– ¡Amanda!
– Esto no es asunto tuyo, Daniel -sus ojos se endurecieron.
Daniel apretó la mandíbula. Entendía que ella pudiera pensar eso. Habían vuelto a empezar con mal pie. Y era culpa de él. Debería haber orquestado la conversación con más cuidado. Se sentó y luego se inclinó hacia delante.
– Eres indulgente, Amanda. Siempre lo fuiste.
– Si consideras «indulgente» ver a las personas como si fueran algo más que esclavos, tienes razón.
Él apretó la mandíbula, resistiéndose a contestar.
– ¿Quieres criticar mi estilo de contratación de personal? -entrelazó los dedos y los estiró, como si se preparara para una pelea-. ¿Por qué no echamos un vistazo al tuyo?
– Mi personal es el mejor.
– ¿Sí? Háblame de tu personal.
– Mi secretaria, Nancy, es licenciada en gestión empresarial y experta en ofimática.
Amanda levantó el bolígrafo de nuevo y golpeó rítmicamente el escritorio.
– ¿Tiene hijos?
– No lo sé.
– ¿Está casada?
– No creo -contestó Daniel tras pensar un momento. A Nancy no le importaba tener que quedarse a trabajar hasta tarde. Si tuviera un marido y familia, seguramente le molestaría más.
– Voy a hacerte una encuesta, Daniel. Dime el nombre de la pareja de uno de tus empleados. De cualquiera.
– Misty.
– Eso es trampa.
– Has dicho de cualquiera -sonrió Daniel.
– ¿Sabes cuál es tu problema?
– ¿Qué soy más listo que tú?
Ella le tiró el bolígrafo. Él lo esquivó.
– No tienes alma.
Por alguna razón, esas palabras lo golpearon con fuerza inusitada.
– Supongo que eso es un problema -murmuró.
Ella hizo una mueca de arrepentimiento al ver su expresión, pero se recuperó de inmediato.
– Quiero decir que estás tan centrado en el negocio, la productividad y los beneficios, que olvidas que el mundo está lleno de gente. Tus empleados tienen sus propias vidas. No son sólo meras comparsas de la tuya.
– Sé que tienen sus propias vidas.
– En abstracto, sí. Pero no sabes nada de esas vidas.
– Sé cuanto necesito saber.
– ¿Sí? -preguntó ella con escepticismo.
– Sí.
– Comparemos, ¿vale? Pregúntame algo de Julie.
– ¿Julie?
Amanda puso los ojos en blanco, irritada.
– La recepcionista gótica.
– Ah, Julie.
Amanda esperó. Daniel rebuscó en su mente para formular una pregunta importante.
– ¿Tiene alguna condena anterior por desfalco?
– No -Amanda se recostó en su asiento-. Tiene un apartamento en el East Village. Tiene un novio, con quien rompe y se reconcilia, llamado Scout. Creo que es demasiado buena para él. Asiste a clases nocturnas de programación de hojas de cálculo. Su madre batalla contra la artritis y tiene dos sobrinos, hijos de su hermana Robin, a los que lleva al zoo los sábados por la tarde.
– Y, aun así, no sabe archivar.
– ¡Daniel!
– No entiendo a dónde quieres llegar, Amanda. Es tu empleada, no tu mejor amiga.
Amanda, movió la cabeza, abrió un cajón del escritorio y miró el revoltijo de contenidos.
– Claro que no lo entiendes -farfulló-. Contrataste a Sharon.
– Eh -Daniel tensó los hombros. Su ex mujer no tenía nada que ver-. Eso no viene al caso.
– ¿Por qué no viene al caso?
– Yo no contraté a Sharon.
– Sé honesto, Daniel -Amanda lo miró-. ¿Te casaste con Sharon porque adorabas su sentido del humor, sus opiniones sobre literatura y sobre los acontecimientos mundiales? -alzó la voz-. ¿O te casaste con ella porque sabía hacer conversación cortés en tres idiomas, preparar canapés en menos de una hora y estaba estupenda con cualquier modelito de Dior?
– Me divorcié de Sharon.
– ¿Qué ocurrió? ¿Los canapés se reblandecieron?
– No debería haber venido -Daniel se levantó. No había pretendido incomodar a Amanda. Y menos aún hablar de Sharon. Sharon había salido de su vida para siempre.
– ¿Por qué has venido, Daniel?
– No para hablar de Sharon.
– Claro que no -Amanda asintió con la cabeza. Sus ojos se suavizaron y recuperaron ese color moca que él adoraba-. Lo siento. ¿La echas de menos?
– Me divorcié de ella.
