la esperanza de poder hacerlo. Entró y echó el cerrojo a su espalda.

Daniel alzó la vista y sus ojos de abrieron de par en par al verla.

– ¿Amanda?

– ¿A quién esperabas?

– A nadie. Nada -movió la cabeza y rodeó el amplio escritorio-. Me alegro de que hayas venido.

– Bien. He traído el almuerzo.

– ¿Hamburguesas? -preguntó él alzando las cejas al ver la bolsa.

– ¿Alguna vez has probado éstas?

– No, la verdad.

– Están de muerte -dejó la bolsa en el escritorio.

– ¿Has echado el cerrojo? -preguntó él, mirando la puerta.

– Sí -se acercó a él y pasó los dedos por su corbata de seda-. Dijiste a cualquier hora, en cualquier lugar.

– Amanda -él la miró boquiabierto y sujetó su mano.

– Es cualquier hora y cualquier momento -sonrió ella-. He venido buscando espontaneidad.

– Ya, entiendo.

Ella sacudió la cabeza y empezó a deshacerle el nudo de la corbata.

– ¿Estás loca?

– No.

– ¿Y si alguien…?

– Ten un poco de fe en Nancy.

– Pero…

Ella se pasó la lengua por los labios y miró sus ojos azul profundo.

– Llevo deseando hacerlo en el escritorio desde la primera vez que entraste en mi despacho.

Él movió la mandíbula pero no dijo nada.

Le quitó la corbata y empezó a desabrocharle la camisa.

– ¿Quieres las hamburguesas antes? -preguntó, inclinándose para depositar un beso húmedo y ardiente en su pecho-. ¿O me prefieres a mí?

Él dejó escapar un ruido mezcla de gruñido y maldición. Después la rodeó con los brazos y besó su pelo, murmurando su nombre una y otra vez.

– Podemos ir rápido -le aseguró ella, quitándose los zapatos-. No llevo nada bajo la falda.

Él inclinó la cabeza para besarla en la boca. Ella la abrió de par en par, sintiendo deseo líquido en las venas. Le quitó la camisa, disfrutando del calor de su piel bajo las yemas de los dedos.

Abrazándola, él subió una mano por sus muslos. Gimió al llegar a sus nalgas desnudas. Después la alzó sobre el escritorio, apartando la falda sin interrumpir el beso en ningún momento.

Acarició sus muslos y después su trasero.

– Hay que ver lo que haces conmigo -murmuró, manejando y acariciando.

– Y tú conmigo -le devolvió ella, hundiendo el rostro en su cuello e inhalando su aroma.

– Pero estoy algo ocupado ahora -introdujo los dedos entre sus muslos, cosquilleando, tentando-. No estoy seguro de que sea el momento ni el lugar…

Ella se echó hacia delante, urgiéndolo a investigar más a fondo.

– Me estás complicando el día -protestó él.

– Es por tu propio bien -dijo ella, agarrando su mano y apretándola contra la zona más íntima.

– ¿Por mi bien? -él se zafó pero después se puso de rodillas y empezó a besar sus muslos.

– Bueno, esta parte es por mi bien -dijo ella, apoyándose en los codos y sintiendo cómo sus músculos se relajaban.


Él rió contra su piel y siguió moviéndose hacia arriba, mordisqueándola.

– Creo que hay una normativa de empresa que prohíbe esto.

– No te atrevas a parar.

– Puede que haya incluso dos.

– Daniel.

Él volvió a reír y después la besó con fuerza. Ella tragó aire y se agarró al borde del escritorio mientras la volvía loca de deseo. Ascendía, volaba, se perdía…

De pronto, comprendió lo que él pretendía y se zafó.

– ¿Qué? -alzó la cabeza para mirarla.

– No, no -se sentó, agarró sus hombros y tiró.

– ¿Ya has acabado? -preguntó él, levantándose lentamente.

– De eso nada -buscó el botón de sus pantalones. Él le agarró la mano para impedírselo.

Pero ella lo acarició a través de la tela, haciéndole gemir de placer.

– Eres mío, Daniel -dijo ella.

