– ¿Y qué es, en tu opinión, lo que debo entender de eso?

Ella tragó saliva.

– Hablaba en términos generales. Sabía que se estaba muriendo, y eso fue lo único que sintió que tenía que decirme.

– ¿Y crees que él deseaba que lo usara como consejo en el asunto de las casas?

– No puedo saberlo… Eres tú quien tiene que decidirlo e interpretarlo. Yo solo puedo decirte lo que él dijo aquel día.

Minerva esperó. Royce tenía los dedos tensos y las manos entrelazadas con fuerza. Incluso desde donde estaba, el ama de llaves podía sentir la peligrosa energía de su carácter, los torbellinos arremolinándose y azotando en una tempestad que estaba reuniéndose a su alrededor.

Sintió una demencial necesidad de acercarse más a él, de extender una mano y posarla en su brazo, en los músculos que estarían tan tensos, y que serían más hierro que acero bajo su palma. De, si podía, intentar tranquilizarlo, drenar parte de esa inquieta energía, de traerle alguna liberación, alguna paz, algún desenlace a su inquietud.

– Déjame -Su voz era átona, casi irritante.

Incluso a pesar de que no podía verla, Minerva inclinó la cabeza, y después se giró y caminó, con tranquilidad y firmeza, hasta la puerta.

Tenía la mano sobre el pomo cuando Royce preguntó:

– ¿Eso es todo lo que dijo?

Ella lo miró. No se había movido de su lugar junto a la ventana.

– Eso fue todo lo que me dijo que te dijera. "Dile a Royce que no cometa los mismos errores que yo he cometido". Esas, exactamente esas, fueron sus últimas palabras.

Como el duque no dijo nada más, Minerva abrió la puerta, salió y la cerró a su espalda.

CAPÍTULO 04

A la mañana siguiente, Royce entró en el salón del desayuno temprano y cazó a su ama de llaves justo cuando esta estaba terminando su té.

Con los ojos muy abiertos, fijos en él, bajó su taza; sin apartar su mirada del duque, la dejó sobre el platillo.

Sus instintos eran excelentes. La recorrió con la mirada.

– Bien… estás vestida para montar -Retford le había dicho que lo estaría mientras desayunaba, antes. -Puedes mostrarme esas casas.

Minerva elevó las cejas, considerándolo un momento, y después asintió.

– De acuerdo -Dejó la servilleta junto a su plato, se levantó, cogió sus guantes de montar y su fusta, y tranquilamente, se unió a él.

Aceptando su desafío.

Decidido, sufrió mientras seguía a la sonriente ama de llaves hasta el patio oeste. Sabía que sus hermanas desayunarían en sus habitaciones, y que sus esposos bajarían bastante más tarde, lo que le permitía raptarla sin tener que ocuparse de ninguno de ellos.

Había ordenado que ensillaran sus caballos. El duque puso rumbo hacia el exterior de la casa; mientras cruzaban el patio hacia los establos, miró a Minerva que, aparentemente imperturbable, caminaba a su lado. Había evitado hacer ningún comentario sobre su conversación de la noche anterior, pero ella diría algo, con seguridad. Para reafirmar su opinión de que él no tenía que manejar el ducado como su padre.

De que él debía romper con la tradición y hacer lo que creía que estaba bien.

Como había hecho dieciséis años antes.

A pesar de su silencio, su opinión le había llegado con claridad.

Royce se sentía como si Minerva estuviera manipulándolo.

Llegaron al establo y encontraron a Henry sosteniendo a Sable mientras Milbourne esperaba con el caballo del ama de llaves, un zaino castrado.

Mientras se acercaba a Milbourne, Minerva miró el nervioso caballo gris.

– Veo que lo has domado.

Royce cogió las riendas de las manos de Henry, plantó una bota sobre el estribo y pasó su pierna sobre el amplio lomo.

– Sí.

Del mismo modo que habría querido domarla a ella.

Apretó los dientes y reunió las riendas, conteniendo a Sable mientras contemplaba cómo Minerva se acomodaba en su silla. Después asintió, dándole las gracias a Milbourne, levantó las riendas y salió al trote.

Royce la miró a los ojos, y señaló las colinas con la cabeza.

– Guíanos.