– Pero aun así…
– No echo de menos a Sharon. Ni un segundo. Ni un nanosegundo -pensándolo bien, eso podría querer decir que Amanda tenía razón. Arrugó la frente.
Ella se puso en pie y salió de detrás del escritorio.
– Así que sí fue por el parloteo y los modelitos.
– Me tienes contra las cuerdas ¿y aún quieres ganar más puntos?
– Desde luego.
Daniel suspiró. Se preguntó qué le había atraído de Sharon en un principio. Su padre apoyaba el matrimonio, pero eso no podía haber sido lo único.
En esa época estaba recuperándose de haber perdido a Amanda. Tal vez le había dado igual quién fuera su esposa. Tal vez había pensado que Sharon sería una esposa más segura. Una esposa que conocía su mundo y no esperaría cosas de él que sencillamente era incapaz de dar.
Como había sido el caso de Amanda.
– ¿Daniel? -la voz de Amanda interrumpió sus pensamientos.
– ¿Sí? -se centró en su rostro. Ella se había acercado y olía su perfume.
– Te he preguntado cuándo.
– Cuándo, ¿qué?
La boca de ella se curvó con una sonrisa paciente.
– ¿La cena con Cullen y Misty?
Él miró fijamente su sonrisa. Seguía siendo increíblemente bella, con esos labios carnosos, el cabello brillante y ojos profundos como pozos.
– Ah -cambió el peso de un pie a otro-. El viernes a las ocho, en el Premier.
– De acuerdo.
– Muy bien -sintió el súbito deseo de tocar su pelo. Siempre le había encantado deslizar los dedos por su sedosa y perfumada suavidad. Era una de sus cosas favoritas en el mundo.
– ¿Daniel?
– ¿Sí? -curvó los dedos para resistirse al impulso.
– Lamento haber hablado de Sharon.
– ¿De veras piensas que la contraté para que fuera mi esposa? -sentía curiosidad genuina por saberlo.
– Creo que tus prioridades están muy revueltas.
– ¿En qué sentido?
– Eres un hombre demasiado controlador, Daniel.
– ¿Sí? Pues tú me estás haciendo perder el control en este momento.
Ella ladeó la cabeza y esbozó una leve sonrisa.
– Entonces deberías dejar de perseguirme.
– Seguramente tengas razón en eso -contestó él, atreviéndose a acercarse un paso más-. Pero, por lo visto, te encuentro irresistible.
Los ojos de ella se ensancharon.
Él tocó su cabello, dejó de luchar contra el deseo y se dejó llevar. Tuvo la sensación de ser catapultado a quince años atrás.
– Estoy intentando ayudarte, Amanda.
– No necesito ayuda -la voz de ella sonó entrecortada.
– Sí la necesitas -la besó en la frente con suavidad-. Y por suerte para ti, estoy disponible.
Cuando la puerta se cerró a espaldas de Daniel, Amanda se agarró al borde de la mesa para equilibrarse.
«Estoy disponible»
Se preguntó qué diantres quería decir ese «Estoy disponible».
Y por qué la había besado. Bueno, no había sido exactamente un beso. Pero había…
– ¿Amanda? -la puerta se abrió y Julie asomó la cabeza. Movió las cejas de arriba abajo y una sonrisa curvó sus labios pintados de morado oscuro.
– ¿Quién era el súper superhombre?
Amanda la miró sin comprender.
– El tipo que acaba de marcharse -aclaró Julie.
– ¿Daniel?
– Exacto -Julie simuló un mareo-. El delicioso Daniel.
– Es mi ex marido.
– ¿Cómo? -Julie dio un paso atrás-. ¿Te divorciaste de ese tipo?
– Lo hice.
– ¿En qué estabas pensando?
– En que era neurótico, pretencioso y controlador.
– ¿Y eso a quién le importa?
Buena pregunta. No, mala pregunta. Amanda había dejado a Daniel por muy buenas razones, entre ellas su inamovible deseo de éxito y su negativa a mantener la más mínima independencia de su padre.
– A mí me importaba -le dijo a Julie.
– A cada uno lo suyo, supongo -Julie movió la cabeza y soltó un suspiro exagerado-. ¿Qué quería?
– Dirigir mi vida -Amanda se masajeó la sien.
– ¿Vas a permitirlo?
– Ni en sueños.
– ¿Vas a verlo de nuevo?
– No -contestó. Bueno, no lo vería después del vienes. Y eso no contaba, porque Cullen y Misty estarían allí.
– Vale -Julie se encogió de hombros-. Tu cita de las dos está aquí.
