– He oído que te enfrentaste al jefe -Michael hizo una seña para que le llevaran su bebida habitual.

Daniel asintió. Se preguntaba cuánta exactitud tendrían los rumores que se habían propagado.

– ¿Por temas de negocios? -preguntó Michael.

– Personales -dijo Daniel.

– ¿Amanda? -preguntó Michael, aceptando el martini que le llevó un camarero.

– ¿Qué has oído decir? -Daniel entrecerró los ojos.

– Que le ordenaste a la señora Bitton que cambiara la hora de la reunión de papel, te felicito por conseguirlo, y que lo pusiste de vuelta y media -Michael tomó un trago de su bebida-. Y sigues en pie.

– Y con empleo, además -eso asombraba a Daniel. Aunque no le había importado arriesgarse.

– La única persona que se me ocurre que podría llevarte a hacer algo así es Amanda -Michael atrapó la aceituna de su copa y se la llevó a la boca.

– La amenazó con quitarle a Bryan si no se casaba conmigo -Daniel dejó su vaso en la mesa de golpe.

– Lo sé -dijo Michael tras un breve silencio.

– ¿Lo sabías?

– El temía que la idea de perder a su nieto matara a mamá -explicó Michael.

– ¿Por qué no dijiste nada?

– En aquella época procuraba pasar desapercibido. Recuerda, yo fui quien te reservó la suite.

– ¿Y después?

– Los dos parecíais felices. Y más tarde, cuando las cosas se estropearon, no parecía una información que pudiera tener utilidad.

– Fue imperdonable -Daniel se meció en la silla.

– ¿Qué fue imperdonable? -preguntó su hermano Shane, sentándose junto a Daniel.

– Papá chantajeó a Amanda para que se casara con Daniel -dijo Michael.

– ¿Cuándo? -preguntó Shane.

– En el instituto -contestó Daniel, mirando a su hermano menor con asombro.

– Ah, esa vez.

– ¿Ha habido alguna vez más? -preguntó Daniel.

– ¿Cómo la chantajeó? -preguntó Shane, ignorando la pregunta de su hermano.

– La amenazó con quitarle a Bryan. La obligó a casarse conmigo para quedarse con el bebé -Daniel se acabó el whisky de un trago. Seguía viendo rojo al pensar en la acción de su padre.

– Podría haber sido peor -apuntó Finola, apareciendo y sentándose junto a Michael.

Los tres hermanos la miraron a la vez. Todos callaron, recordando que Patrick había obligado a Finola a renunciar a su bebé cuando tenía quince años.

– Sí, podría haberlo sido -Shane se inclinó sobre la mesa y acarició la mano de su hermana melliza.

– Ay, Fin -dijo Daniel, sintiéndose como un idiota. Al menos él había tenido la posibilidad de criar a Bryan.

– ¿Os habéis preguntado alguna vez si esta familia necesita terapia? -preguntó Michael, indicando al camarero que sirviera otra ronda.

Finola se volvió hacia su hermano mayor, con dos lágrimas en los ojos.

– ¿Qué quieres decir con preguntado? Parecemos una jauría de perros peleándonos por el trabajo de nuestro padre.

– Desde esta tarde, puede que sea una pelea de sólo tres -dijo Daniel.

– ¿Qué demonios hiciste? -Shane soltó una risa.

– Le grité -contestó Daniel.

– ¿Gritaste a papá? -el asombro de Finola resultó aparente en su voz.

– Le ordené que pidiera disculpas a Amanda. Durante unos minutos le impedí salir del despacho.

– ¿Por la fuerza? -preguntó Michael.

– No llegamos a las manos -dijo Daniel, irónico.

– Puede que la carrera sea de dos -dijo Michael.

Todos lo miraron.

– Con el tema de la salud de Karen, no tengo energía para esto. Me necesita, y quiero apoyarla.

– Puede que yo también me retire -dijo Shane.

– ¿De qué estás hablando? Tú no tienes razones para retirarte -comentó Michael.

El camarero llegó y repartió las bebidas.

– No seas ridículo -le dijo Finola a Shane-. Te encanta tu trabajo.

– Puede que me guste el trabajo, pero odio ser manipulado. Nos ha hecho daño a todos. En un momento u otro, nos ha fastidiado la vida.

Los otros tres asintieron.

Daniel se sintió como si le hubieran quitado una venda de los ojos que nunca volvería a ponerse.

– Cuando acepté el trabajo -comentó Daniel-, cuando Bryan estaba enfermo, y me aseguró que era la única manera de pagar las facturas, cometí el peor error de mi vida -apartó de su mente el recuerdo del problema cardíaco de Bryan, y la tensión que vivió hasta que la cirugía curó a su hijo.