– No puedo… -apretó los dientes y soltó su mano.

Amanda desabrochó el botón. La cremallera bajó con facilidad y cerró la mano sobre su piel ardiente.

– Amanda…

– Házmelo sobre el escritorio, Daniel -ronroneó.

– Estás fuera de tus…

– Ahora -apretó su miembro.

Él bufó. Pero ella tiró de él y lo guió a su interior. Daniel maldijo de nuevo, pero sonó casi como una plegaria. Después la agarró, dándose por vencido.

Deslizó las manos bajo su trasero y la sujetó mientras empujaba; sus músculos se tensaron bajo la chaqueta del traje, volviéndose duros como acero.

Halagó su aspecto, su sabor. Ella disfrutó de sus palabras, de sus caricias y de su olor.

Perdió la noción del tiempo mientras la tensión alcanzaba su punto álgido. Lo besó en la boca, luchando con su lengua. Él la embistió con más fuerza, susurrando su nombre una y otra vez.

Las sensaciones se dispararon como fuegos artificiales y ella se sintió al borde del mundo, mientras su cuerpo se contraía una y otra vez.

Cuando el ritmo de sus corazones se tranquilizó por fin, él tenía los dedos enredados en su cabello. La besó en la sien con ternura.

– Empieza a gustarme la espontaneidad -dijo.

– Hum. Contigo la palabra empieza a adquirir otro significado -admitió ella-. ¿Hamburguesa?

Daniel soltó una risa profunda y la abrazó.

– Hay un cuarto de baño detrás de esa puerta -señaló-. Por si quieres refrescarte.

– Sí -lo besó en la boca.

– Vale -le devolvió el beso.

– Espero que te guste el refresco de cola.

– Claro -afirmó él besándola otra vez. El beso empezó a alargarse peligrosamente.

– Supongo que no tenemos tiempo de hacerlo otra vez, ¿verdad? -preguntó ella.

– No si queremos comer las hamburguesas.

– No puedes perdértelas.

Él dio un paso atrás y ella se bajó del escritorio.

Mientras se lavaba y peinaba, oyó a Daniel abriendo la bolsa de comida. Cuando volvió al despacho, agarró la corbata que colgaba del respaldo de una silla y se la puso al cuello.

Daniel le dio una hamburguesa y se sentaron.

– No están mal -dijo, tras un primer bocado.

– ¿Te engañaría yo?

– Por lo visto no. ¿Dónde las has comprado?

– En frente. Sabes que la empresa es una cadena nacional, ¿no?

– ¿En serio?

– Hay todo un mundo ahí fuera que desconoces -ella sacudió la cabeza y se rió.

– ¿Quieres enseñármelo? -preguntó él.

Amanda sintió una punzada de culpabilidad. Él estaba cediendo, dispuesto a encontrarse con ella a medio camino. Ella no había cedido nada.

No era culpa de Daniel que Patrick fuera maquiavélico. Daniel había intentado ejercer su independencia más que el resto de sus hermanos. Y el hecho de que Bryan fuera el único Elliott que había escapado del negocio familiar era en parte gracias a Daniel.

– Sólo si accedes a enseñarme el tuyo -dijo ella.

– ¿Qué quieres ver antes? -hizo una bola con el envoltorio de la hamburguesa y la lanzó a la papelera-. ¿París? ¿Roma? ¿Sidney?

– Estaba pensando más bien en el Metropolitan.

– Ya has estado allí.

– Pero tú consigues mejores entradas.

– ¿ La Bohème, seguida de una pizza?

Amanda soltó una risa y se puso en pie.

– Tengo una reunión a la una -le dijo.

Él le dio un beso y llevó la mano a su corbata.

– No, no -sujetó la corbata-. Es un souvenir.

– Vale -accedió él.

Mientras ella recogía su bolso, fue al escritorio, abrió un cajón y sacó otra corbata.

Amanda tiró la bolsa y el vaso a la papelera y lo siguió. Le robó la segunda corbata.

– ¡Eh!

– Nada de corbata.

– ¿Qué quieres decir?

