– Creo que ese barco ya partió -los ojos de él chispearon y sonrió al mirar el cuenco vacío que había entre ellos-. Te has tragado todos los bombones que iba a utilizar para seducir a una chica.

– He tenido ayuda -protestó ella, golpeándolo en el hombro.

– Eran mi arma secreta.

En vez de contestar, ella probó el champán.

– Eh, esto está muy bueno -alzó la copa a la luz y observó las burbujas subir a la superficie. Creo que el champán debería ser tu arma secreta.

– ¿Sí? Pues también te la estás tragando tú -rezongó él.

Ella sonrió y tomó otro sorbo.

– La vida a veces es un asco, ¿eh?

Él soltó una carcajada al oír eso. Abrió la bolsa de palitos salados y se acomodó en el sofá.

Amanda suspiró con satisfacción. Había odiado la fiesta. Odiaba admitirlo pero no le había gustado su primera fiesta con los alumnos más populares.

Era mucho mejor estar allí sentada, viendo una película, riendo y charlando con Daniel, y bebiendo algo que no sabía a gasolina con zumo de naranja.

Para cuando el personaje que hacía Richard Dreyfuss subió al avión, Amanda se había quitado los zapatos y la botella de champán estaba medio vacía.

– Ni siquiera llega a conocerla -se quejó Daniel.

Ambos habían comentado la película, compartiendo sorpresas, suspense y risas.

– Será para siempre la mujer misterio -dijo Amanda, alzando la copa hacia él.

– Eso es un rollo.

– Es ficción.

– Sigue siendo un rollo.

Ella se rió. Daniel dejó la copa en la mesa.

– Un tipo no debería dejar pasar esas oportunidades.

– ¿Besa a la rubia cuando puedas?

– Algo así -dijo él.

– Supongo que deberíamos volver a la fiesta -sugirió ella, con pesar. Se levantó, recogió los restos de la mesa y fue descalza hacia el bar.

– Imagino -él también se levantó-. No llegamos a encontrar la cubitera de hielo.

– Tengo la sensación de que a nadie le importará a estas alturas de la noche -se dio la vuelta y se encontró cara a cara con él. Más bien, se encontró con su pecho, porque le sacaba más de quince centímetros de altura, estando descalza.

– Si han seguido bebiendo ese ponche, seguro que no -dijo él-. ¿Amanda?

– ¿Sí? -alzó la barbilla para mirarlo.

Él ladeó la cabeza y ella notó el súbito cambio en el ambiente.

– Estaba pensando -se acercó un poco más.

Ella debería haberse sentido intimidada por sus anchos hombros, por su altura, pero no fue así. Tomó aire, inhalando su aroma especiado y varonil.

– ¿En qué estabas pensando?

– En oportunidades perdidas -le apartó un mechón de pelo de la sien.

Ella estaba bastante segura de no estar malinterpretando lo que ocurría. Pero la idea de que Daniel Elliott se le insinuara le parecía una locura.

– ¿Te refieres a la película?

– Me refería a nuestra graduación.

Confusa, Amanda lo miró.

– Podríamos no volver a vernos nunca -dijo él.

– Es posible -aceptó ella. Apenas se habían visto estando en el mismo instituto, las posibilidades de hacerlo si ella estaba en la universidad y él recorriendo mundo eran más que remotas.

– Así que… -susurró él.

– ¿Qué?

– ¿Qué vamos a hacer al respecto?

Ella contempló cómo sus ojos se oscurecían y entreabría los labios.

– ¿Daniel?

– Es ahora o nunca, Amanda -pasó la palma de la mano por su mejilla lentamente, dándole tiempo para adaptarse al cambio de escena, o para protestar-. Estoy a punto de besarte.

– Lo sé -musitó ella, anhelando el beso.

Era perfecto. Correcto. De alguna manera sabía, intelectual, emocional y cósmicamente que un beso de él en ese momento era inevitable.

Sus labios la tocaron. Firmes, luego tiernos, después húmedos, y por fin, ardientes.

Ella rodeó su cuello con los brazos, respondiendo a la presión, entreabriendo los labios y ladeando la cabeza para profundizar en el beso. Sintió calor, luego frío y después calor otra vez.

Era Daniel, Daniel Elliott, quien la estaba besando y abrazando. Su sabor era más intenso que el del chocolate y el champán. Sentía un cosquilleo en la piel y le hervía la sangre. Nunca había sentido nada parecido. Dardos de deseo atravesaron su cuerpo. Había besado a otros chicos, pero nunca así. Nunca había sentido que tomaran control de su cuerpo y de su alma.

