– Por supuesto, hijo -George le dio una palmadita en la espalda. -Escapa mientras puedas.

Royce lo hizo, salió a través de las enormes puertas que estaban abiertas para la bienvenida y bajó los peldaños hasta el lugar donde los tres carruajes estaban dejando a sus pasajeros y su respectivo equipaje en un caos de lacayos y mozos.

Una hermosa rubia con una elegante capa estaba dirigiéndose a un lacayo para que se hiciera cargos de sus baúles, ajena a que Royce estaba aproximándose.

– Alice… Bienvenida.

Alice Carlisle, vizcondesa de Middlethorpe, se giró, sorprendida.

– ¡Royce! -Lo abrazó, y tiró de él hacia abajo para plantar un beso en su mejilla. -Qué suceso tan inesperado… Y antes de que hubieras vuelto, además.

Gerald, su esposo, heredero del condado de Fyfe, bajó del carruaje, con el chal de Alice en una mano.

– Royce -Le tendió la otra mano. -Lo siento, amigo.

Los demás lo habían oído, y rápidamente se reunieron, ofreciéndole las condolencias con manos fuertes u olorosas mejillas y cálidos abrazos… Miles Folliot, barón de Sedgewíck, heredero del ducado de Wrexham, y su esposa, Eleanor, y el honorable Rupert Trelawny, heredero al marquesado de Riddlesdale, y su esposa, Rose.

Eran los mejores amigos de Royce; los tres hombres habían estado en Eton con él, y los cuatro habían permanecido cerca a través de los siguientes años. Durante su exilio social auto-impuesto, los de ellos habían sido los únicos eventos (cenas y veladas selectas) a los que había asistido. Durante la última década, había encontrado a todas sus numerosas amantes en una u otra de las casas de estas tres damas, un hecho del que estaba seguro que estaban al tanto.

Estos seis constituían su círculo íntimo, la gente en la que confiaba, aquellos a los que conocía desde hacía más tiempo. Había otros (los miembros del club Bastión, y ahora sus esposas), en quienes también confiaba con el corazón, pero estas tres parejas eran las personas que tenían un vínculo más íntimo con él; eran de su círculo, y comprendían las presiones a las que se enfrentaba, su temperamento… lo comprendían a él.

Ahora podía añadir a este círculo a Minerva; ella también lo comprendía. Desafortunadamente, como recordaba cada vez que la veía, necesitaba mantenerla a distancia.

Con Miles, Rupert y Gerald allí, se sentía mucho más… él. Mucho más seguro de quién era en realidad, de quién era realmente. De lo que era importante para él.

Durante los siguientes minutos, se deslizó en la usual cacofonía que resultaba siempre que las tres parejas y él estaban juntas. Los guió al interior y los presentó a su ama de llaves, y se sintió aliviado cuando se hizo obvio que Minerva y Alice, Eleanor y Rose se llevarían bien. Se aseguraría de que sus tres amigos tuvieran entretenimiento, pero dado el modo en el que se presentaban los siguientes días, estaba planeando evitar todas las reuniones de mujeres; saber que Minerva cuidaría de las esposas de sus amigos significaba que su entretenimiento estaba, además, asegurado, y que su estancia en Wolverstone sería tan cómoda como las circunstancias permitieran.

Estaba a punto de acompañarlos por la escalera principal cuando el traqueteo de las ruedas de un carruaje hizo que mirara hacia el patio. Lentamente, un carruaje apareció y después se detuvo; reconoció el escudo de armas de la puerta.

Apretó el brazo de Miles.

– ¿Te acuerdas de la sala de billar?

Miles, Gerald y Rupert lo habían visitado antes, hacía mucho tiempo. Miles arqueó una ceja.

– ¿Cómo voy a olvidar el sitio donde te he vencido tantas veces?

– Te falla la memoria… Esas derrotas eran tuyas -Royce vio a Gerald y a Rupert mirándolo, con una pregunta en sus ojos. -Me encontraré allí con vosotros cuando os hayáis acomodado. Ha llegado alguien más, y tengo que recibirlo.

Con asentimientos y señales, los hombres siguieron a sus esposas escaleras arriba. Royce volvió al vestíbulo delantero. Estaban llegando más invitados; Minerva tenía las manos ocupadas. El vestíbulo estaba inundado continuamente de baúles y cajas, a pesar de que un grupo de lacayos estaba constantemente transportándolos hasta las plantas superiores.

