– Una copa -aceptó él con desgana, desviando la mirada de su seductora figura.

– Ni siquiera te has mojado -dijo ella mirando su bañador y arrugando la nariz.

– Eso es porque no he venido a nadar -la tomó del codo y la condujo hacia el vestuario.

Tenía la piel suave y fresca, como las baldosas que pisaban sus pies. Ella se detuvo a la entrada del pasillo y se volvió para mirarlo. Casi vio cómo su mente calibraba la situación y formulaba argumentos.

– Supongo que no estarías dispuesta a cambiarte en el vestuario familiar, por los viejos tiempos, ¿verdad? -dijo él, buscando una distracción.

Eso hizo que sus ojos de color moca destellaran, pero también acalló su boca. Tal y como él había pretendido.

En realidad, no tenía ningún asunto legal que discutir. Había sido una excusa para sacarla de la piscina, e iba a necesitar unos minutos para refinar los detalles de la mentira. Le lanzó lo que esperó pareciese una sonrisa nostálgica.

– A los chicos les encantaba este sitio.

– ¿Qué es lo que te pasa? -espetó ella.

– Sólo decía que…

– Sí. Bien. A los chicos les encantaba -se quedó en silencio un momento y sus ojos se suavizaron.

Él también se perdió en sus recuerdos. En su mente vio a dos chicos de pelo oscuro lanzándose por el tobogán y tirándose del trampolín. Boca Royce era el único centro de ocio que Amanda y él habían podido permitirse en sus años de escasez, gracias a que la familia Elliott eran socios vitalicios. Y Bryan y Cullen habían nadado allí sin descanso.

Recordó el final del día, cuando los niños estaban agotados. Amanda y él los llevaban a casa, les daban pizza para cenar y les dejaban ver una película de dibujos animados. Luego los acostaban y ellos dos se iban a la cama para pasar el resto de la velada haciendo el amor.

– Tuvimos buenos tiempos, ¿verdad? -comentó con voz ronca.

Ella no contestó, no lo miró. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se fue por el pasillo.

Mejor así.

Estaba allí para ofrecerle unos consejos básicos para que encaminara su vida profesional.

Todo lo demás era intocable.

Muy intocable.


Amanda se sintió mucho menos vulnerable con unos vaqueros desgastados y una camiseta sin mangas color azul pastel. En el vestuario, se peinó el pelo húmedo con los dedos y se puso brillo de labios transparente. No solía utilizar mucho maquillaje durante el día, y no iba a ponérselo por Daniel. Tampoco iba a peinarse con secador.

Se echó su bolsa deportiva amarilla al hombro y subió las escaleras que llevaban a la terraza.

Una copa rápida. Oiría lo que tenía que decir, le sugeriría a alguien de precio mucho más elevado que el suyo y, tal vez, después visitaría a un psicólogo.

Arriba, unas puertas de roble daban acceso al bar. Una recepcionista le pidió que le enseñara el carné de socia. Antes de que pudiera sacarlo de la bolsa, apareció Daniel, impecablemente vestido con un traje de Armani. La tomó del brazo e hizo un gesto con la cabeza a la recepcionista.

– No será necesario. Es mi invitada.

– Técnicamente, no lo soy -señaló Amanda, mientras él la llevaba hacia la puerta-. También soy socia.

– Odio que pidan el carné -dijo Daniel, señalando una pequeña mesa redonda, cerca del ventanal que daba a la piscina-. Es de mal gusto.

– No me reconocen -apuntó ella. Sabía que la recepcionista sólo estaba haciendo su trabajo.

Daniel apartó uno de los sillones y Amanda se sentó en el cojín de cuero y dejó la bolsa en el suelo.

– Quizá si…

Ella lo miró por encima del hombro y él cerró la boca y fue al otro lado de la mesa. Cuando se sentó, apareció un camarero vestido con traje oscuro.

– ¿Puedo traerle algo, señor?

Daniel arqueó una ceja, mirando a Amanda.

– Zumo de frutas -pidió ella.

– Tenemos una mezcla de naranja y mango -sugirió el camarero.

– Eso suena bien.

– ¿Y usted, señor?

– Un Glen Saanich con hielo. Etiqueta amarilla.

– Muy bien -con una inclinación de cabeza, el camarero se marchó.

– Deja que adivine -dijo ella, que no estaba dispuesta a dejar pasar el insulto sin más-. Ibas a decir que si llevara un traje de ejecutiva, nadie me pediría el carné.

– El vestuario hace a la mujer -dijo él, sin molestarse en contradecirla.