Ella lo hizo, a un paso que eliminó parte de la tensión de su estado de ánimo. Era una magnífica amazona, con una excelente montura. Una vez que se hubo convencido de que la joven no iba a caerse, encontró otro sitio donde fijar su mirada. Minerva lo guió sobre el puente, después a través de los campos, saltando muros bajos de piedra mientras se dirigían al norte de la villa. Sable mantuvo el paso con facilidad; tuvo que contener al semental para evitar que tomara el liderazgo.

Pero una vez que alcanzaron el camino que serpenteaba a lo largo de las orillas del Usway Burn, un afluente del Coquet, aminoraron la velocidad, dejando que los caballos encontraran su propio paso a lo largo del rocoso e irregular campo. Ya que tenía menos experiencia que el zaino, Sable parecía satisfecho de seguir sus pasos. El camino era apenas lo suficientemente ancho para una carreta; siguieron su ruta hacia las colinas.

Las casas se levantaban en el centro del campo, en el lugar donde el valle se ampliaba en un prado de razonable tamaño. Era una propiedad pequeña, aunque fértil. Como Royce recordaba, siempre había sido próspera. Era una de las pocas propiedades del ducado dedicadas al maíz. Con la incertidumbre del suministro de aquel alimento básico, y el consecuente incremento en su precio, podía comprender el interés de Kelso y Falwell por incrementar los acres de cultivo, pero… El ducado siempre había producido suficiente maíz para alimentar a su gente; eso no había cambiado. No necesitaban plantar más.

Lo que necesitaban era conservar a granjeros como los Macgregor, que conocían la tierra que trabajaban.

Tres casas (una mayor, y dos más pequeñas) habían sido construidas en la ladera de una colina que daba al oeste. Cuando se acercaron a los edificios, la puerta de la más grande se abrió; un hombre anciano, encorvado y curtido por el sol salió. Apoyado en un firme bastón, los observó sin expresión mientras Royce tiraba de las riendas y desmontaba.

Minerva se liberó de los estribos y bajó al suelo; con las riendas en una mano, saludó al anciano.

– Buenos días, Macgregor. Su Excelencia ha venido para echar un vistazo a las casitas.

Macgregor inclinó la cabeza educadamente hacia ella. Mientras guiaba a su zaino hasta una valla cercana, cogió las riendas de Royce.

El duque caminó hacia delante, y se detuvo ante Macgregor. Sus viejos ojos del color de un cielo tormentoso mantuvieron su mirada con una tranquilidad y una arraigada seguridad que solo la edad puede proporcionar.

Royce sabía que su padre habría esperado, silenciosa e intimidatoriamente, un reconocimiento de su posición social, y que después, posiblemente, habría asentido con sequedad antes de exigir a Macgregor que le mostrara las casas.

Él le ofreció su mano.

– Macgregor.

Sus viejos ojos se abrieron de par en par. La mirada de Macgregor bajó hasta la mano de Royce; después de un instante de duda, cambió su bastón de mano, y agarró la mano que le extendía con un apretón sorprendentemente fuerte.

Macgregor levantó la mirada mientras sus manos se separaban.

– Bienvenido a casa, su Excelencia. Me alegro de verle.

– Te recuerdo… Sinceramente, me ha sorprendido que aún estés aquí.

– Sí, bueno, algunos de nosotros nos hacemos más viejos que los demás. Yo también me acuerdo de usted… Solía verle cabalgando como un loco sobre aquellas colinas.

– Me temo que mis días de salvajismo han pasado.

Macgregor hizo un sonido que denotaba una abyecta incredulidad.

Royce miró los edificios.

– Tengo entendido que hay un problema con esas casas.

Minerva se encontró siguiendo a la pareja, totalmente superflua, mientras Macgregor, conocido por su malhumor, mostraba a Royce los alrededores, señalando las grietas en los muros, y los lugares en los que las vigas y el techo ya no se encontraban.

Salieron de la casa más grande y cruzaron hacia la pequeña, a cuya izquierda oyeron el lejano sonido de los cascos de un caballo. Minerva se detuvo en el patio. Royce había oído al caballo aproximándose, pero no apartó su atención de Macgregor; ambos entraron en la casa más pequeña. El ama de llaves elevó una mano para protegerse los ojos y esperó en el patio.

El hijo mayor de Macgregor, Sean, apareció cabalgando una de sus bestias de carga. Aminoró la velocidad, se detuvo justo en el interior del patio y desmontó, dejando las sogas que había usado como riendas colgando. Se acercó rápidamente a Minerva.

– Los muchachos y yo estamos trabajando en las tierras de arriba. Te vimos llegar cabalgando -Miró la casita más pequeña. -¿Está el nuevo duque aquí, con papá?