Quería más. Y más intenso. Abrió la boca, invitándolo. Cuando la lengua de él la invadió, casi gimió de placer.

Él rodeó su cintura con una mano y la atrajo hacia sí, apretándola contra su cuerpo. Ella aceptó la presión y buscó más aún.

Sintió un océano rugiendo en su cabeza y se aferró a sus hombros. El beso seguía y seguía. Y ella se abrió aún más a él.

Oyó un sonido ronco de su pecho cuando él la apoyó en la barra y deslizó una mano por su columna, que después se situó en sus costillas, rozando apenas la parte inferior de un seno. Ella sintió cómo se endurecían sus pezones.

Deseaba que la tocara, pero le daba miedo pedirlo.

Después, el bajó la otra mano, acariciando su cuello. Se tensó y esperó. Cuando sintió las puntas de sus dedos en el seno izquierdo, casi se estremeció por la intensidad de la sensación.

– Amanda -gimió él.

Jadeando, ella deslizó las manos por su pecho, introduciéndolas bajo su chaqueta y hacia su espalda, apretando los senos contra sus manos.

Por fin entendía que sus amigas se entusiasmaran tanto. Que hicieran el amor con sus novios en el asiento trasero del coche. En ese momento, a ella le habría dado igual dónde estuvieran.

– Daniel -su voz convirtió su nombre en una súplica.

– Esto es… -volvió a besarla y sus manos le quemaron la piel bajo el vestido de seda. Cuando acarició un pezón con el pulgar, sintió chispas que penetraban hasta lo más hondo de su ser. No había sabido que existieran sensaciones como ésa.

La modestia y la timidez se esfumaron. Deseaba a Daniel con cada átomo de su cuerpo. Lo deseaba como nunca había deseado a nadie.

Él besó su cuello con rudeza, irritando su delicada piel con su ardor. Ella inclinó la cabeza para facilitarle el acceso. Tenía que quitarle la chaqueta. Necesitaba tocar su piel, sentir su fuego.

Él le besó el hombro y después deslizó las manos para desatar el nudo que sujetaba el vestido de seda sin espalda.

– Dime que pare -exigió él, mientras desataba el lazo.

– No pares -dijo ella, anhelante-. No pares. Sentía una corriente eléctrica entre los muslos, que necesitaba calmar como fuera.

– Amanda -gimió él. Soltó el lazo y el vestido cayó hasta su cintura.

Daniel clavó la vista en sus pechos desnudos.

Ella arqueó la espalda, cerró los ojos y se llevó la mano al pelo. Lo soltó y sacudió la cabeza.

– Eres bellísima -Daniel maldijo entre dientes-. Increíblemente bella -cerró una mano sobre un pecho y ella gimió.

Se sentía guapa. Por primera vez en su vida se sentía guapa y deseable y carente de pudor. Le quitó la chaqueta de los hombros, desesperada por sentir su piel. No sabía mucho de sexo, pero sí sabía que la ropa de él molestaba.

La chaqueta cayó al suelo y empezó a quitarle la corbata. Él tragó aire.

– Amanda -su voz sonó desesperada.

Ella lo besó en la boca y empezó a desabrocharle la camisa.

– Podemos parar -siseó él-. Me matará, pero aún podemos…

Por fin, llegó a su piel. Besó su torso desnudo con los labios y él se estremeció.

– No vamos a parar -musitó ella contra la cálida piel. El mundo estaba lleno de opciones, pero parar en ese momento no era una opción viable.

– Gracias a Dios -él buscó uno de sus pezones y lo que hizo casi consiguió que a ella se le doblaran las rodillas.

Él la apretó contra sí y luego la alzó en brazos y, besándola en la boca, la llevó al dormitorio.

Ella acarició su pecho, disfrutando con el vello suave que rodeaba sus pezones planos, preguntándose si sentía lo mismo que ella con las caricias.

Daniel murmuró su nombre otra vez mientras la dejaba de pie, junto a la cama. Ella desabrochó el botón del costado de su vestido y la prenda cayó a sus pies. Él acarició su espalda desnuda y la apretó contra su cuerpo.

Ella tembló al pensar en lo que estaba por llegar. Pero iba a hacerlo. Nada podría detenerla.

– ¿Amanda? -preguntó él, interrogante. Ella le quitó la camisa, evitando sus ojos-. ¿Estás nerviosa?

– No -mintió ella.

– ¿Alguna vez has…? -empezó él.

Ella lo miró. No tenía sentido mentir. Iba a darse cuenta enseguida. Movió lentamente la cabeza.

