No había remedio; si no aparecía, su ausencia se notaría. Pero no estaba demasiado entusiasmado por la perspectiva. Hasta aquel momento, su plan de supervivencia había girado alrededor de una total y completa evasión, pero un funeral ducal en la familia erradicaba aquella opción.
El duque estaba muerto. Es más, su némesis era ahora el décimo duque de Wolverstone.
Tendría que ocurrir en algún momento pero, ¿por qué demonios ahora? Royce apenas había tenido tiempo de sacudirse el polvo de Whitehall de los elegantes tacones de sus botas… Seguramente no se había olvidado del único traidor que no había conseguido entregar a la justicia.
Soltó una palabrota, y dejó que su cabeza cayera hacia atrás contra la silla. Siempre había dado por sentado que el tiempo (el simple transcurso de este) sería su salvación. Que el tiempo nublaría los recuerdos de Royce, y que su paso lo distraería con otras cosas.
Y ahora, de repente…
Se incorporó y tomó otro sorbo de brandy. Quizá tener un ducado que manejar (uno al que se había visto obligado inmediatamente después de un exilio de dieciséis años) era precisamente la distracción que Royce necesitaba para apartar su atención del pasado.
Royce siempre había tenido poder; haber heredado el título cambiaba poco en ese aspecto.
En realidad, quizá había sido bueno que ocurriera aquello.
El tiempo, como siempre, lo diría, pero, inesperadamente, ese tiempo era ahora.
Pensó, consideró; al final supo que no tenía elección.
– ¡Smith! Haz mis maletas. Tengo que ir a Wolverstone.
En el salón del desayuno, la mañana siguiente, Royce estaba disfrutando de su segunda taza de café y examinando despreocupadamente las últimas noticias del periódico cuando Margaret y Aurelia aparecieron.
Ambas estaban arregladas, y llevaban cofia. Con vagas sonrisas en su dirección, se dirigieron al aparador.
Royce miró el reloj sobre la repisa de la chimenea, confirmando que era temprano, no precisamente el amanecer, pero paradlas…
Su cinismo creció cuando se acercaron a la mesa, con los platos en la mano. El estaba en la cabecera de la mesa; dejando un espacio vacío a cada lado, Margaret se sentó a su izquierda, y Aurelia a su derecha.
Tomó otro sorbo de café, y mantuvo su atención en el periódico, porque con seguridad descubriría lo que querían, antes o después.
Las cuatro hermanas de su padre y sus esposos, y los hermanos de su madre y sus esposas, así como los distintos primos, habían comenzado a llegar el día anterior; la marea continuaría durante varios días. Y una vez que la familia estuviera en la residencia, los conocidos y amigos invitados a permanecer en el castillo para el funeral comenzarían a llegar; el personal estaría ocupado durante toda la semana siguiente.
Afortunadamente, la torre estaba reservada para la familia inmediata; ni siquiera sus tíos paternos tenían habitación en el ala central. Aquel salón de desayuno, también en la planta baja de la torre, era solo para la familia, y eso le proporcionaba un ápice de privacidad, un área de relativa tranquilidad en el centro de la tormenta.
Margaret y Aurelia sorbieron su té y mordisquearon tostaditas. Charlaron sobre sus hijos, con la presumible intención de informarlo de la existencia de sus sobrinos y sobrinas. Royce, aplicadamente, mantuvo la mirada en el periódico. Finalmente sus hermanas aceptaron que, después de dieciséis años de desconocimiento, no iba a desarrollar un interés en esa dirección repentinamente.
Incluso sin mirar, sintió la mirada que habían intercambiado, y escuchó que Margaret tomaba aire para una de sus portentosas exhalaciones.
Su ama de llaves entró en el salón.
– Buenos días, Margaret, Aurelia -Su tono sugería que le había sorprendido encontrarlas allí abajo tan temprano.
Su entrada desequilibró a sus hermanas; murmuraron un buenos días, y se quedaron en silencio.
Con los ojos, Royce siguió a Minerva hasta el aparador, deteniéndose en su sencillo vestido verde. Trevor le había informado de que los sábados por la mañana se abstenía de montar a favor de dar un paseo por los jardines acompañando al jardinero jefe.
Royce dirigió de nuevo su mirada al periódico, ignorando la parte de él que susurraba: "Es una pena". No es que no estuviera contento con ella; solo era que entonces, cuando saliera a cabalgar, no podría encontrarse con ella al recorrer las colinas y valles, ni podría quedarse con ella a solas, en la intimidad del bosque.
