Domada por Amor
9° de la Serie The Bastion Club
Mastered by Love (2009)
CAPÍTULO 01
Septiembre, 1816
Coquetdale, Northumbría.
Esto no tendría que haber sido así.
Envuelto en su capa, solo en el asiento de su hermoso carruaje, Royce Henry Varisey, el décimo duque de Wolverstone, giró el último par en la sucesión de caballos de posta que había puesto al galope por la carretera desde Londres hasta el camino secundario que llevaba a Sharperton y Harbottle. Las estribaciones ligeramente redondeadas de las colinas Cheviot lo rodearon como los brazos de una madre; el castillo Wolverstone, el hogar de su infancia y su recién heredada propiedad, estaba cerca de la villa de Alwinton, más allá de Harbottle.
Uno de los caballos rompió el ritmo; Royce lo examinó, contuvo al otro hasta que estuvieron a la par, y después los acicateó. Estaban desfalleciendo. Sus propios purasangres negros lo habían llevado hasta St. Neots el lunes; a partir de entonces había cogido un par nuevo cada quince millas aproximadamente.
Ahora era miércoles por la mañana, y estaba muy lejos de Londres, entrando de nuevo, después de dieciséis largos años, en los terrenos de su propiedad. En aquellos terrenos ancestrales. En Rothbury y los oscuros claros de sus bosques; por delante de las extensas llanuras sin árboles de Cheviot, salpicadas aquí y allí con las inevitables ovejas, esparcidas sobre las aún más baldías colinas, hasta la frontera con Escocia, más allá.
Las colinas, y esa frontera, habían jugado un papel vital en la evolución del ducado. Wolverstone había sido creado después de la Conquista como un señorío para proteger a Inglaterra de la depredación de los escoceses que merodeaban por allí. Los sucesivos duques, popularmente conocidos como los Lobos del Norte, habían disfrutado durante siglos de privilegios reales en el interior de sus dominios.
Muchos afirmaban que aún los tenían.
Ciertamente, seguían siendo un clan sumamente poderoso, cuya riqueza había aumentado gracias a su valentía en el campo de batalla, y había sido protegida por su éxito al convencer a los sucesivos soberanos de que era mejor dejar en paz a tan astutos y políticamente poderosos hacedores de reyes, para que manejaran el Middle March como habían hecho desde que, por primera vez, posaran su elegantemente calzado pie normando en tierra inglesa.
Royce estudió los alrededores con un ojo agudizado por la ausencia. Acordándose de su ancestro, se preguntó de nuevo si su tradicional independencia (por la que originalmente lucharon, y ganaron, y que les había sido reconocida por costumbre, y garantizada por un fuero real, más tarde legalmente rescindido pero nunca realmente retirado, e incluso menos realmente renunciado) no había apuntalado distanciamiento entre su padre y él.
Su padre había pertenecido a la vieja escuela del señorío, una que incluía a la mayoría de sus iguales. De acuerdo a sus creencias, la lealtad a un país o a un soberano era una mercancía que se podía intercambiar y vender, algo por lo que tanto la Corona como el país tenían que ofrecer un precio adecuado antes de que le fuera concedida. Más aún, para los duques y los condes del mismo tipo que su padre, eso de “país” tenía un ambiguo significado; como reyes en sus propios dominios, dichos dominios eran su principal preocupación, mientras el reino poseía una existencia más nebulosa y distante, y era ciertamente una reivindicación menor en su honor.
Aunque Royce admitía que jurar lealtad a la actual monarquía (el demente rey George y su disoluto hijo, el príncipe regente) no era una proposición atractiva, no dudaba en jurar lealtad, y servicio, a su país… a Inglaterra.
Como único hijo de una poderosa familia ducal y, por tanto, acostumbrado a servir en el campo de batalla, cuando, a la tierna edad de veintidós años, se le había propuesto crear una red de espías ingleses en tierra extranjera, había saltado presto ante la oportunidad. Esto no solo le había ofrecido la ocasión de contribuir a la derrota de Napoleón, sino que, con los extensos contactos personales y familiares combinados con su habilidad inherente para inspirar y estar al mando, el puesto fue pan comido; desde el principio encajó en él como un guante.