– La mujer hace a la mujer -replicó ella.

– Un traje ejecutivo y unos zapatos de tacón te darían mucha credibilidad.

– Me visto así para ir a los tribunales, no para entrar en clubes exclusivos.

– ¿Cómo planificas tu vestuario? -preguntó Daniel, escrutando su rostro.

– De acuerdo con mi vida y mi trabajo. Igual que hace todo el mundo.

– Eres abogada.

– Soy consciente de eso.

– Amanda, las abogadas normalmente…

– Daniel -advirtió ella. Fuera lo que fuera que iban a hablar, su vestuario no estaba incluido.

– Sólo digo que te pases por una boutique. Que pidas cita en una peluquería.

– ¿Mi pelo?

– Eres una mujer muy bella, Amanda -dijo él tras una leve pausa.

– Vale -rezongó ella. Sólo era una lástima que llevara ropa fea y un mal corte de pelo.

– Hablo de un par de chaquetas y unos retoques.

– ¿Para que no me pidan el carné en Boca Royce?

– No es sólo el carné, y tú lo sabes.

Ella enderezó la espalda. Quizá no lo fuera. Pero no era asunto de él.

– Déjalo, Daniel.

Inesperadamente, él alzó las manos con gesto de rendición. Segundos después esbozó una sonrisa de disculpa. Sin embargo, que se rindiera tan fácilmente no terminó de satisfacerla, lo que era ridículo.

El camarero reapareció con las bebidas y una carta de entremeses y aperitivos.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Daniel, abriéndola.

– No -respondió ella. En absoluto iba alargar la escena compartiendo sushi con él.

– Podríamos pedir unos canapés.

Ella negó con la cabeza.

– De acuerdo. Me conformaré con el whisky.

Amanda miró el caro líquido ámbar, recordándose en quién se había convertido él. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que le sirvió una lata de cerveza.

– ¿Whisky de treinta dólares la copa? -preguntó.

– ¿Qué tiene de malo el whisky? -dijo él, cerrando la carta y dejándola a un lado.

– ¿Bebes cerveza alguna vez?

– De vez en cuando -encogió los hombros.

– Me refiero a cerveza de tomar en casa.

Él alzó su vaso y los cubitos de hielo chocaron contra el fino cristal.

– Eres una esnob pero a la inversa, ¿lo sabías?

– Y tú eres un esnob con todas las de la ley.

Él clavó los ojos en los suyos y ella se estremeció. Por puro instinto de conservación, bajó la vista hacia la mesa. No permitiría que la opinión de Daniel sobre ella le afectara. Ni corte de pelo, ni ropa de diseño.

Su opinión no significaba nada. Nada de nada.

– ¿Por qué crees que…? -su voz sonó suave y ella alzó la cabeza. Él empezó de nuevo-. ¿Por qué crees que discutimos tanto? -la pregunta era innegablemente íntima.

– Porque seguimos aferrándonos a la idea de que alguna vez cambiaremos la mente del otro -contestó ella, negándose a ponerse sentimental.

Él consideró la respuesta un momento. Después sonrió.

– Bueno, yo estoy dispuesto a mejorar, si tú lo estás también.

Oh, oh. Amanda no sabía a dónde quería llegar con su encanto, pero no podía ser bueno.

– ¿Podemos ir al grano?

– ¿Hay algún grano?

– El asunto legal confidencial. Eso que me has traído a discutir aquí arriba.

– Ah, eso -los rasgos de él se tensaron y se removió en el asiento-. Es algo un poco, ejem, delicado.

– ¿En serio? -eso captó su atención.

– Sí.

Ella se inclinó hacia delante, preguntándose si había algún mensaje velado en esas palabras. Si Daniel se encontraría en algún apuro.

– ¿Estás diciéndome que has hecho algo?

– ¿Hecho algo? -él parpadeó.

– ¿Has incumplido la ley?

– No seas absurda -él frunció el ceño-. Cielos, Amanda.

– Bueno, entonces, ¿a qué viene esta reunión secreta a mitad del día? ¿Y por qué conmigo?

– No es una reunión secreta.

– No estamos en tu oficina.

– ¿Vendrías a mi oficina?

– No.

– Pues ahí tienes la respuesta.

– Daniel.

– ¿Qué?

– Ve al grano.

– ¿Algo de la carta, señor? -preguntó el camarero, reapareciendo de repente.

– La bandeja de canapés -respondió Daniel, sin apenas volver la cabeza.

– Muy bien señor.

Cuando el camarero se marchó, Amanda alzó las cejas interrogativamente.

