Llevaban allí sentadas una hora y media completa. Sus carruajes estaban alineados en el patio delantero, preparados para llevarlas a sus destinos pero, si no se marchaban pronto, ninguna llegaría a ninguna de las ciudades principales antes del anochecer, de modo que deberían permanecer allí otra noche. Minerva no sabía si sus temperamentos, o el de ella, lo soportaría; no quería ni pensar en el de Royce.

Su oído era más agudo que el de ellas; escuchó un crujido distante, después un golpe… La puerta del patio oeste abriéndose y cerrándose. Tranquilamente, se giró y se deslizó por el pasillo junto a ella, el único que conducía al ala oeste.

Una vez que estuvo fuera de la vista del vestíbulo delantero, se agarró la falda del vestido y echó a correr.

Giró una esquina a toda velocidad… Y apenas se las arregló para no tropezar con él de nuevo. Su rostro aún era de granito tallado; la miró, y después la rodeó y siguió adelante.

Conteniendo el aliento, Minerva dio la vuelta y se apresuró incluso más para ponerse a su altura.

– Royce… Las grandes damas están esperándote para marcharse.

No aminoró el paso.

– ¿Para qué?

– Para que les comuniques tu decisión.

– ¿Qué decisión?

Minerva lo maldijo mentalmente; su tono de voz era demasiado suave.

– El nombre de la dama que has elegido para que sea tu esposa.

El vestíbulo delantero estaba frente a ellos. Los pasillos portaban las voces; las damas lo habían oído. Se tensaron, se pusieron de pie y lo miraron con expectación.

El miró a Minerva, y después impasiblemente a ellas.

– No.

La palabra era una negativa absoluta e incontestable.

Sin romper el paso, inclinó la cabeza con frialdad mientras pasaba junto a la fuerza femenina reunida de la clase alta.

– Que tengan buen viaje.

Dicho eso, se dirigió a las escaleras principales, las subió rápidamente y desapareció en la galería más allá.

Dejando a Minerva, y a todas las grandes damas, mirándolo.

Prosiguió un momento de asombrado silencio.

Minerva tomó aliento y se giró hacia las grandes damas… Y descubrió que todas las miradas estaban puestas en ella.

Augusta señaló hacia las escaleras.

– ¿Quieres? ¿O lo hacemos nosotras?

– No -No quería que él terminara diciendo algo irrecuperable y alienante de ninguna de ellas; a pesar de todo, iban con buena intención, y su apoyo sería de un valor incalculable (para él, e incluso más para su esposa) en años venideros. Se giró hacia las escaleras. -Yo hablaré con él.

Levantó sus faldas y subió rápidamente, y después se apresuró tras él por el interior de la torre. Necesitaba aprovechar el momento, hablar con Royce en ese instante, y conseguir que hiciera alguna declaración aceptable, o las grandes damas se quedarían. Y se quedarían. Estaban tan decididas como terco era el duque.

Asumió que se habría dirigido al estudio, pero…

– ¡Maldición! -Escuchó sus pasos cambiar la ruta hacia sus aposentos.

Sus aposentos privados; Minerva reconoció la advertencia implícita, pero tenía que ignorarla. No había sido capaz de disuadir a las grandes damas, de modo que allí estaba, persiguiendo a un violento lobo hasta su cueva.

Sin elección.

Royce entró en su salón, y dejó la puerta abierta. Se detuvo en el centro de la alfombra, escuchó con atención, y después soltó una maldición y dejó la puerta abierta; ella aún lo seguía.

Una decisión muy poco acertada.

Todas las turbulentas emociones de la velada anterior, apenas calmadas hasta niveles manejables por su largo paseo a caballo, habían vuelto a la furiosa y agresiva vida con un bramido, al ver a las grandes damas acampadas en su vestíbulo delantero (en sus puertas, metafóricamente), intentando obligarlo a aceptar un matrimonio con una de las candidatas de su infernal lista.

Había examinado la maldita lista. No tenía ni idea de cómo eran personalmente aquellas mujeres (y todas eran significativamente más jóvenes que él), pero cómo… ¿cómo? ¿Cómo podían las grandes damas imaginar que él, simplemente, y con una sangre tan fría, iba a escoger a una, y después pasar el resto de su vida atado a ella, tras condenarla a una vida unida a la suya?

Condenándolos a ambos a vivir (no, a existir), exactamente en el mismo tipo de vida matrimonial que su padre y su madre habían tenido.

