– Entiendo -Daniel asintió con la cabeza.

Era obvio que Amanda no sabía la cantidad de dinero que se podía ganar con el derecho corporativo. Ni que todo ese dinero se obtenía en horas de oficina. Si alguien la invitaba a salir por la noche, sería a la inauguración de una exposición o a una nueva producción de una ópera. Daniel estaba dispuesto a apostar que Taylor Hopkins nunca, ni una vez, había recibido una llamada a medianoche para que fuera a la comisaría de la calle Cincuenta y Tres a negociar la fianza de un traficante de drogas.

– ¿Papá?

Ni una sola vez.

– ¿Papá?

– ¿Sí? -Daniel parpadeó y miró a su hijo.

– Es posible que estemos perdiendo la carrera.

– ¿Tienes el número de tu madre en el móvil?

Cullen no contestó.

– Da igual -Daniel pulsó el botón intercomunicador-. ¿Nancy? ¿Puedes conseguirme el teléfono de Amada Elliott, abogado? Ejerce en Midtown.

– Ahora mismo -respondió la voz de Nancy.

– ¿Vas a llamar a mamá?

– Alguien tiene que hacerlo.

– Papá, de veras creo que deberías dejarlo y…

– ¿Has dicho algo de cifras de ventas?

– Ah, ahora quieres hablar de ventas.

– ¿Cuándo no he querido yo hablar de ventas?

– No estamos ganando terreno -gruñó Cullen.

– Contábamos con eso.

– Esto es un problema -Cullen señaló una cifra en la hoja superior.

Daniel echó un vistazo. Sí que era una cifra baja.

– ¿Cómo van las visitas a la nueva página Web?

– Aumentando.

– ¿La gente se está suscribiendo?

Cullen asintió.

– ¿Grupo demográfico?

– El sector que más crece está entre los dieciocho y los veinticuatro años.

– Bien.

– No crece lo bastante rápido -apuntó Cullen. Sonó el intercomunicador.

– Tengo ese número para usted -dijo Nancy.

– Ahora mismo salgo -Daniel se puso en pie y dio una palmada en el hombro de su hijo-. Sigue con el buen trabajo.

– Pero papá…

Daniel se puso la chaqueta que colgaba en el perchero.

– ¿Te marchas? -Cullen miró el informe de ventas, a Daniel y de nuevo al informe.

– Creo que tienes razón. Una llamada telefónica no es buena idea -era mejor pasar por el despacho de Amanda. Así le costaría más negarse a tomar algo con él. Podía llamar a Taylor Hopkins desde el coche y llegar allí con cifras y datos en la mano.

Cullen caminó hacia atrás, interponiéndose entre su padre y la puerta.

– Los representantes de ventas estarán esperando que convoques una reunión.

– Podemos convocarla mañana.

Cullen se apoyó en la puerta, bloqueando la salida de Daniel.

– ¿Eres consciente de que estamos perdiendo la esperanza de alcanzar a Finola?

– Lo compensaremos con ventas en la web. Esa era la estrategia desde el principio.

– ¿Te das cuenta de que te estás embarcando en una misión suicida con mamá?

– Tu fe en mí es apabullante -la boca de Daniel se curvó con una leve sonrisa.

– Sólo te dejo claro lo que hay.

– Tu madre es una mujer inteligente. Atenderá a razones.

– ¿Qué te hace pensar que tu idea es remotamente razonable? -preguntó Cullen.

– Por supuesto que es razonable.

Cullen movió la cabeza.

– Papá, papá, papá -recitó con tono burlón.

– Cuidado -Daniel alzó el dedo índice-. Aunque ya no pueda darte unos azotes, puedo despedirte.

– Si me despides, Finola te barrerá del mercado, no lo dudes.

– Jovencito engreído -Daniel apartó a Cullen de la puerta.

– ¿Tienes tu testamento en orden?

– Lo escribiré en el coche.

Cullen le dedicó un burlón saludo de atención y una sonrisa irónica mientras le dejaba vía libre.

– Estás dando un gran paso, papá. A cualquier hombre menos valiente que tú le estarían temblando las rodillas.

Daniel titubeó menos de un segundo.

Después movió la cabeza y abrió la puerta del despacho. Le sacaba veinte años de sabiduría y experiencia a Cullen, y no iba a permitir que su hijo menor le hiciera dudar de su plan.


Daniel notó de inmediato que la oficina de Amanda se parecía poco a las de EPH. Era más pequeña y oscura y mientras el edificio Elliott tenía vigilantes de seguridad en el vestíbulo, la puerta del de Amanda se abría directamente a la zona de recepción, invitando a cualquier transeúnte a entrar sin más.

