Y que se había intensificado considerablemente después de haber entregado su declaración a las grandes damas, y de haberlas despedido a su marcha.
Ciertamente, haberse visto obligada a declarar en voz alta la infelicidad que le causaba dejar Wolverstone, haber dado voz a lo que sentía realmente, no había servido de ayuda. Cuando se retiró a sus aposentos aquella noche, aquella inesperada emoción estaba aproximándose a la desolación. Como si algo fuera horriblemente mal.
No tenía sentido. Ella había hecho lo que tenía que hacer (lo que sus promesas le habían obligado a hacer) y había tenido éxito. Aunque sus emociones habían tirado alocadamente en la dirección contraria; no sentía que hubiera ganado, sino que había perdido.
Que había perdido algo vital.
Era una tontería. Siempre había sabido que llegaría el momento en el que tendría que dejar Wolverstone.
Tenía que ser algún giro irracional de sus emociones provocado por la cada vez más tensa batalla que mantenía para que sus frustrantes e irritantes reacciones físicas, causadas por el encaprichamiento obsesivo que sentía por Royce, permanecieran totalmente ocultas… Tanto que ni siquiera él pudiera verlas.
Los establos estaban frente a ella. Caminó hasta el patio, y sonrió cuando vio a Rangonel ensillado y esperándola junto al peldaño de monta, con un mozo junto a su cabeza. Minerva se acercó a él… Y un relámpago gris y el sonido de unos cascos la hizo mirar a su alrededor.
Sable brincaba en el lado opuesto del patio, ensillado… Y esperando. Intentó convencerse de que Royce acababa de volver, pero el semental parecía fresco e impaciente por salir.
Entonces vio a Royce, alejándose del muro contra el que había estado apoyado mientras charlaba con Milbourne y Henry.
Henry se alejó para calmar a Sable y desatar sus riendas.
Milbourne se levantó del banco en el que había estado sentado.
Y Royce caminó hacia ella.
Apresurando el paso, se apoyó en el peldaño y subió, sin aliento, a su montura.
Royce se detuvo a algunos pasos de distancia y la miró.
– Tengo que hablar contigo.
Sin duda sobre su esposa. Sus pulmones se comprimieron; se sintió totalmente enferma.
Royce no esperó ningún acuerdo, sino que tomó las riendas que Henry le ofrecía y subió al lomo de Sable.
– Ah… Tenemos que hablar sobre el molino. Tenemos que tomar alguna decisión.
– Podremos hablar cuando nos detengamos para que los caballos descansen -Su oscura mirada la recorrió, y después condujo a Sable hasta la arcada. -Vamos.
Esta vez, él guiaba el paseo.
No tenía más opción que seguirlo. Debido al paso que marcó, necesitó toda su concentración; solo cuando aminoró la velocidad y comenzaron a subir Lord's Seat pudo comenzar a preguntarse qué era lo que iba a decirle exactamente.
Royce la guió hasta un puesto de observación, una plataforma cubierta de césped en la ladera de la colina donde un retazo de bosque rodeaba un claro semicircular. Tenía una de las mejores vistas de la zona: miraba al sur desde el desfiladero a través del cual el Coquet serpenteaba, hasta el castillo, bañado por la luz del sol y ubicado contra las montañas de Fondo más allá.
Royce había elegido aquel punto deliberadamente; tenía la mejor y más completa vista de la propiedad, de los campos, así como del castillo.
Condujo a Sable hasta los árboles, desmontó y anudó las riendas a una rama. Sobre su zaino, Minerva lo siguió más lentamente. Le dejó tiempo para que se deslizara de su grupa y atara su caballo, y cruzó la exuberante hierba en el borde del claro; miró sus tierras, y aprovechó el momento para ensayar sus argumentos una vez más.
Ella no quería dejar Wolverstone y, como testificaba la prístina condición de esferas armilares, sentía algo por él. Puede que no fuera equivalente al deseo que él sentía por ella, pero Minerva aún no había visto lo suficiente de él para haber desarrollado una admiración y una apreciación de su talento recíproca a la de él por ella. Pero era suficiente.
Suficiente para trabajar con ello, suficiente para que pudiera sugerirlo como base para su matrimonio. Era muchísimo mejor que la que posiblemente existía entre él y cualquiera de las señoritas de la lista de las grandes damas.
