Pero ahora que él las había oído, ahora que las había absorbido y había hecho el esfuerzo, respondió a la necesidad y buscó un nuevo camino en el problema con los Macgregor. Minerva había sido demasiado prudente para comentar nada, ni siquiera para animarlo; Royce había esperado que ella dijera algo, pero el ama de llaves había retrocedido y lo había dejado definir su propio camino.
Con habilidad y suerte, uno puede guiar a los Varisey; pero es imposible dirigirlos.
Jeffers estaba en el exterior del estudio. Abrió la puerta y Minerva entró.
Royce estaba caminando de un lado a otro ante la ventana junto al escritorio, mirando sus tierras, con cada una de sus zancadas investida de la gracia letal de un gato montés enjaulado, con los músculos ligeramente tensos, moviéndose bajo el fino tejido de su chaqueta y sus apretados pantalones de piel de ante.
Minerva se detuvo, incapaz de apartar la mirada; el instinto no le permitía apartar los ojos de tal visión predatoria.
Y mirar no era una condena.
Podía sentir su fustigante temperamento, sabía que podía estallar, aunque estaba totalmente segura de que él nunca le haría daño. Ni a ella, ni a ninguna otra mujer. Aunque los turbulentos sentimientos de su interior, que se arremolinaban en poderosas corrientes a su alrededor, hubieran hecho que la mayoría de las mujeres -y la mayoría de los hombres-se alejaran de él.
Pero ella no. Ella se sentía atraída por su energía, por el salvaje e irresistible poder que era una parte tan intrínseca del duque.
Aquel era el peligroso secreto de Minerva.
Esperó. La puerta se había cerrado; el duque sabía que estaba allí. Como no hizo ninguna señal, el ama de llaves avanzó y se sentó en la silla.
De repente, Royce se detuvo. Tomó aire profundamente, y después se giró y se dejó caer en su butaca.
– La granja de Linshields. ¿Quién la ocupa ahora? ¿Aún son los Carew?
– Sí, pero creo que seguramente recordarás a Carew padre. Quien lleva ahora la granja es su hijo.
El duque mantuvo a Minerva hablando la siguiente hora, presionándola y haciéndole preguntas a toda velocidad.
Royce intentaba mantener su mente totalmente concentrada en el trabajo (en la información que obtenía de ella), aunque sus respuestas fluían tan despreocupadamente que tenía tiempo para escucharla de verdad, no sólo lo que estaba diciendo, sino su voz, el timbre, la tenue aspereza, la subida y la caída de las emociones mientras ella las dejaba colorear sus palabras.
Minerva no tenía reticencia ni corazas, ni en aquel aspecto ni en ningún otro. No necesitaba buscar señales de falsedad en ella, ni de reserva.
De modo que sus sentidos más amplios habían tenido tiempo de detenerse en el levantamiento y en la caída de sus pechos, en el modo que un rizo errante caía sobre su frente; había tenido tiempo de notar los destellos dorados que cobraban vida en sus ojos cuando sonreía al narrar algún incidente.
Finalmente, sus preguntas terminaron. Con su mal carácter disipado, se echó hacia atrás en su butaca. Físicamente relajado, e interiormente pensativo. Con la mirada sobre ella.
– No te he dado las gracias por salvarme durante el almuerzo.
Minerva sonrió.
– Hubert ha sido toda una sorpresa. Y es a tus familiares a quienes he salvado, no a ti.
Royce hizo una mueca y extendió la mano para reubicar un lápiz que había rodado sobre el vade.
– Tienen razón en que necesito casarme, pero no entiendo por qué están tan obcecadas en sacar el tema en este momento -La miró, con una pregunta en sus ojos.
– Yo tampoco tengo ni idea. Había esperado que postergaran ese tema durante al menos un par de meses, por el luto y todo eso. Aunque supongo que, si te casaras durante este año, no se levantaría ninguna ceja.
Su mirada se hizo más afilada mientras golpeaba el vade con los dedos de una mano.
– No tengo intención de dejar que dicten, ni siquiera que sugieran, mi futuro. Sin embargo, quizá sería inteligente coger algunas ideas sobre las potenciales… candidatas.
Minerva dudó, y después preguntó:
– ¿En qué estilo de candidata estás pensando?
Royce le dedicó una mirada que decía que ella lo sabía mejor que nadie.