Pero para su padre, aquel puesto había sido una deshonra para el apellido y el título, una mancha en el escudo familiar; su visión pasada de moda había etiquetado el espionaje como algo sin duda deshonroso, incluso aunque estuvieran espiando a enemigos militares activos. Aquel era un punto de vista que, en ese momento, compartían muchos de sus iguales de mayor edad.
Por si fuera poco, cuando Royce se negó a declinar el encargo, su padre le organizó una emboscada. Una pública, en White's, en un momento de la noche en el que el club estaba siempre abarrotado. Junto a sus compinches, su padre había sometido a Royce a un juicio público, en términos estridentes y vilipendiosos.
Como perorata, su padre había declarado triunfalmente que, si Royce se negaba a ceder ante su decreto, y en su lugar servía en el puesto para el que lo habían reclutado, entonces sería como si él, el nove duque, no tuviera ningún hijo.
Incluso en la furia ciega que el ataque de su padre le había provocado, Royce había sido consciente del "como si". Él era el único hijo legítimo de su padre; sin importar lo furioso que estuviera, su padre no lo desheredaría formalmente. La prohibición, sin embargo, lo desterraría de las tierras familiares.
Enfrentado a su enfurecido padre sobre la alfombra escarlata del exclusivo club, rodeado por un ejército de embelesada aristocracia, había esperado, sin responder, hasta que su padre hubo terminado su bien ensayado discurso. Esperó hasta que el expectante silencio que los rodeaba se hizo espeso, y entonces pronunció dos palabras: Como desees.
Entonces se giró y salió del club y, desde ese día en adelante, dejó de ser el hijo de su padre. Desde aquel día había sido conocido como Dalziel, un nombre tomado de una oscura rama del árbol familiar de su madre, suficientemente adecuado debido a que fue su abuelo materno, ya fallecido, quien le había enseñado el credo por el que él había elegido vivir. Aunque los Varisey eran señores belicistas, los Debraigh no eran menos poderosos, pero sus tierras yacían en el corazón de Inglaterra, y habían servido al rey y al país (principalmente al país) desinteresadamente durante siglos. Los Debraigh habían sido tanto guerreros como hombres de Estado, manos derechas de incontables monarcas; el servicio a su gente estaba profundamente arraigado en ellos.
Aunque lamentaban el altercado con su padre, los Debraigh habían aprobado la postura de Royce. Pero este, consciente incluso entonces de la dinámica del poder, los había disuadido de mostrarle un apoyo activo. Su tío, el conde de Catersham, le había escrito, preguntándole si había algo que pudiera hacer. Royce había contestado con una negativa, al igual que había hecho a la pregunta similar de su madre; su lucha era con su padre, y no debía involucrar a nadie más.
Aquella había sido su decisión, una que había mantenido durante los siguientes dieciséis años; ninguno de ellos había esperado que derrotar a Napoleón hubiera llevado tanto tiempo.
Pero lo había hecho.
Durante aquellos años había reclutado a los mejores combatientes de su generación, los había organizado en una red de operaciones secretas y los había introducido con éxito en los territorios de Napoleón. Su triunfo se había convertido en una leyenda; aquellos que lo conocían acreditaban a su red la salvación de incontables vidas británicas, y afirmaban que esta había contribuido directamente a la caída de Napoleón.
Su éxito en ese escenario había sido dulce. Sin embargo, cuando Napoleón puso rumbo a St. Helena, había disuelto a su grupo, liberándolos a sus vidas civiles. Y desde el lunes pasado, él había dejado, también, su vida anterior (la vida de Dalziel), atrás.
Sin embargo, no había esperado ostentar ningún título más allá del que ostentaba por cortesía: marqués de Winchelsea. No había esperado asumir inmediatamente el control del ducado, ni todo lo que esto conllevaba.
Su vigente destierro (nunca había esperado que su padre cediera, como tampoco iba a ceder él mismo), efectivamente, lo había separado de las casas, las tierras y la gente del ducado y, sobre todo, de un lugar que tenía un gran significado para él… el propio Wolverstone. El castillo era mucho más que un simple hogar; los muros de piedra y las almenas tenían algo (algo mágico) que resonaba en su sangre, en su corazón, en su alma. Su padre también había conocido aquella sensación; a él le había ocurrido lo mismo.