– Son casi las dos y media -dijo Amanda, tras echar un vistazo a su reloj.
– No quería molestarte.
– Es un cliente que paga -empujó a Julie hacia la puerta con suavidad-. Ya puedes ir molestándome.
Julie la miró por encima del hombro.
– Pensé que podías estar tirándote al Señor Delicioso sobre el escritorio.
– Ya, seguro -dijo Amanda, haciendo caso omiso de cómo se le había disparado el pulso al pensarlo.
– Es lo que habría hecho yo -Julie soltó una risita.
Capítulo Cuatro
Amanda deslizó la percha de su vestido de seda roja de Chaiken por la barra. No le importaba que hubiera pasado de moda hacía años. Pero sí que fuera demasiado sensual para pasar una velada en la misma habitación que Daniel.
Después miró el Vera Wang de cuello en uve. No. Demasiado estilo Las Vegas.
Frunció el ceño ante el Tom Ford con lentejuelas. Tampoco. Demasiado princesa.
Su Valentino multicolor, de hacía diez años, era el último de la barra. En cuanto a comodidad, dejaba mucho que desear. No tenía tirantes y tendría que ponerse uno de esos instrumentos de tortura con alambre para mantener sus senos en la posición correcta. Pero era de una bonita seda naranja roja y amarilla, ajustado en el corpiño, falda suelta y un bajo festoneado muy favorecedor.
Era elegante sin rendirse al negro básico de Nueva York.
Miró su reloj. Para bien o para mal, ése era el vestido. Lo echó sobre la cama y fue hacia la ducha. La luz del contestador automático parpadeaba, pero la ignoró. Se había entretenido en la oficina leyendo un informe, y sólo le quedaban cinco minutos para lavarse el pelo, ponerse algo de maquillaje y embutirse en la ropa interior de tortura.
Mientras se enjabonaba recordó que también necesitaba zapatos. En concreto, las sandalias doradas de tiras. Debían estar en el armario del vestíbulo… tal vez.
Tendría que conformarse sin maquillaje. Se lavó el pelo rápidamente, cerró el grifo y fue al vestíbulo envuelta en una toalla.
Arrodillada ante el armario empezó a rebuscar en el desordenado montón de zapatos. Negros, beis, sin tacón, deportivos…
Una sandalia dorada. Buscó la otra y tuvo suerte. Las tiró junto a la puerta y corrió al dormitorio.
Se puso el sujetador y unas bragas a juego. Dio gracias a Dios por haberse depilado esa mañana. Después se puso el vestido y se sintió patéticamente agradecida cuando la cremallera subió sin dificultad. En el cuarto de baño, se pasó un peine por el pelo. En el pasillo, se puso las sandalias. Estaba lista.
Bolso.
Maldiciendo, volvió al dormitorio y buscó un bolso de vestir. Sobre la cómoda había unos pendientes de granates y se los puso.
Ya. El pelo se secaría en el taxi.
Agarró las llaves y salió de la casa.
– ¿Señora Elliott? -un chófer uniformado esperaba al final de la escalera, junto a una limusina.
– ¿Sí?
– Cortesía del señor Elliott, señora -abrió la puerta de atrás con una reverencia.
Amanda miró el coche.
– Le pide disculpas si no recibió el mensaje telefónico.
El primer instinto de Amanda fue rechazar la limusina. Pero luego se resignó mentalmente. No tenía sentido buscar un taxi sólo por despecho.
Sonrió al conductor y fue hacia la puerta.
– Gracias.
Vio que dentro había un bar, televisión, tres teléfonos y una consola de juegos de video. Hacía tiempo que no viajaba con tanto lujo. Miró al chofer.
– Supongo que no habrá un secador de pelo, ¿verdad?
– Me temo que no -sonrió el conductor-. ¿Necesita unos minutos más?
– No, gracias. Ya voy tarde.
– Eso es prerrogativa de una dama -respondió él.
– No, tendrán que conformarse tal y como estoy -dijo ella, entrando en el coche.
– Está perfecta -dijo él con diplomacia.
– Gracias -contestó Amanda, acomodándose en el asiento-. Y también por recogerme.
– Es un placer -cerró la puerta.
La limusina arrancó con suavidad. Se encendieron unas luces moradas y empezó a escucharse una música suave.
– ¿Le apetece beber algo?
– No, gracias -Amanda se recostó y contempló la surrealista mezcla de las luces del tráfico tras los cristales ahumados. No debería estar disfrutando tanto.
– El señor Elliott me pidió que le pidiera disculpas por el problema con el restaurante -dijo el chófer.
– ¿Problema? -Amanda se irguió en el asiento.
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