No la vida matrimonial de la que disfrutaban sus amigos, no las uniones de apoyo que sus ex compañeros habían forjado, y nada parecido al matrimonio que tenía Hamish.

No. Porque él era Wolverstone tenía que renunciar a una comodidad así, y estaba condenado, en su lugar, a la unión sin amor a la que se entregaba tradicionalmente su familia, únicamente porque ese era el apellido con el que cargaba.

Porque ellos (todos ellos) pensaban que lo conocían, pensaban que, debido a su apellido, sabían qué tipo de hombre era.

El mismo no sabía qué tipo de hombre era en realidad… ¿cómo iban a saberlo ellos?

La incertidumbre se había hecho presa de él en el mismo momento en que se había apartado de la personalidad creada de Dalziel, y después lo había embargado completamente debido a su acceso al título tan inesperadamente, y con tan poca preparación. A los veintidós años había estado totalmente seguro de quién era Royce Henry Varisey, pero si echaba la vista atrás dieciséis años… Ninguna de sus certezas previas encajaba ya con él.

Ya no encajaba con el hombre, con el duque, que había pensado que sería.

El deber, sin embargo, era una luz de guía que siempre había reconocido, y aún lo hacía. Así que lo había intentado. Había pasado toda la noche repasando la lista, intentando obligarse a traspasar la línea, tal como esperaban.

Había fracasado. No podía hacerlo… No podía obligarse a elegir a una mujer a la que no quería.

Y la razón principal por la que no podía hacerlo estaba a punto de entrar en su habitación.

Inhaló profundamente, y después se dejó caer en una de las grandes butacas ante las ventanas, mirando la puerta abierta.

Justo cuando ella entró.

Minerva sabía por su larga experiencia con los Varisey que aquel no era momento para ser cauta, y mucho menos sumisa. La visión con la que se encontraron sus ojos cuando se detuvo en el interior de la habitación ducal (el muro de furia que asaltó sus sentidos) le confirmó que saltaría sobre ella, y la estrangularía, si le daba la oportunidad.

Lo miró con una mirada irritada y exasperada.

– Tienes que tomar una decisión, tómala y comunícala… O dame algo con lo que pueda bajar las escaleras y satisfacer a las damas; si no, no van a marcharse -Cruzó los brazos y lo miró. -Y eso te gustará menos aún.

Siguió un largo silencio. Minerva sabía que Royce usaba los silencios para minarla: no retrocedió un centímetro, y esperó.

Los ojos del duque se entornaron. Finalmente, levantó una oscura y diabólicamente inclinada ceja.

– ¿Realmente tienes interés por explorar Egipto?

Minerva frunció el ceño.

– ¿Qué? -Entonces lo entendió, y apretó los labios. -No intentes cambiar de tema. Que, por si lo has olvidado, es el de tu novia.

Su mirada permanecía fija en su rostro, en sus ojos.

– ¿Por qué estás tan interesada en que declare con quién voy a casarme? -Había bajado la voz, la había suavizado, y su tono se había vuelto extraña e insidiosamente sugerente. -¿Tan ansiosa estás por escapar de Wolverstone y de tus obligaciones, y del resto de cosas de aquí?

La implicación le pinchó en un punto que, hasta ese momento, Minerva no sabía que era sensible. Entró en cólera, tan rápida y completamente que no pudo contenerse.

– Como sabes condenadamente bien -Su voz goteaba rabia, sus ojos, ella lo sabía, serían como carbones ardiendo, -Wolverstone es el único hogar que he conocido. Esta es mi casa. Puede que tú conozcas cada piedra y cada roca, pero yo conozco a cada hombre, a cada mujer y a cada niño de este ducado -Su voz se hizo más grave, vibrando con la emoción. -Conozco las estaciones, y cómo nos afecta cada una de ellas. Conozco cada una de las facetas de las dinámicas de la comunidad del castillo, y cómo se llevan a cabo. Wolverstone ha sido mi vida durante más de veinte años, y la lealtad y el amor hacia él y su gente es lo que me ha mantenido aquí tanto tiempo.

Tomó aire profundamente. Los ojos de Royce cayeron un momento hasta sus pechos, acumulados sobre su escote; indiferente, ella atrapó su mirada mientras la dirigía de nuevo hasta su rostro.

– De modo que no, no estoy ansiosa por marcharme. Preferiría quedarme, pero debo irme.

– ¿Por qué?