A pesar de que habían pasado dieciséis años, mientras los caballos galopaban, Royce aún sentían la atracción, el tirón visceral que solo se hacía más fuerte cuando atravesaba Sharperton, acercándose cada vez más a Wolverstone. Se sentía ligeramente sorprendido por el hecho de que fuera así, de que a pesar de los años, la disputa, su propio y susceptible temperamento, aún pudiera sentirse… en casa.
Que su hogar aún significara lo mismo de siempre.
Que aún conmoviera su alma.
No lo había esperado, como tampoco había esperado volver así… solo, apresuradamente, a través de las deshabitadas millas, sin la compañía siquiera de su leal mozo, Henry, otro paria de Wolverstone.
El lunes, mientras ordenaba los últimos documentos de Dalziel en su escritorio, había estado planeando su regreso a Wolverstone. Se había imaginado viajando desde Londres por agradables paisajes, y llegando al castillo fresco y descansado… En un estado adecuado para caminar hasta la presencia de su padre… y ver qué ocurría a continuación.
Se había imaginado que una disculpa de su padre podría, quizá, tener lugar en ese momento; había tenido curiosidad por descubrir qué pasaría, aunque esto no le quitaba el sueño.
Pero ahora nunca lo sabría.
Su padre había muerto el domingo.
Había dejado el altercado entre ellos (despiadado y profundo, ya que ambos pertenecían a la familia Varisey) sin curar. Sin resolver. Inaccesible al descanso.
No sabía si maldecir a su padre o al destino por dejarle cauterizar la herida.
Sin embargo, el pasado ya no era el asunto más urgente que tenía. Coger las riendas de un extenso y amplio ducado tras una ausencia de dieciséis años iba a demandar toda su atención y todas sus habilidades, con la exclusión de cualquier otra cosa. Tendría éxito (no había ninguna duda u opción en ese aspecto), pero cuánto tiempo tardaría, cuánto le costaría, y cómo demonios iba a hacerlo… no lo sabía.
Esto no tendría que haber sido así.
Su padre había estado lo suficientemente saludable y sano para un hombre de sesenta años. No había estado enfermo; Royce confiaba en que, si lo hubiera estado, alguien hubiera roto la prohibición de su padre y le habría enviado un mensaje. En lugar de eso, su muerte lo había tomado por sorpresa.
En su versión de su regreso, su padre y él habrían hecho las paces, una tregua, algún acuerdo; y entonces hubiera comenzado a refrescar su conocimiento sobre la propiedad, llenando el lapso entre sus veintiún años y sus actuales treinta y siete.
En lugar de eso, su padre se había ido, dejándole las riendas con una carencia de dieciséis años de conocimiento colgando como una piedra de molino alrededor de su cuello.
Aunque tenía total confianza (la confianza de los Varisey) en poder hacer el papel de su padre más que adecuadamente, no estaba deseando asumir el mando urgentemente sobre aquellas tropas desconocidas en un terreno que podría haber cambiado de modos imprevistos durante los últimos dieciséis años.
Su temperamento (como el de todos los Varisey, especialmente los hombres) era formidable, una emoción que portaba el mismo borde afilado que sus sables de antaño. Había aprendido a controlarlo y a mantenerlo dominado bastante mejor que su padre, y lo había convertido en otra arma que podía ser usada para conquistar y dominar; ni siquiera aquellos que lo conocían bien podían detectar la diferencia entre la suave irritación y la furia asesina. No a menos que él deseara que lo hicieran. El control de sus emociones se había convertido hacía mucho en su segunda naturaleza.
Pero, desde que se había enterado del fallecimiento de su padre, su temperamento había estado emergiendo, inquieto, irracional y violentamente hambriento de alguna liberación, porque sabía que la única liberación posible que lo satisfaría le había sido, por cortesía del veleidoso destino, denegada para siempre.
No tener ningún enemigo con quien emprenderla a golpes, o en quien tomar venganza, lo dejaba caminando por la cuerda floja, con sus impulsos e instintos fuertemente amarrados.
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