Royce salió al exterior. Había visto a la pareja que estaba descendiendo del último carruaje apenas un par de semanas antes; se había perdido su boda, deliberadamente, pero sabía que acudirían al norte para apoyarlo.

La dama se giró y lo vio. El extendió una mano.

– Letitia.

– Royce -Lady Letitia Allardyce, marquesa de Dearne, tomó su mano y besó su mejilla; era lo suficientemente alta para hacerlo sin necesitar que él se agachara. -La noticia ha sido una conmoción.

Retrocedió mientras intercambiaba un saludo con su marido, Christian, uno de sus antiguos compañeros, un hombre de tendencias similares a las suyas, uno que había lidiado con secretos, violencia y muerte, en la defensa de su país.

Los tres caminaron hacia los peldaños de entrada del castillo, con ambos hombres flanqueando a Letitia. Esta miró el rostro de Royce.

– No esperabas conseguir el ducado de este modo. ¿Cómo lo llevas?

Era una de las pocas personas que se atreverían a preguntarle eso. Le echó una mirada de reojo poco alentadora.

Ella sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo.

– Si quieres algún consejo sobre cómo contener tu carácter, pregunta a la experta.

Royce agitó la cabeza.

– Tu carácter es dramático. El mío… no.

Su temperamento era destructivo, y mucho más poderoso.

– Sí, bueno -Fijó su mirada en la puerta, que se acercaba a ellos rápidamente. -Sé que esto no es lo que quieres oír, pero los próximos días van a ser mucho peores de lo que te imaginas. Pronto descubrirás por qué, si no lo has hecho ya. Y respecto a eso, querido Royce, mi consejo es que aprietes los clientes y que refuerces las riendas sobre tu carácter, porque pronto van a ponerte a prueba como nunca antes.

Se quedó mirándola fijamente, sin expresión.

Ella le sonrió brillantemente en respuesta.

– ¿Continuamos?

Minerva vio la entrada del trío, y caminó hacia ellos para dar la bienvenida a los recién llegados. Letitia y ella se conocían bien, lo que, se dio cuenta, sorprendió a Royce. El ama de llaves no conocía a Dearne, pero tenía buena opinión de él, y especialmente de su declaración de que estaba allí en parte representando a los antiguos compañeros de Royce de sus años en Whitehall.

– Los demás nos pidieron que te diéramos recuerdos -dijo, dirigiéndose a Royce.

Royce asintió; a pesar de su perpetua máscara, Minerva sintió que estaba… conmovido. Que apreciaba el apoyo que le ofrecían.

Ya le había asignado habitaciones a todos los que esperaban; dejó que Retford guiara a Letitia y a Dearne escaleras arriba, y los observó mientras subían. Sentía la mirada de Royce sobre su rostro.

– Conozco a Letitia de los años que pasé con tu madre en Londres.

El duque asintió casi imperceptiblemente; aquello era lo que quería saber.

Minerva había conocido a Miles, Rupert y Gerald cuando visitaron el castillo hacía años, y los había encontrado con sus esposas en momentos más recientes, aunque solo de paso, en entretenimientos de la clase alta. Se había sentido intrigada, y aliviada, al descubrir que habían mantenido el contacto con Royce a través de los años. A menudo se había preguntado si no estaría solo. No lo había estado completamente, gracias a Dios, aunque estaba empezando a sospechar que, con excepción de sus amigos, no era tan hábil socialmente como iba a necesitar ser.

Los siguientes días iban a ser una prueba para él, en más sentidos de los que ella creía que Royce esperaba.

Dio la espalda a las escaleras y examinó el vestíbulo, que aún era un hervidero de actividad. Al menos, ya no había invitados esperando que los recibieran; por el momento, Royce y ella estaban solos entre el mar de equipaje.

– Deberías saber -murmuró-que hay algo en marcha respecto a tu boda. Aún no he descubierto qué es exactamente… Y las esposas de tus amigos no lo saben, tampoco, pero mantendrán los ojos abiertos. Estoy segura de que Letitia lo hará -Miró su rostro. -Si me entero de algo concreto, te lo haré saber.

Los labios del duque se curvaron en una mueca parcialmente suprimida.

– Letitia me advirtió de que algo que no me iba a gustar venía de camino… No especificó qué. Sonaba como si ella tampoco estuviera totalmente segura.

Minerva asintió.

– Hablaré con ella más tarde. Juntos quizá podamos descubrirlo.