– Sí, pero… -Antes de que pudiera asegurarle que su padre y el duque estaban entendiéndose a la perfección, Royce salió de la casa, agachándose para evitar el dintel. Miró a su espalda mientras Macgregor lo seguía, y después se acercó a ellos.

– Este es Sean Macgregor, el hijo mayor de Macgregor. Sean, Wolverstone -Minerva escondió una sonrisa ante la sorpresa de Sean cuando Royce asintió y, aparentemente sin pensar, le ofreció la mano.

Después de un momento de asombro, Sean la aceptó rápidamente y la apretó.

Liberado, Royce se dirigió a la última casita.

– Debería verlas todas ya que estoy aquí.

– Sí -Macgregor estaba perplejo. -Vamos, entonces. No hay mucha diferencia con las demás, pero esta tiene una esquina torcida.

Hizo una señal a Royce para que le siguiera, y este lo hizo.

Sean se quedó con la boca abierta, mirando cómo Royce se agachaba para atravesar la puerta de la casita detrás de su padre. Después de un momento, dijo:

– Está mirándolo de verdad.

– Por supuesto. Y cuando salga, sospecho que querrá hablar sobre lo que puede hacerse -Minerva miró a Sean. -¿Puedes hablar por tus hermanos?

Levantó la mirada hasta el rostro del ama de llaves, y asintió.

– Sí.

– En ese caso, sugiero que esperemos aquí.

Su profecía resultó ser correcta. Cuando Royce salió de la penumbra de la tercera casita, sus labios formaban una línea determinada. Miró a Minerva, y después se dirigió a Macgregor, que lo había seguido hasta el soleado exterior.

– Hablemos.

Royce, Minerva, Macgregor y Sean se sentaron en la mesa de negociaciones en la casa grande, y dibujaron un acuerdo que los satisfacía a todos. Aunque no aprobaba la solución de Kelso y Falwell, Royce dejó claro que no podía permitirse el precedente que se crearía si reparaba las casas bajo el contrato de arrendamiento actual; en lugar de eso les ofreció crear un nuevo contrato. Les llevó una hora ponerse de acuerdo en los principios básicos; decidir cómo hacer el trabajo apenas les llevó unos minutos.

Para sorpresa de Minerva, Royce se hizo cargo de todo.

– Tus muchachos necesitan dedicar su tiempo a la cosecha, antes de nada. Después de esto, pueden ayudarte con el edificio. Tú -Miró a Macgregor-lo supervisarás. Tu labor será asegurarte de que el trabajo se realiza como es debido. Yo vendré con Hancock -Miró a Minerva, -¿todavía es el constructor del castillo? -Cuando ella asintió, continuó. -Lo traeré aquí, y le mostraré lo que necesitamos que se haga. Tenemos menos de tres meses antes de las primeras nieves… Quiero que se demuelan las tres casas, y que se construyan tres totalmente nuevas antes de que llegue el invierno.

Macgregor parpadeó; Sean aún parecía aturdido.

Cuando dejaron la casa, Minerva estaba sonriendo, al igual que Macgregor y Sean. Royce, por el contrario, tenía puesta su inescrutable máscara.

El ama de llaves se apresuró a buscar su caballo, Rangonel. Había un tronco muy conveniente junto a la cerca para facilitar la monta; subió a su silla, y se colocó bien la falda del vestido.

Después de intercambiar un apretón de manos con los Macgregor, Royce echó una mirada a Minerva, y después recuperó a Sable y lo montó. La chica apresuró a Rangonel mientras Royce bajaba el camino.

Por último, se despidió de los Macgregor con la mano. Aún sonriendo, ellos le devolvieron el saludo. Echó un vistazo al duque.

– ¿Puedo decirte que estoy impresionada?

Royce gruñó.

Sonriendo, Minerva lo guió de vuelta al castillo.


– ¡Maldición!

Con los sonidos de un atardecer londinense (el traqueteo de las ruedas, el golpear de los cascos de los caballos, los estridentes gritos de los cocheros mientras bajaban la elegante Jermyn Street) llenando sus oídos, leyó la breve nota de nuevo, y después cogió el brandy que su hombre acababa de colocar en la mesa fortuitamente junto a su codo.

Tomó un largo trago, leyó la nota de nuevo y después la tiró sobre la mesa.

– El duque ha muerto. Tengo que ir al norte para asistir a su funeral.