– Pero si no hubieras vuelto… -Finola ladeó la cabeza.

– Amanda y yo tal vez seguiríamos casados.

– Y pobres -dijo Michael.

– Pero casados -Shane alzó su copa-. Déjalo, Daniel. Déjalo todo y cásate con Amanda.

– Epa -exclamó Michael-. ¿Cómo hemos llegado a eso?

Daniel se rió, pero un rincón de su cerebro le dijo que debía hacer caso a Shane.

– Estás amargado -le dijo Finola a Shane.

– Estoy facilitándome el futuro -dijo Shane en un susurro, imitando a su hermana-. Prefiero que tú estés a cargo, en vez de Daniel.

– Eh -Daniel le dio un codazo-. ¿Por qué?

– A ella le caigo mejor que a ti -dijo Shane.

– Eso es cierto -admitió Daniel.

– No creo que debamos permitir que Finola se lleve el pastel sin batallar -le dijo Michael a Daniel, arqueando las cejas.

– Cielos no -rió Daniel-. Es una chica.

– Ya empezamos -se irritó Finola.


Amanda parpadeó para asegurarse de que era Sharon Elliott quien estaba en el umbral de su despacho.

– Sorpresa -dijo Sharon, entrando con unos tacones imposiblemente altos, una falda de pana negra y un suéter corto blanco y negro. Llevaba el pelo recogido en un moño elegante y maquillaje tan exagerado como su modelito.

Julie hizo una mueca a su espalda y cerró la puerta. Amanda se puso en pie.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– De hecho, soy yo quien ha venido a ayudarte -Sharon frunció los labios rojos con una sonrisa y se sentó en una de las sillas.

– Oh, gracias -Amanda volvió a sentarse.

– Sé lo que estás haciendo -Sharon se echó hacia delante, agitando sus pendientes de diamantes. Los anillos de sus dedos destellaron al doblar las manos.

– ¿Lo sabes? -Amanda estaba preparando su discurso de cierre del caso Spodek, pero dudaba que Sharon estuviera refiriéndose a eso.

– Y lo respeto -añadió Sharon.

– Gracias.

– Pero creo que tal vez estés pescando en el estanque equivocado.

– ¿Ah?

– Daniel es, digamos, un reto.

– Digamos -Amanda tenía la esperanza de que su amabilidad consiguiera acelerar la marcha de Sharon.

– Me he tomado la libertad de preparar una lista de posibles hombres -Sharon abrió el bolso y sacó un trozo de papel doblado.

– ¿Para qué? -preguntó Amanda.

– Para que salgas con ellos -desdobló el papel y esbozó una sonrisa de confabulación femenina-. Son todos guapos, inteligentes, libres y, aún más importante, ricos -le ofreció el papel a Amanda.

– ¿Estás dándome una lista de tus citas? -Amanda aceptó el papel.

– No de mis citas -Sharon ladeó la cabeza y emitió una risa cristalina-. De las tuyas.

– ¿Qué? -Amanda soltó el papel.

– Querida, Daniel nunca va a volver a enamorarse de ti. Considéralo un regalo de una esposa despechada a otra.

Todo empezaba a tener sentido.

– ¿Debo suponer que quieres recuperarlo?

– ¿Yo? -Sharon volvió a reír. Sin duda era una risa encantadora, que debía volver locos a los hombres-. No intento recuperarlo.

Seguro, pensó Amanda. Sharon había decidido convertirse en celestina por la bondad de su corazón. Pero, Sharon no tenía corazón. Eso implicaba que debía estar mintiendo y sí quería recuperar a Daniel.

– Cuando las cosas se tuercen con Patrick, ya no vuelven a enderezarse -dijo Sharon.

Amanda supuso que eso sí era verdad.

– Aunque hubo un tiempo en el que Patrick lo daba todo por mí.

– ¿Te acostaste con Patrick? -Amanda sacudió la cabeza, asombrada.

– Claro que no -Sharon agitó los dedos-. Me reclutó para Daniel. Sabía exactamente qué tipo de nuera quería.

– Y la consiguió -farfulló Amanda, sabiendo que Sharon cumplía todas las expectativas de Patrick.

– Durante un tiempo -Sharon suspiró-. Volvamos a la lista -se puso de pie y se inclinó para leerla-. Giorgio es agradable, no muy alto, pero muy acicalado. Tiene un ático que da al parque, y…

– Gracias -Amanda dobló el papel-. Pero no me interesa salir con nadie.

– Pero… -Sharon se enderezó e hizo un mohín.

– Me temo que estoy muy ocupada -Amanda le devolvió la lista. Sharon no la aceptó.