Pero un encuentro así no haría nada para aliviar su constante dolor.
Mientras Minerva tomaba asiento más allá, en la mesa, Margaret se aclaró la garganta y se dirigió a Royce.
– Nos preguntábamos, Royce, si tenías alguna idea concreta sobre la dama que podría ocupar el puesto de duquesa.
Él se quedó inmóvil durante un instante, y después cerró el periódico, miró primero a Margaret, y después a Aurelia. Nunca se había quedado boquiabierto, en su vida, pero…
– Nuestro padre no está aún bajo tierra, ¿y ya estáis hablando sobre mi boda?
Royce miró a su ama de llaves. Tenía la cabeza gacha, con la mirada fija en su plato.
– Tendrás que pensar en esa cuestión antes o después -Margaret dejó su tenedor en el plato. -¡La clase alta no va a permitir que el duque más casadero de Inglaterra permanezca soltero!
– La sociedad no tendrá elección. No tengo planes inmediatos de casarme.
Aurelia se inclinó un poco más.
– Pero Royce…
– Si me disculpáis -Se levantó, tirando el periódico y su servilleta sobre la mesa, -voy a montar -Su tono dejaba claro que no había otra posibilidad.
Rodeó la mesa, y miró a Minerva cuando pasó a su lado.
Se detuvo; cuando el ama de llaves levantó la mirada, él atrapó sus ojos otoñales. Con los suyos entornados, la señaló.
– Te veré en el estudio cuando vuelva.
Cuando hubo cabalgado lo suficientemente lejos, lo suficientemente fuerte, para recuperar el control de la tempestad de rabia y lujuria que lo embargaba, volvió a los establos.
Para el mediodía del domingo ya estaba a punto de estrangular a sus hermanas mayores, a sus tíos y a los maridos de sus tías, ya que ninguno tenía, al parecer, ningún pensamiento en el que ocupar sus cabezas que no fuera quién, qué dama, sería más adecuada para ser su esposa.
Para ser la próxima duquesa de Wolverstone.
Había desayunado al amanecer para evitarlas. Ahora, en la estela de los maleducados comentarios que había hecho la noche anterior, silenciando cualquier charla en la mesa, habían concebido la alegre idea de discutir sobre las damas, que todas resultaban ser jóvenes, de buena familia y casaderas, comparando sus características, sopesando sus fortunas y contactos, aparentemente con la errónea creencia de que omitiendo las palabras "Royce", "matrimonio" y "duquesa" de sus comentarios evitarían que se enfadase.
Estaba muy, muy cerca de perder los estribos… y se acercaba más a su límite cada segundo que pasaba.
¿En qué estaban pensando? Minerva no podía concebir lo que las tías de Margaret, Aurelia y Royce esperaban conseguir… Excepto una devastadora reprimenda que parecía acercarse más cada minuto.
Si uno poseía aunque solamente fuera medio dedo de frente, no provocaba a un Varisey. No más allá del punto en el que se quedan totalmente en silencio, y sus rostros se vuelven como piedras, y (la advertencia final) sus dedos se tensan sobre lo que sea que estén agarrando hasta que sus nudillos se vuelven blancos.
La mano derecha de Royce estaba apretada sobre su cuchillo con tanta fuerza que sus cuatro nudillos brillaban.
Minerva tenía que hacer algo… Aunque no es que sus familiares se merecieran que las salvara. Si hubiera sido por ella, le habría dejado atacarlas, pero… Tenía dos promesas a las que honrar, lo que significaba que tenía que verlo casado… Y sus equivocadas familiares estaban convirtiendo el asunto de su matrimonio en uno que estaba a punto de declarar innombrable en su presencia.
Podía hacer eso (y lo haría), y esperaría, e insistiría, y se aseguraría de que esta advertencia fuera obedecida.
Y eso haría su tarea mucho más difícil.
Parecían haber olvidado quién era él… Parecían haber olvidado que era Wolverstone.
Minerva miró a su alrededor; necesitaba ayuda para desviar la conversación.
No había mucha ayuda a mano. La mayoría de los hombres habían escapado, habían cogido armas y perros y salido para una sesión matinal de tiro. Susannah estaba allí; sentada a la derecha de Royce, estaba conteniendo su lengua prudentemente, y no estaba contribuyendo a la ira de su hermano de ningún modo.