La joven recepcionista, con multitud de pendientes y pelo morado, no tenía aspecto de poder detener ni a una abuelita, eso por no hablar de un punk con intenciones criminales. La chica dejó de masticar chicle lo suficiente para ladear la cabeza interrogativamente.

– Me gustaría hablar con Amanda Elliott -dijo él.

– Está con Timmy el Trinchera -la chica señaló una puerta de cristal esmerilado con el índice-. Tardará cinco minutos o así.

– Gracias -dijo Daniel.

La recepcionista hizo una pompa de chicle rosa.

Tras comprobar que la silla de vinilo de la sala de espera no tenía manchas ni trozos de chicle, Daniel se sentó y soltó un suspiro. La chica ni siquiera le había preguntado su nombre ni qué asunto lo llevaba allí.

Cuando la mayoría de la clientela debía estar armada y ser peligrosa, lo lógico sería hacer algunas rudimentarias preguntas de seguridad. Lo primero que haría Daniel sería instalar un detector de metales a la entrada y quizá poner un par de guardias de seguridad en la acera.

Una reunión con Timmy el Trinchera. Nadie que se llamara así podía tener entre manos algo remotamente legal.

Quince minutos después, cuando Daniel, llevado por la desesperación, hojeaba una revista atrasada de la competencia, un hombre bajo y medio calvo, cubierto con una trenca, salió del despacho de Amanda.

– ¿Puedes llamar a Administración del Tribunal? -dijo Amanda desde su despacho-. Necesito saber la nueva fecha del juicio de Timmy.

– Seguro -contestó la recepcionista, tecleando los números en el teléfono con largas uñas pintadas de negro. Miró a Daniel e indicó la puerta abierta con la cabeza-. Entra.

Daniel se puso en pie, dejó la revista en el desordenado montón y fue hacia el despacho. No podía dejar de pensar que él podría haber sido cualquiera, con cualquier intención.

– ¿Daniel? -Amanda alzó la barbilla y deslizó unos centímetros hacia atrás su silla de trabajo.

– Sí -él empujó la puerta, que se cerró a su espalda-. Y tienes suerte de que sea yo.

– ¿La tengo? -ella enarcó las cejas.

– Esa recepcionista dejaría entrar aquí a cualquiera -se sentó en una de las sillas de plástico que había frente al escritorio.

– Supongo que podríamos emitir carnés de miembro -dijo Amanda, colocándose el cabello castaño oscuro tras la oreja.

– Estás siendo sarcástica -él arrugó la frente.

– ¿Tú crees? ¿Adivinas por qué?

– Es un mecanismo de defensa -Daniel se echó hacia atrás y desabrochó el botón de su chaqueta-. Lo utilizas cuando yo tengo razón y tú te equivocas.

– ¿Cuándo ha ocurrido eso?

– Tengo una lista de fechas.

– Apuesto a que la tienes.

Él hizo una pausa y admiró el destello de sus ojos de color moca. Era obvio que disfrutaba. Diablos, él también disfrutaba. No había nadie en todo el planeta que pudiera enfrentarse a él como Amanda.

Era inteligente y brillante. Eso no había cambiado.

Recordó las palabras de despedida de Cullen. Tal vez había sido optimista al pensar que sería fácil convencerla para que se dedicara al derecho corporativo. Pero pensaba intentarlo con todas sus fuerzas.

– Ven a cenar conmigo -dijo, impulsivamente. Al ver su expresión comprendió que era un error táctico. Demasiado directo, casi sonaba como una cita.

– Daniel…

– Con Cullen y Misty -añadió rápidamente. Era el jefe, así que podía ordenarle a su hijo que se uniera a ellos. Si eso no funcionaba, se lo pediría a Misty. Había oído decir que Amanda y ella se llevaban a las mil maravillas.

– ¿Has visto a Misty? -preguntó Amanda.

– No, pero hoy he visto a Cullen.

– ¿Va bien el embarazo?

– Todo va bien -Daniel no había preguntado. Pero suponía que Cullen le habría informado si algo fuera mal.

Amanda levantó un bolígrafo y golpeó un espacio vacío que había entre dos carpetas y su agenda.

– Dime, ¿qué puedo hacer por ti, Daniel?

– Ven a cenar con nosotros.

– Quiero decir ahora.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Has venido hasta Midtown. ¿Qué quieres?