– Es el precio que se paga por la espontaneidad -dijo ella, poniéndosela también alrededor de cuello.

– Nancy va a imaginarse lo que ha ocurrido.

– Sí, seguro que sí -Amanda le sonrió.

– Amanda… -dio un paso hacia ella.

– Llámame -salió del despacho rápidamente.

Capítulo Once

A las dos en punto, Daniel entró en la antesala del despacho de su padre. Hacer el amor con Amanda había templado su ira. Hacer el amor con Amanda lo había templado todo.

Pero también le había recordado la crueldad con que su padre había manipulado a una adolescente embarazada y muerta de miedo.

– ¿Está aquí? -le preguntó a la señora Bitton, sin aflojar el paso.

– Te espera -contestó ella.

Daniel abrió la puerta y la cerró a su espalda con firmeza. Su padre no alzó la cabeza de los papeles que estaba firmando.

– ¿Tenemos algún problema? -preguntó.

– Sí, tenemos un problema -dijo Daniel, intentando controlar su genio.

– ¿Y cuál es…? -Patrick lo miró.

– Le hiciste chantaje a Amanda.

– No he cruzado más de tres palabras con ella en los últimos dieciséis años -dijo Patrick, impertérrito.

– La amenazaste con quitarle a Bryan -dijo Daniel dando dos pasos hacia el escritorio. Le tembló la voz-. ¿Cómo pudiste hacer eso? Tenía dieciocho años, estaba embarazada e indefensa.

– Hice lo mejor para la familia -Patrick dejó el bolígrafo y cuadró los hombros.

– Lo mejor para ti, sí -Daniel colocó las palmas de las manos sobre el escritorio-. Lo mejor para la familia, puede. ¿Lo mejor para Amanda? Lo dudo.

– Amanda no era mi responsabilidad.

– ¡Amanda es mi esposa! -gritó Daniel.

– Era tu esposa.

Daniel apretó los dientes y tragó aire.

– Eso es historia antigua, Daniel -Patrick se puso en pie-. Y tengo una reunión.

– No te atrevas.

– ¿Que no me atreva?

Daniel señaló el pecho de su padre con un dedo. El hombre que llevaba toda la vida intimidándolo, no le daba ningún miedo en ese momento.

– No hemos acabado con esta conversación.

– Desde luego que hemos acabado con ella -Patrick salió de detrás de su escritorio-. Y tú tienes suerte de seguir teniendo un puesto de trabajo.

Daniel se movió hacia un lado, bloqueando el paso a su padre, y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Vas a pedirle perdón a Amanda.

Los ojos de Patrick chispearon y un músculo saltó en su mandíbula.

– Amanda hizo su elección.

– Tú no le diste elección.

– Eligió acostarse contigo.

– No sabes nada de lo que ocurrió aquella noche.

– ¿Estás diciéndome que ella no quería?

Algo explotó en el cerebro de Daniel. Cerró los puños y se acercó más.

– ¿Estás insinuando que la violé?

– ¿Lo hiciste?

– ¡No! ¡Por supuesto que no!

– Entonces ella hizo su elección. Había un bebé. Un Elliott. Protegí a la familia y eso es cuanto voy a decir al respecto -Patrick empezó a rodear a Daniel. Él no intentó detenerlo.

– La traicionaste, y me traicionaste a mí -gruñó.

– Protegí a esta familia -la voz de Patrick tembló con ira.

– Te equivocaste -Daniel clavó los ojos en él.

Patrick le devolvió la mirada un momento, después salió del despacho.


Daniel fue incapaz de trabajar el resto del día. Ir a casa no le atraía y estaba demasiado afectado para llamar a Amanda.

Acabó en la mesa familiar de Une Nuit, el restaurante de Bryan. Su hijo no estaba allí pero a Daniel no le importó. Se sentó en un rincón oscuro, bebiendo su segundo whisky. Tenía mucho que pensar.

– Eh, hermano -Michael se sentó frente a él.

– Hola -contestó Daniel, echando un vistazo a ver si había alguien con Michael. No le apetecía compañía en ese momento.