Desafortunadamente, estaba demasiado lejos del lugar donde estaba Minerva, y no podía atraer su atención.
El único conspirador potencial restante era Hubert, que estaba sentado frente a Minerva. No tenía una opinión demasiado elevada de la inteligencia de Hubert, pero estaba desesperada. Se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos.
– ¿Y dices que has visto a la princesa Charlotte y al príncipe Leopold en Londres?
La princesa era muy querida en Inglaterra; su reciente matrimonio con el príncipe Leopold era el único tema que Minerva pensaba que podía apartar la atención de la novia de Royce. Había imbuido la pregunta con todo el interés que había podido fingir… Y fue recompensada con un instante de silencio.
Todas las cabezas se giraron hacia el centro de la mesa, todos los ojos femeninos siguieron su mirada a Hubert.
Este la miró, con sus ojos mostrando la sorpresa de un conejo asustado. Silenciosamente, le pidió que contestara con una afirmativa; él parpadeó, y luego sonrió.
– Los vi, efectivamente.
– ¿Dónde? -Estaba mintiendo (ella lo sabía), pero estaba deseando bailar al son que Minerva le marcara.
– En Bond Street.
– ¿En una de las joyerías?
Lentamente, Hubert asintió.
– En Aspreys.
La tía Emma, que estaba sentada junto a Minerva, se inclinó hacia delante.
– ¿Viste lo que estaban mirando?
– Pasaron algo de tiempo mirando los broches. Vi que el dependiente les sacó una bandeja.
Minerva se echó hacia atrás en su asiento, con una sonrisa vacía en su rostro, y dejó que Hubert continuara. Iba lanzado, y con una esposa como Susannah, su conocimiento sobre las joyas que pueden encontrarse en Aspreys sería extenso.
Toda la atención estaba sobre él.
Y Royce pudo terminar su comida sin mayor irritación; no necesitó que le animaran para concentrarse en la tarea.
Hubert acababa de pasar a los collares que la pareja real supuestamente había examinado cuando Royce apartó su plato, rechazó con un gesto el cuenco de fruta que le ofrecía Retford, tiró su servilleta junto a su plato y se levantó.
El movimiento rompió el hechizo de Hubert. Toda la atención volvió a pasar a Royce.
No se molestó en sonreír.
– Si me disculpan, señoras, tengo un ducado que gobernar -Comenzó a atravesar la habitación en su camino hacia la puerta. Sobre las cabezas de las demás, asintió a Hubert. -Continúa, Un poco más adelante su mirada se clavó en Minerva.
– Te veré en el estudio cuando estés libre.
Era libre en ese momento. Mientras Royce salía de la habitación, se limpió los labios con la servilleta, separó su silla y esperó a que el lacayo la retirara para ella. Sonrió a Hubert mientras se levantaba.
– Sé que me arrepentiré de no escuchar el resto de tu historia… Es como un cuento de hadas.
El sonrió.
– No te preocupes. No hay mucho más que contar.
Minerva contuvo una carcajada, y luchó por parecer adecuadamente decepcionada mientras se apresuraba a salir de la habitación tras los pasos de Royce.
Este ya había desaparecido escaleras arriba; Minerva las subió, y después caminó rápidamente hasta el estudio, preguntándose por qué parte del ducado elegiría interrogarla aquel día.
Desde su visita a Usway Burn el viernes, la había hecho sentarse ante su escritorio un par de horas cada día, para que le hablara de las granjas arrendadas del ducado y de las familias que las ocupaban. No le preguntó por beneficios, cosechas o producción, ninguna de las cosas de las que Kelso o Falwell eran responsables, sino por las granjas en sí mismas, por la tierra, por los granjeros y sus esposas, por sus hijos. Quién interactuaba con quién, las dinámicas humanas del ducado; sobre aquellas cosas era por lo que le preguntaba.
Cuando le transmitió las últimas palabras de su padre no había sabido si realmente tenía en sí mismo la posibilidad de ser diferente; los Varisey tienden a ser genéticamente puros, y junto al resto de sus características principales, su cabezonería era legendaria.
Era por eso por lo que no le había entregado el mensaje inmediatamente. Había querido que Royce viera y supiera lo que su padre había querido decir, en lugar de que sólo oyera las palabras. Las palabras fuera de contexto son fáciles de desestimar, de olvidar… y de ignorar.
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