Daniel titubeó. No había planeado lanzarse de lleno allí mismo, en ese momento. Pero pensó que por lo menos podía preparar el terreno.

– Hace un rato estuve hablando con Taylor Hopkins.

– Deja que adivine, quiere mi consejo legal sobre un asunto delicado.

– Es abogado, Amanda.

– Sé que es abogado. Era un chiste.

– Ah, ya.

Amanda se puso de pie y Daniel la imitó con rapidez. Ella recogió un montón de carpetas.

– Relájate, Daniel. Sólo voy a guardar esto. ¿Te importa que organice un poco mientras hablamos?

Daniel paseó la mirada por las atiborradas estanterías y el escritorio rebosante de papeles.

– Claro que no. ¿Pero por qué la señorita Gótica no…?

– Julie -intervino Amanda.

– Bien. Julie. ¿Por qué no se ocupa Julie de tus archivos?

– Lo hace.

Daniel miró a su alrededor y se mordió la lengua.

– Está aprendiendo -aclaró Amanda, siguiendo su mirada.

– ¿Insinúas que antes era aún peor?

Tras una pequeña pausa, Amanda dejó el montón de carpetas en el alféizar que tenía a su espalda.

– ¿Has venido hasta aquí sólo para insultar a mi personal?

Desde donde estaba sentado, Daniel tuvo la impresión de que Amanda había bloqueado el aire acondicionado. En un húmedo día de agosto, en el centro de la ciudad.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

– Dos, bueno, cerca de tres…

– ¿Semanas?

– Años.

– Ah.

– Déjate de «ah». Sólo porque Elliott Publication Holdings contrate a estudiantes de doctorado como personal administrativo…

– No estaba comparándote con EPH -Daniel decidió aprovechar la oportunidad, por pequeña que fuera. Ella arqueó una ceja-. Te comparaba con Regina & Hopkins.

– ¿Y quién ha ganado? -la ceja de ella se arqueó aún más.

– Amanda…

– En serio, Daniel. ¿Cómo quedo en comparación con una empresa fría, calculadora, inhumana y obsesionada por los beneficios como Regina & Hopkins?

Daniel parpadeó, preguntándose de dónde había llegado ese mazazo en el estómago.

– Ya me imaginaba -dijo ella. Levantó otro montón de carpetas y miró a su alrededor.

Él tuvo la impresión de que sólo estaba recolocando el desorden. Se planteó que tal vez estuviera nerviosa. Eso no era malo, podía darle ventaja.

– ¿Por qué siempre hablas de la eficacia y los beneficios como si fueran blasfemias?

Ella dejó las carpetas en una esquina libre que quedaba sobre el archivador.

– Porque «eficacia» como tú lo llamas, es una excusa para tratar a la gente como meros generadores de beneficios.

Daniel rebuscó en su cerebro un momento.

– La gente es generadora de beneficios. Se contrata gente buena, se le paga un salario justo y esa gente gana dinero para la empresa.

– ¿Y quién decide quién es la buena gente?

– Amanda…

– ¿Quién lo decide, Daniel?

– El Departamento de Recursos Humanos -aventuró él, tras intentar dilucidar si era una pregunta trampa.

Amanda señaló la puerta del despacho y su tono se volvió más cortante.

– Julie es una buena persona.

– Te creo -asintió él, comprendiendo que debía dar marcha atrás. Sus discusiones se disparaban tan rápido que resultaba difícil mantener la conversación dentro del equilibrio.

– Puede que no sea la mejor mecanógrafa ni archivista del mundo. Y nunca llegaría a cruzar la puerta del Departamento de selección de EPH, pero es muy buena persona.

– Ya he dicho que te creo -repitió Daniel con tono conciliador, haciéndole un gesto para que volviera a sentarse. Amanda tomó aire y se sentó.

– Se merece una oportunidad.

– ¿Dónde la encontraste? -inquirió Daniel, sentándose también. Estaba seguro que no había sido a través de ninguna de las agencias de empleo de buena reputación.

– Es una antigua clienta.

– ¿Es una delincuente?

– Una acusada. Cielos, Daniel. Ser arrestado no implica ser culpable.

– ¿De qué la acusaron?

Amanda frunció los labios un segundo.

– Desfalco.

– ¿Desfalco? -Daniel la miró atónito.

– Ya me has oído.

Él se puso en pie y dio unos pasos por el pequeño despacho, intentando mantener la compostura.

– ¿Contrataste a una malversadora de fondos para que llevara tu oficina?

– He dicho que fue acusada.

– ¿Era inocente?

– Había circunstancias atenuantes…