– El estilo acostumbrado… una típica esposa Varisey. ¿Eso qué quiere decir? Buen linaje, posición, contactos, una fortuna adecuada, una belleza pasable y una inteligencia opcional -Frunció el ceño. -¿Olvido algo?
Minerva luchó por mantener sus labios rectos.
– No. Esa es más o menos la descripción completa.
No importaba que pudiera diferir de su padre en el modo en el que manejaba a la gente y al ducado, no se diferenciaba en nada en sus exigencias para una esposa. La tradición de los matrimonios de los Varisey antedataba al ducado en incontables generaciones e, incluso más, encajaban con su temperamento.
No vio ninguna razón para estar en desacuerdo con su valoración. La nueva moda de las uniones por amor entre la nobleza tenía poco que ofrecer a los Varisey. Ellos no amaban. Minerva había pasado más de veinte años entre ellos, y nunca había sido testigo de una evidencia de lo contrario. Eran así, sencillamente; el amor había sido eliminado de sus genes hacía siglos… Si es que alguna vez había estado mezclado con ellos.
– Si lo deseas, puedo hacer una lista con las candidatas que tus familiares (y sin duda las grandes damas que vendrán para el funeral) mencionen.
El duque asintió.
– Al menos así sus cotilleos servirían para algo. Añade cualquier cosa relevante que descubras o que oigas de fuentes fiables -La miró a los ojos. -Y, sin duda, añade tu opinión, también.
Minerva sonrió dulcemente.
– No, no lo haré. En lo que a mí concierne, elegir a tu esposa es asunto tuyo por completo. Yo no voy a vivir con ella.
Royce le dedicó otra de sus miradas cargadas de intención.
– Yo tampoco.
El ama de llaves inclinó la cabeza, reconociendo ese hecho.
– Sin embargo, tu novia no es un tema en el que yo deba influenciarte.
– Supongo que no quieres promulgar ese punto de vista entre mis hermanas.
– Lo siento, pero debo declinar esa oferta… Sería una pérdida de tiempo.
El duque gruñó.
– Si no hay nada más, debería bajar y ver quién más ha llegado. Cranny, Dios la bendiga, necesita saber cuántos seremos para cenar.
Cuando el duque asintió, Minerva se levantó y se dirigió a la puerta. Al llegar hasta ella, miró a su espalda, y lo vio repanchingado sobre su butaca, con aquella pensativa mirada en su rostro.
– Si tienes tiempo, podrías revisar el diezmo de las fincas más pequeñas. Actualmente, está establecido como una cantidad absoluta, pero un porcentaje de las ganancias sería más provechoso para todo el mundo.
Royce arqueó una ceja.
– ¿Otra de tus ideas radicales?
Minerva se encogió de hombros y cerró la puerta.
– Solo es una sugerencia.
De modo que estaba en Wolverstone, bajo el mismo techo que su némesis. Sobre el mismo y amplísimo techo, en aquella esquina distante de Northumbría, que era un punto, ahora se daba cuenta, que trabajaba en su favor.
El ducado estaba tan lejos de Londres que muchos de los visitantes, sobre todo aquellos que eran familia, se quedarían un tiempo; el castillo era tan grande que podría acomodar a un pequeño ejército. De modo que tenía -y continuaría teniendo -cobertura de sobra; estaría lo suficientemente seguro.
Estaba junto a la ventana de la agradable habitación que le había dado en el ala este, mirando los jardines del castillo, hermosamente presentados y rebosantes de colorida vida en el último aliento del corto verano norteño.
Sabía apreciar las cosas hermosas, tenía un ojo que lo había guiado a amasar una exquisita colección con los artículos más valiosos que los franceses habían tenido para ofrecerle. A cambio, él les había dado información, información que, siempre que había podido, había jugado directamente contra la comisión de Royce.
Siempre que había sido posible, había intentado dañar a Royce… No directamente, sino a través de los hombres bajo su mando.
Pero, por lo que podía deducir, había fracasado, lamentablemente. Igual que había fracasado, a través de los años, todas las veces que había conspirado contra Royce, todas las veces que se había medido con su maravilloso primo y no había dado la talla. Ante su padre, ante su tío y, sobre todo, ante su abuelo.
Sus labios se curvaron; sus atractivos rasgos se distorsionaron en un gruñido.
Lo peor de todo era que Royce había conseguido su premio, su tesoro cuidadosamente escondido. Se lo había robado, negándole incluso eso. Durante todos sus años de servicio para los franceses, no había recibido nada concreto…
Ni siquiera la satisfacción de saber que había causado dolor a Royce.