– Lo siento.

– ¿Lo sientes? -aflojó las manos y tosió-. Cielos, acabas de hacerme… -la besó con ternura, en la boca, las mejillas, los párpados y las sienes.

– ¿Estás segura? -susurró después.

– Estoy muy segura -respondió ella.

Los labios de él se curvaron con una sonrisa. Deslizó un dedo por su abdomen, se detuvo en el ombligo y siguió por los suaves rizos de su entrepierna, hasta tocarla suavemente. Ella abrió los ojos de par en par.

– ¿Te gusta? -preguntó él, quemándola con los ojos.

– Oh, sí.

Él la tocó con más firmeza, más abajo.

– ¿Qué debo hacer? -ella se aferró a sus hombros.

– Nada -musitó él.

– Pero…

– No puedes equivocarte, Mandy. Es imposible que hagas esto mal.

Ella tensó los músculos y sus ojos se humedecieron. Él la tumbó en la cama con gentileza.

– Dime si te hago daño.

– No me estás haciendo daño.

Él la dejó un segundo, para quitarse los pantalones. Pero después volvió y sus manos devoraron su cuerpo. Ella habría deseado que el tiempo se detuviera para absorber cada sensación.

Tomó aire, deseando devolverle la sensación, asegurarse de que él sentía al menos la mitad de lo que sentía ella. Acarició su pecho con los nudillos y bajó por su abdomen. Los músculos de él se contrajeron.

Sus bocas se encontraron de nuevo, y ella se arqueó bajo su mano, pidiéndole con todo el cuerpo que llegara más adentro, con más fuerza. Rodeó su miembro con la mano y el calor casi la quemó.

Él soltó una maldición y ella lo soltó.

– ¿Te he hecho daño?

– Estás matándome, nena.

– Perdona.

– Mátame un poco más -pidió él, con una risa ronca. Y ella lo hizo. Poco después, él se situó sobre ella, con el rostro rígido por el esfuerzo de controlarse.

– Es ahora o nunca.

– Ahora -afirmó ella con convicción. Abrió los muslos para recibirlo.

Él la penetró de una sola embestida. Los ojos de ella se ensancharon de dolor, pero él lo borró con sus besos.

– Pronto estarás bien -le susurró al oído.

Y así fue. El dolor duró poco, la pasión siguió.

Él se movió en su interior y el deseo se disparó. Cuando incrementó el ritmo ella lo besó con fuerza, abriendo su cuerpo, buscando algo que no conseguía identificar.

Era como si sintiera una descarga eléctrica en las piernas, que se concentraba en un remanso de calor y sensación, donde sus cuerpos se unían.

Él gimió su nombre y se tensó. El mundo se detuvo un microsegundo y luego ella sintió una explosión de alivio recorrer su cuerpo, como una tormenta de verano, pura mezcla de luz y color.


– ¿Señora Elliott?

Una voz interrumpió sus pensamientos. El chófer. Se llevó la mano al pecho, avergonzada por haber estado fantaseando sobre Daniel.

– ¿Sí?

– Hemos llegado -señaló un edificio marrón.

– Sí, claro -Amanda se movió hacia la puerta.

– Yo le abriré.

Permitió que el chófer la ayudara a salir, le dio las gracias y cruzó la acera hasta su puerta. Metió la llave en la cerradura.

Pero los recuerdos de aquella noche de fin de curso se negaban a desaparecer.

Daniel y ella habían hecho el amor toda la noche. La despedida al día siguiente había sido agridulce, ambos sabían que quizá no volvieran a verse.

Y no lo habrían hecho. Ella habría ido a la universidad y él a recorrer el mundo y escribir artículos.

Si no hubiera sido por Bryan.

Bryan lo había cambiado todo.

Capítulo Seis

Daniel aparcó su Lexus plateado delante del juzgado, dispuesto a cambiar de táctica. Debería haber sabido que su impulsivo plan con Taylor no funcionaría con una mujer tan lista como Amanda.

Esa vez, las cosas serían distintas.

Estaba bajando el ritmo, recopilando datos. Cuando diera el siguiente paso, ella ni lo vería llegar.

Para él era fácil entender qué debería atraerle del derecho corporativo. Pero no entendía qué le atraía de defender a criminales.

Y eso estaba a punto de cambiar.

Abrió la puerta del coche y bajó. La recepcionista de Amanda, la bendijo por su actitud amistosa e inconsciente, le había dicho exactamente dónde encontrarla. En un juicio por desfalco.

Desfalco.