Estaba preparado para persuadirla.
Minerva tenía veintinueve años, y había admitido que ningún hombre le había ofrecido nada que valorara.
Valoraba Wolverstone y él podía ofrecérselo.
Efectivamente, estaba ansioso por ofrecerle cualquier cosa que estuviera en su poder proporcionarle, si es que de ese modo conseguía que aceptara ser su duquesa.
Quizá no tuviera tan buenos contactos o tan buena dote como las candidatas de la lista, pero su cuna y su fortuna eran más que suficientes para que no tuviera que temer que la sociedad considerara que la suya era una mala unión.
Además, al casarse con él, cumpliría las promesas que hizo a sus padres, indiscutiblemente, del modo más efectivo… Era la única mujer que alguna vez le había plantado cara, que alguna vez le había presentado oposición.
Como había demostrado el día anterior, le diría cualquier cosa que creyera que necesitaba oír a pesar de que él no quisiera oírlo. Y lo haría sabiendo que podía hacerla pedazos, sabiendo lo violento que podía ser su carácter. Ella ya lo sabía, se había mostrado segura de que él nunca los perdería con ella, ni sobre ella.
Minerva lo sabía todo de él. Y que tuviera el valor para actuar, a pesar de ese conocimiento, decía incluso más de ella.
Necesitaba a una duquesa que fuera algo más que una cifra, que un ornamento social para su brazo. Necesitaba una compañera, y ella era la única que estaba cualificada.
Su preocupación por el ducado, su relación con él, era el complemento al suyo; juntos, darían a Wolverstone (al castillo, al ducado, al título, y a la familia) la mejor administración que podría tener.
Y en lo que se refería a la cuestión crítica de sus herederos, tenerla en su cama era algo que ansiaba; la deseaba… Más de lo que podría desear a cualquiera de las candidatas de las grandes damas, sin importar lo hermosas que fueran. La belleza física era el menos importante de los atractivos para un hombre como él. Tenía que haber algo más, y en ese aspecto Minerva estaba sumamente bien dotada.
El día anterior, mientras el ama de llaves insistía en que complaciera a las grandes damas, Royce finalmente había aceptado que, si quería un matrimonio como el de sus amigos, entonces, sin importar lo que tuviera que hacer para convertirlo en realidad, era a Minerva a quien necesitaba como su esposa. Que, si quería algo más que un matrimonio sin amor, tendría que actuar y, como lo había hecho con su ayuda en otras cuestiones, intentar encontrar un nuevo camino.
Con ella.
La certeza que esto le había infundido no había palidecido; con el transcurrir de las horas se había hecho más intensa. Nunca se había sentido más seguro, más concentrado en su camino, con mayor confianza en que aquello era lo mejor para él.
Sin importar lo que tuviera que hacer… Sin importar los obstáculos que ella pudiera colocar en su camino, sin importar a dónde lo guiara aquel camino, o lo peligroso que pudiera ser el viaje, sin importar lo que ella o el mundo pudieran exigirle… Tenía que conseguir a Minerva.
No podía sentarse y esperar a que ocurriera; si esperaba más, tendría que casarse con otra persona. Así que haría lo que fuera necesario, se tragaría las partes de su orgullo que tuviera que tragarse, intentaría persuadirla, seducirla, atraerla… Hacer lo que fuera necesario para convencerla de que fuera suya.
Su mente y sus sentidos volvieron al presente, preparados para hablar; entonces la buscó… y se dio cuenta de que no se había unido a él.
Se giró y la vio aún montada en su caballo. Había girado al enorme zaino para apreciar las vistas. Con las manos entrelazadas ante ella, contemplaba el valle.
Royce se movió, intranquilo, y captó su atención. Le hizo una señal para que se acercara.
– Baja. Quiero hablar contigo.
Minerva lo miró un momento, y después guió a su caballo hacia delante. Lo detuvo junto al duque y lo miró desde su grupa.
– Estoy cómoda aquí. ¿De qué quieres hablar?
Royce la miró. Declararse mientras ella lo miraba desde arriba era absurdo.
– De nada que podamos discutir mientras estás ahí subida.
Minerva sacó sus botas de los estribos. El duque extendió los brazos y la ayudó a bajar de su grupa.