En el mundo de los hombres, y sobre todo entre la clase alta, Royce era un éxito celebrado. Y ahora Royce era Wolverstone, por si fuera poco.
Mientras que él… El era una ramita sin importancia en el árbol familiar.
No debía ser así.
Tomó aliento y exhaló lentamente, para que sus rasgos volvieran a convertirse en la atractiva máscara que mostraba al mundo. Girándose, miró a su alrededor.
Su ojo recayó en un pequeño cuenco que estaba sobre la chimenea. No era de Sévres, sino de porcelana china, bastante delicado.
Atravesó la habitación, cogió el cuenco, sintió su ligereza y examinó su belleza.
Después abrió sus dedos, y lo dejó caer.
Golpeó el suelo, haciéndose añicos.
El miércoles a última hora de la tarde toda la familia estaba en la residencia, y los primeros invitados que habían sido invitados a quedarse en el castillo habían comenzado a llegar.
Royce había sido instruido por su ama de llaves para que estuviera a mano en el momento de recibir a los más importantes; cuando Jeffers lo llamó, apretó los dientes y bajó al vestíbulo para recibir a la duquesa de St. Ivés, lady Horatia Cynster, y a lord George Cynster. Aunque el ducado de St. Ivés estaba en el sur, los dos ducados compartían una historia similar y las familias se habían apoyado mutuamente a través de los siglos.
– ¡Royce! -Su Excelencia, Helena, la duquesa de St. Ivés (o la duquesa regente, como había oído que prefería llamarse a sí misma) lo había visto. Se acercó para recibirlo mientras él bajaba las escaleras. -Mon ami, qué momento tan triste.
Royce tomó su mano, hizo una reverencia y posó un beso sobre sus nudillos… Solo para escucharla maldecir en francés, hacer que se levantara, alzarse sobre sus puntillas, y presionar un beso primero en una de sus mejillas, y luego en la otra. Royce lo permitió, y después sonrió.
– Bienvenida a Wolverstone, su Excelencia. Los años te han hecho más hermosa.
Unos enormes y pálidos ojos verdes lo miraron.
– Así es -Sonrió, con una gloriosa expresión que iluminó todo su rostro, y después dejó que su mirada lo recorriera atentamente. -Y tú… -Murmuró algo en francés coloquial que él no entendió, y después volvió al inglés para decir. -Esperábamos tenerte pronto de vuelta en nuestros salones… En lugar de eso, ahora estás aquí, y sin duda planeas quedarte aquí escondido y solo -Agitó un delicado dedo ante él. -No lo permitiré. Eres mayor que mi recalcitrante hijo, y debes casarte pronto.
Se giró para incluir a la dama junto a ella.
– Horatia… Dile que debe dejarnos que elijamos a su esposa tout de suite.
– Y me prestará tanta atención a mí como lo hará contigo -Lady Horatia Cynster, alta, morena y decidida, le sonrió. -Mis condolencias, Royce… ¿O debería decir Wolverstone? -Le tendió la mano y, como Helena, lo acercó para rozar sus mejillas. -A pesar de lo que tú puedas desear, el funeral de tu padre va a atraer incluso más atención sobre tu urgente necesidad de esposa.
– Deja que el pobre chico se adapte -Lord George Cynster, el esposo de Horatia, ofreció a Royce su mano. Después de un firme apretón, ahuyentó a su esposa y a su cuñada. -Allí está Minerva, abrumada, intentando poner en orden vuestro equipaje… Deberíais ayudarla, o acabaréis cada una con los vestidos de la otra.
La mención de los vestidos atrajo la atención de las damas. Mientras se movían hacia donde Minerva se encontraba, rodeada por un apabullante lote de baúles y cajas, George suspiró.
– Tienen buena intención, pero es justo advertirte que esto es lo que te espera.
Royce levantó las cejas.
– ¿St. Ivés no ha venido con vosotros?
– Viene en su propio caballo. Teniendo en cuenta lo que acabas de experimentar, comprenderás por qué ha preferido la lluvia, el aguanieve e incluso la nieve, a pasar varios días en el mismo carruaje que su madre.
Royce se rió.
– Verdad -Tras las puertas abiertas, vio que se acercaba una procesión de tres carruajes. -Si me disculpas, han llegado algunos más.
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