– Nunca se sabe -dijo Daniel-. Podríamos pasar aquí un buen rato.

– Al ritmo al que estás hablando, no lo dudo.

– Bien -tomó un sorbo de whisky-. Iré al grano. Necesito una interpretación del manual laboral de empleados.

– ¿El manual de empleados? -ella se preguntó cómo podía ser eso un tema delicado. Por un momento había llegado a creer que la conversación iba a ponerse interesante.

Él asintió.

Amanda movió la cabeza con decepción y llevó la mano a su bolsa de deportes.

– Daniel, no me dedico al derecho corporativo.

Él atrapó su mano sobre la mesa y ella sintió una descarga eléctrica por todo el cuerpo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que no es mi especialidad -respondió ella, intentando ignorar la sensación.

– Bueno, aunque no seas abogada laboralista…

Ella se removió en la silla. No podía liberar su mano de un tirón, eso sería demasiado obvio.

– Soy criminalista.

Él la miró en silencio, y el pulso de su pulgar se sincronizó con el de ella.

– Crimen -ofreció ella amistosamente, moviendo la mano hacia atrás.

Él parpadeó, confuso.

– Seguro que habrás leído periódicos, habrás visto los dramas en televisión…

– Pero… Los abogados privados no procesan a criminales.

– ¿Quién ha dicho que los procese?

– ¿Los defiendes? -apretó su mano convulsivamente.

– Sí, así es -esa vez no disimuló su deseó de liberarse y dio un tirón.

Él la soltó y desvió la mirada un momento. Luego volvió a clavar los ojos en ella.

– ¿Qué clase de criminales?

– A los que pillan.

– No te burles.

– Lo digo en serio. Los que consiguen escapar no me necesitan.

– ¿Te refieres a ladrones, prostitutas y asesinos?

– Sí.

– ¿Los chicos saben esto?

– Por supuesto.

– No me gusta cómo suena eso -apretó la mandíbula.

– ¿En serio? -él hablaba como si su opinión pudiera tener influencia en su carrera profesional.

– En serio, Amanda -capturó su mano de nuevo, esta vez con las dos suyas-. Pensaba… -movió la cabeza-. Pero esto es peligroso.

El contacto de su mano resultaba incómodo, pero más aún sus palabras. Luchó contra él en ambos frentes.

– Esto no es asunto tuyo, Daniel.

– Pero sí es asunto mío -protestó él, mirándola.

– No.

– Eres la madre de mis hijos.

– No.

– No puedo permitir que…

– ¡Daniel!

Él apretó las manos y ella vio una mirada en sus ojos que conocía bien. Esa mirada indicaba que tenía un plan. Que tenía una misión. Esa mirada decía que iba a hacer lo posible por salvarla de sí misma.

Capítulo Dos

Daniel necesitaba hablar con sus hijos. Bueno, con uno para empezar. Suponía que tendría que esperar a que le quitaran los vendajes a Bryan para hablar con él. Pero Cullen iba a oír su opinión sin falta.

Tiró su tarjeta de crédito sobre el mostrador de la tienda del club de golf Atlantic.

Amanda, abogada defensora de criminales. Era una locura. Después del divorcio ella se había diplomado y licenciado en Literatura Inglesa, a eso habían seguido tres años de estudios de Derecho. Y lo estaba desperdiciando todo en causas perdidas.

El empleado de la tienda metió una camiseta de golf de color azul en una bolsa y Daniel firmó el recibo.

Seguramente sus clientes le pagaban con equipos de música robados.

Tal vez los ladrones de bancos tenían dinero, en billetes pequeños, sin marcar. Pero eso sólo si habían hecho unos cuantos trabajos antes de que los atraparan.

Su ex mujer defendía a ladrones de bancos. Sus hijos habían sabido que estaba en peligro. Pero en todos esos años no se habían molestado en decirle nada. A él le parecía un tema muy digno de mención.

«Por cierto, papá. Tal vez te interese saber que mamá se relaciona con ladrones y asesinos».

Amanda y él habían acordado no hablar mal el uno del otro delante de sus hijos. Y, en general, eso había supuesto no hablar uno del otro en absoluto durante los primeros años de divorcio. Pero Bryan y Cullen ya eran hombres. Hombres muy capaces de ver el peligro cuando lo tenían ante las narices.

Daniel salió de la tienda y fue hacia el vestuario. Misty le había dicho que Cullen acababa el recorrido sobre las seis y media. Eso implicaba que en ese momento debía estar en el hoyo nueve, más o menos.