Otro carruaje se detuvo más allá de los peldaños; Minerva echó una mirada a Royce, y después salieron a recibir a sus invitados.

Más tarde aquella noche, al volver a su habitación después de derrotar flagrantemente a Miles en el billar, Royce se quitó la chaqueta y se la tiró a Trevor.

– Quiero que estés atento a cualquier conversación sobre el asunto de mi matrimonio.

Trevor levantó las cejas, y cogió su chaleco.

– Concretamente -Royce dedicó toda su atención a deshacer el lazo de su pañuelo, -sobre mi novia -Buscó la mirada de Trevor en el espejo sobre la cómoda. -A ver de lo que puedes enterarte… Esta noche, si es posible.

– Por supuesto, su Excelencia -Trevor sonrió. -Mañana le llevaré toda la información pertinente con el agua del afeitado.

El día siguiente era el día antes del funeral. Royce pasó la mañana cabalgando con sus amigos; al volver a los establos, se detuvo para hablar con Milbourne mientras los otros se adelantaban. Un par de minutos después los siguió de vuelta al castillo, aprovechando el momento sin compañía para examinar la información que Trevor le había transmitido aquella mañana.

Las grandes damas estaban obsesionadas con la necesidad de que se casase y proporcionarse un heredero. Lo que ni Trevor ni su ama de llaves, a quien había visto después del desayuno, habían descubierto aún era el motivo de tal intensidad, casi un aire de urgencia bajo la posición de las damas de mayor edad.

Algo definitivamente estaba en marcha; su instinto, perfeccionado por años de conspiraciones, evasiones y tejemanejes militares, era más que afilado.

– Buenos días, Wolverstone.

El determinado tono femenino lo sacó de sus pensamientos. Su mirada se encontró con un par de impresionantes ojos avellana. Necesitó un instante para ubicarlos… Un hecho que la dama notó con algo parecido a la exasperación.

– Lady Augusta -Se acercó a ella, tomó la mano que le ofreció, e hizo una ligera reverencia.

Al caballero junto a ella, le ofreció la mano.

– Señor.

El marqués de Huntly sonrió benignamente.

– Ha pasado mucho tiempo, Royce. Es una lástima que tengamos que encontrarnos de nuevo en tales circunstancias.

– Así es -Lady Augusta, marquesa de Huntly, una de las damas más influyentes de la clase alta, lo miró calculadoramente. -Pero, dejando a un lado las circunstancias, tenemos que hablar, muchacho, sobre tu esposa. Debes casarte, y pronto… Llevas postergando la decisión toda una década, pero ahora ha llegado el momento, y tienes que elegir.

– Estamos aquí para enterrar a mi padre -El tono de Royce hizo que la afirmación pareciera una reprimenda no demasiado sutil.

Lady Augusta resopló.

– Así es -Le clavó un dedo en el pecho. -Ese es precisamente mi punto de vista. Nada de luto para ti… En estas circunstancias, la sociedad te excusará, y de buena gana.

– ¡Lady Augusta! -Minerva bajó corriendo la escalera principal. -La esperábamos ayer, y me preguntaba qué había pasado.

– Hubert fue lo que pasó, o mejor llamémoslo Westminster. Se retrasó, de modo que nos pusimos en camino más tarde de lo que yo habría deseado -Augusta se giró para envolverla en un cálido abrazo. -¿Y tú cómo estás, niña? Arreglándotelas con el hijo tan bien como lo hacías con el padre, ¿eh?

Minerva echó a Royce una mirada, y rezó por que mantuviera la boca cerrada.

– No estoy segura de eso, pero subamos las escaleras -Enlazó su brazo con el de Augusta, y después hizo lo mismo con Hubert en el otro lado. -Helena y Horatia ya han llegado. Están en el salón de la planta de arriba, el del ala oeste.

Charlando despreocupadamente, empujó a la pareja escaleras arriba con determinación. Mientras entraban en la galería, Minerva miró hacia abajo y vio a Royce de pie donde lo había dejado, con una expresión que era como un cumulonimbo sobre su generalmente impasible rostro.

Cuando sus ojos se encontraron, el ama de llaves se encogió de hombros y alzó las cejas; aún tenía que descubrir lo que estaba alimentando el ávido interés de las grandes damas en el asunto de su esposa.

Interpretando su mirada, Royce contempló cómo guiaba a la pareja hasta perderles de vista, y estuvo incluso más seguro de que Letitia había tenido razón.