– Estás saliendo con Daniel.

– En realidad no -sólo estaba acostándose con Daniel. No creía que la relación fuera más allá. Pero Sharon tenía razón en una cosa: para conseguir a Daniel había que conseguir a Patrick antes.

– ¿Amanda? -la puerta se abrió y Julie asomó la cabeza, parecía acalorada-. Tienes una visita.

A Amanda le daba igual quién fuera, siempre y cuando su presencia le quitara a Sharon de encima. Le metió la lista en la mano.

– Gracias por pasar por aquí.

Julie abrió la puerta más. Sharon miró de una mujer a la otra y, durante un segundo, Amanda pensó que iba a negarse a salir. Pero ella apretó los dientes y fue hacia la puerta. Se detuvo allí y se volvió para mirar a Amada.

– Por lo visto, te había subestimado.

Antes de que Amanda pudiera descifrar el críptico mensaje, Sharon salió y Patrick Elliott en persona entró en su despacho.

– Amanda -Patrick saludó con la cabeza.

– Señor Elliott -Amanda le devolvió el saludo. Se le encogió el estómago. No quería pensar en la última vez que había estado a solas con él.

– Por favor, llámame Patrick.

– De acuerdo -eso la desequilibró aún más.

– ¿Puedo sentarme? -él señaló una silla.

– Por supuesto.

Él no se movió y Amanda comprendió que esperaba a que ella se sentara. Lo hizo y aprovechó para secarse subrepticiamente las palmas de las manos en el pantalón. Él se sentó después.

– Iré directo al grano. Mi hijo me dice que te debo una disculpa.

Amanda abrió la boca. Pero cuando registró sus palabras volvió a cerrarla. Miró en silencio al hombre al que había temido durante décadas.

– Estoy en desacuerdo con Daniel -continuó Patrick-. No me arrepiento.

Amanda soltó el aire. Empezaba a sonar como él mismo. Tenía el pelo completamente blanco y el ángulo de su barbilla se había suavizado. Pero sus ojos azul hielo eran tan agudos como siempre. Lo último que habría hecho en su vida, sería ir a su despacho, con el sombrero en la mano, a pedirle perdón.

– No siento haber mantenido a Bryan en la familia -continuó-. Ni siento haber conseguido que Maeve disfrutara de su nieto. Pero sí lamento… -hizo una pausa y sus ojos se suavizaron un poco-. Lamento no haber tenido tus intereses en cuenta.

Amanda movió la cabeza un poco. Sus oídos debían estar jugándole una mala pasada. Patrick Elliott acababa de pedirle disculpas.

Él curvó la boca, pero dio más impresión de mueca que de sonrisa.

– Fue hace mucho -dijo Amanda, comprendiendo con retraso que tal vez debería haberle dado las gracias. Desconocía la etiqueta correcta en esos casos.

– Sí, fue hace mucho tiempo -asintió él-. Pero Daniel tiene razón. Estabas sola y asustada y yo me aproveché -alzó las manos-. Sé que hice lo correcto. Bryan se merecía crecer como un Elliott tanto como nosotros nos merecíamos conocer a nuestro nieto. Pero… -apretó los labios-. Digamos que entonces no entendía los perjuicios colaterales como ahora.

– ¿Eso me considerabas? -la espalda de Amanda se tensó mínimamente-. ¿Un perjuicio colateral? -se preguntó si una persona podía vivir y respirar tantos años sin ser poseedor de un alma.

– Consideraba tus circunstancias… desafortunadas -dijo él.

– Aun así jugaste a ser Dios -a pesar de la disculpa, décadas de ira anegaron su sangre. Ella no se había merecido su manipulación entonces. Y Daniel no se la merecía en la actualidad. Ni tampoco el resto de sus hijos y nietos.

– No me considero Dios -dijo Patrick.

– Entonces, ¿por qué actúas como si lo fueras? -preguntó ella con amargura.

– Creo que esta reunión ha terminado -se levantó.

– Lo digo en serio, Patrick -no podía callar. Sabía que era su única posibilidad de salvar a Daniel, tal vez también a Cullen y a Bryan-. Tienes que dejarlo.

– ¿Dejar qué? -él frunció el ceño.

– De aferrar a tu familia con un puño de hierro.

– Tal vez no lo sepas. Voy a dejar mi puesto.

– Mientras conviertes a tu familia en peones de tu juego de ajedrez emocional -lo acusó ella, irónica.

– ¿Eso crees que estoy haciendo?

– ¿Me equivoco?

Se miraron en silencio un momento.

– Con el debido respeto, Amanda, no tengo por qué explicarte mis acciones a ti.

Ella esperó.

– Creo que entiendo lo que eres para Daniel.