Minerva levantó las manos.

– ¡Porque tienes que casarte con una de las damas de esa maldita lista! Y una vez que lo hagas, aquí no habrá sitio para mí.

Si su salida de tono lo había tomado por sorpresa, Minerva no veía ninguna señal de ello; su rostro permanecía impasible, con sus rasgos cincelados en piedra. La única sensación que obtenía al mirarlo era una de implacable e inamovible oposición.

Su mirada pasó de Minerva a la chimenea, siguiendo la larga hilera de esferas armilares que ella había mantenido pulidas y sin polvo. Su mirada descansó en ellas un largo momento, y después murmuró:

– Siempre me has dicho que debo seguir mi propio camino.

Minerva frunció el ceño.

– Este es tu propio camino, el que tú habrías tomado naturalmente… Lo único que ha cambiado es el momento.

Royce la miró; ella lo intentó pero, como siempre, no pudo leer nada en sus oscuros ojos.

– ¿Qué pasa -preguntó, en voz muy baja-si ese no es el camino que yo quiero tomar?

Minerva suspiró a través de sus dientes.

– Royce, deja de poner las cosas difíciles. Sabes que vas a elegir a una de las damas de esa lista. La lista es extensa, diría que completa, de modo que esas son tus opciones. Lo único que tienes que hacer es decirme el nombre, y yo lo llevaré a la planta de abajo, y se lo comunicaré a las grandes damas antes de que decidan irrumpir aquí.

Royce la examinó.

– ¿Qué pasa con tu alternativa?

Le llevó un momento entender a qué se refería, y después levantó las manos, dándole la razón.

– De acuerdo… Dame algo que pueda decirles, y que las satisfaga, en lugar del nombre de tu novia.

– De acuerdo.

Minerva evitó fruncir el ceño. La mirada del duque estaba fija en ella, y parecía que estaba pensando, que las ruedas de su diabólica mente estaban girando.

– Puedes anunciar a las damas de abajo -habló lentamente, con un tono peligrosamente suave, -que ya he decidido con qué dama me casaré. Pueden esperar el anuncio de nuestro matrimonio para dentro de una semana, aproximadamente, cuando la dama a la que he escogido acceda.

Sin apartar los ojos de los del duque, repasó la declaración; esta, efectivamente, satisfaría a las grandes damas. Sonaba sensible, racional… De hecho, exactamente lo que él habría dicho.

Pero… Lo conocía demasiado bien para tomarse sus palabras en serio. Estaba planeando algo, pero no podía imaginarse qué podría ser.

Royce se incorporó antes de que pudiera preguntarle nada. Quitándose la chaqueta, caminó hacia su dormitorio.

– Y ahora, si me disculpas, debo cambiarme.

Minerva frunció el ceño, molesta por su negativa a dejarla asegurarse, pero ya que no tenía elección, así que inclinó la cabeza, se giró y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.

Mientras se aflojaba el pañuelo del cuello, Royce miró la puerta cerrada y entró en su habitación. Ella descubriría pronto la respuesta a su pregunta.

CAPÍTULO 07

A la mañana siguiente, vestida con ropa de montar, Minerva estaba sentada en el salón de desayuno privado, tomando su tostada con mermelada tan rápidamente como podía; pretendía salir a dar un paseo con Rangonel tan pronto como fuera posible.

No había visto a Royce desde que la había enviado con su respuesta a la demanda de las grandes damas. No se había unido a los invitados que aún permanecían allí para la cena; a ella no le había sorprendido. Pero no tenía ninguna prisa por encontrarse con él, no hasta que volviera a ser ella misma, así que, debido a su cautela, terminó la tostada, se bebió su té, se levantó y se dirigió a los establos.

Retford le había confirmado que su Excelencia había desayunado antes y que se había marchado cabalgando; seguramente ya estaría lejos, pero Minerva no quería encontrarse con él si terminaba de cabalgar antes y volvía a la torre. Evitó el patio oeste, su ruta favorita, y salió por el ala este del castillo, atravesando los jardines. Había pasado una tarde intranquila, y una incluso más agitada noche, repasando en su mente las damas de la lista, intentando predecir a quién habría elegido. Había conocido a varias de ellas durante las temporadas que ella y su madre habían pasado en la capital; aunque no podía imaginarse a ninguna de ellas como su duquesa, esa falta de entusiasmo no explicaba el sentimiento de vacío que, en los últimos días, había estado creciendo en su interior.