Minerva ahogó un gritó. Royce se había movido tan rápido que no había tenido tiempo para bloquearlo… Para evitar que cerrara sus manos alrededor de su cintura y la levantara.
La bajó hasta el suelo lentamente.
La mirada de su rostro (de una total y asombrada incredulidad) no habría tenido precio si ella hubiera sabido qué la había puesto allí.
Minerva había reaccionado ante su roce. Decisiva y definitivamente. Se había tensado. Sus pulmones se habían contraído; su respiración se había vuelto agitada. Concentrado en ella, con las manos apretando con fuerza su cintura, Royce no se había perdido ninguna de estas reveladoras señales.
Mucho antes de que sus pies tocaran el suelo, él ya había adivinado su secreto.
Lo sabía sin ninguna duda.
Ella había leído todo eso en el sutil cambio de sus rasgos, en la repentina resolución (en la implacable resolución), que ahora llameaba en sus ojos.
Entró en pánico. En el momento en el que sus pies tocaron el suelo, se obligó a tomar aire, abrió los labios…
Royce inclinó la cabeza y la besó.
No suavemente.
Fuerte. Vorazmente. Sus labios se habían separado, y su lengua llenó su boca sin haberle pedido permiso.
El duque la había asaltado y había tomado posesión de ella. Sus labios exigían, demandaban… tensando rapazmente sus entradas. Capturando sus sentidos.
El deseo la recorrió como una ardiente marea.
El de él, se dio cuenta fugazmente, no sólo el de ella.
El descubrimiento la aturdió totalmente; ¿desde cuándo la deseaba?
Aunque la habilidad para pensar, para razonar, para hacer algo que no fuera sentir y responder, había cesado.
Al principio no se dio cuenta de que estaba devolviéndole el beso; cuando lo hizo, intentó detenerse… Pero no pudo. No pudo apartar sus sentidos de su fascinación, de su ávida excitación; aquello era mejor de lo que esperaba. A pesar de toda su prudencia, no era capaz de separarse, ni de él, ni de aquello.
Royce se lo puso más difícil cuando inclinó la cabeza, sesgó los labios sobre los suyos, y profundizó el beso… No gradualmente, sino en un audaz salto que la hizo estremecerse.
Las manos de Minerva habían caído hasta sus hombros; los apretó con fuerza mientras sus bocas se fundían, mientras el duque, implacablemente, se abría camino, asolaba sus defensas y la arrastraba con él hacia aquel abrasador e íntimo intercambio. No podía comprender cómo sus ansiosos besos, sus duros y hambrientos labios, su audaz lengua, la habían capturado, atrapado, y después la habían hecho prisionera de su propia necesidad de responder. No era la voluntad de Royce la que la hacía besarlo con tal ansiedad, como si a pesar del buen juicio, no pudiera conseguir suficiente de su ligeramente oculta posesión.
Minerva siempre había sabido que el duque sería un amante agresivo; lo que no sabía, lo que nunca hubiera imaginado, era que respondería tan flagrante, tan seductivamente… Que recibiría aquella agresión con una bienvenida, que la aceptaría como si le perteneciera, y demandaría más.
Aunque eso era precisamente lo que estaba haciendo… Y no podía parar.
Su experiencia con los hombres era limitada, pero no inexistente, aunque aquello era algo que estaba totalmente más allá de su conocimiento.
Ningún otro hombre había hecho que su corazón galopara, ninguno había hecho que su sangre cantara, enviándola a toda velocidad a través de su cuerpo.
Con sus labios sobre los suyos, con solo un beso, Royce la había transformado en una mujer ávida y lasciva… Y alguna parte de su alma cantaba.
Royce lo sabía. Sentía su respuesta en cada fibra de su ser. Quería más… De ella, de su lujuriosa boca, de sus descaradamente invitadores labios. Aunque más allá de su propia ansia yacía la sorpresa ante la de ella, una tentación como ninguna otra, en cada uno de los instintos primitivos que poseía, se había concentrado, apresurándose con paso inquebrantable por la ruta más directa y segura para apaciguar sus propias y ya tumultuosas necesidades.
Hundido en su boca, no estaba pensando. Solo a través de los sentimientos registró (con un pinchazo de incredulidad cuando se dio cuenta de lo que ella había estado escondiendo) que ella, efectivamente, respondía ante él vibrantemente, instintivamente, y lo que era más importante, sin poder evitarlo.
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