– ¿El moho, de nuevo? -Regresó a la barandilla junto al río.

– El moho, los hongos… hemos llegado a tener incluso setas creciendo en él.

Pasó una mano por la barandilla e hizo una mueca.

– Demasiada humedad.

– Si cerramos las puertas, a veces es tanta que se forman gotas.

La miró.

– ¿Y cuál es tu solución?

– Hancock está de acuerdo conmigo en que, si ponemos un muro de madera a lo largo de la corriente, podemos alquitranarlo y hacerlo impermeable. Además, tendríamos que arreglar las grietas de los muros exteriores y el tejado, y alrededor del pedestal, y poner tablones extra en las puertas, para evitar que el aire húmedo entre. Y Hancock recomienda enérgicamente, como yo, poner paneles de cristal en las puertas del sur, de modo que el sol pueda entrar y mantener cálido y seco lo que haya en el interior.

Royce miró a su alrededor.

– Cierra esas puertas -Señaló el par en el extremo norte del edificio, y caminó hasta el conjunto mayor en el lado sur. Esperó hasta que Minerva, frunciendo el ceño, hubo cerrado las puertas del norte, cortando la luz que entraba desde esa dirección.

El sol que entraba por las puertas de la zona este no llegaba al lado oeste. Royce cerró una de las puertas del sur, bloqueando la mitad del sol que había estado entrando y después, más lentamente, cerró la otra, contemplando cómo el rayo de sol se estrechaba hasta que era un delgado hilo.

Cerró la puerta completamente y recorrió la línea que el sol había recorrido hasta donde terminaba justo ante la piedra de molino. Se detuvo y volvió a mirar las puertas, y el muro sobre ellas, que llegaba hasta el techo.

Minerva se colocó a su lado.

– ¿En cuánto cristal está pensando Hancock?

El cristal era caro.

– Al menos dos paneles, uno sobre cada puerta, al menos de la mitad de la amplitud de cada puerta.

Observó a Royce mientras estudiaba el muro, y después se giró y miró la piedra de molino.

– Deberíamos cubrir de cristal tanto de aquel muro como fuera posible.

Minerva parpadeó.

Royce la miró y arqueó una ceja.

Rápidamente, ella asintió.

– Eso, definitivamente, sería lo mejor -No lo había sugerido porque no había creído que él fuera a estar de acuerdo.

Una sutil curva en sus labios le sugirió que se lo había imaginado, pero todo lo que dijo fue:

– Bien -Se giró y miró la piedra de molino, y después la rodeó, examinándola.

Minerva miró la zona sobre la puerta, estimando el tamaño, y después decidió que debería volver a abrir las puertas del norte, se giró y caminó… hasta Royce.

Hasta sus brazos.

No le sorprendió.

A él tampoco.

Lo supo… El malicioso brillo de sus ojos, la sonrisa triunfante de sus labios, y el hecho de que estaban solos en el molino, a mucha distancia del castillo, con las puertas cerradas…

La besó. A pesar de sus rápidos pensamientos, ella no tuvo más que una advertencia instantánea. Intentó resistirse, intentó tensarse mientras sus brazos la rodeaban, intentó hacer que sus manos, instintivamente colocadas contra el pecho de Royce, lo apartaran…

Pero no ocurrió nada. O mejor dicho, durante un largo momento solo se quedó allí, dejando que él la besara… saboreando de nuevo la presión de sus labios sobre los de ella, y el sutil calor de sus cuerpos. Minerva casi no podía creerse que estuviera ocurriendo de nuevo. Que él la estuviera besando de nuevo.

En una oleada de sorprendente claridad, se dio cuenta de que realmente no se había llegado a creer lo que había ocurrido la noche anterior. Había sido cauta, se había mantenido todo el día vigilante, pero realmente no se había permitido reconocer, no conscientemente, lo que había ocurrido en la sala matinal la noche anterior.

Y ahora iba a ocurrir de nuevo.

Antes de que el pánico pudiera reunirse en su vientre y su voluntad, lo hizo retroceder para intentar mostrar una resistencia efectiva a sus labios firmes, duros y hambrientos… pero fue inútil. En el momento en el que el duque entró, como un conquistador, en su boca, ella sintió toda su intención… y tuvo la absoluta certeza de que no tenía esperanza alguna de detenerlo porque más de la mitad de ella no quería hacerlo.

Porque una parte demasiado grande de ella lo deseaba. Deseaba descubrir, experimentar, saborearlo a él y a todo lo que pudiera mostrarle, abrazar el momento, y el placer y la delicia que este le proporcionaría.

Deseaba abrirse a aquello, y a Royce, para explorar las posibilidades que había sentido la noche anterior, para seguir la persistente necesidad de su encaprichamiento por él y de todos los sueños que siempre había tenido sobre un momento tan ilícito como aquel.

Con él.

Incluso mientras este pensamiento resonaba en su interior, sintió la oscura seda del cabello de Royce deslizándose entre sus dedos, y se dio cuenta de que, una vez más, estaba devolviéndole el beso, de que había tenido éxito, una vez más, excitándola, con aquel deseo interior que solo él había tocado alguna vez anhelando salir a la superficie a jugar.

Porque aquello era un juego. Una súbita sensación de regocijo la atrapó, y se movió contra él, y después, de un modo totalmente descarado, acarició su lengua con la suya.

Royce le devolvió el favor, y su boca, sus labios y su lengua le hicieron cosas que Minerva sabía perfectamente que debían ser pecado. Los brazos del duque se tensaron, como bandas de acero cerrándose para llevar su ardiente cuerpo contra el suyo, y después sus manos revolotearon, recorriéndola, esculpiendo provocativamente sus curvas, delineando sus caderas, y más abajo, y después atrayéndola más cerca, amoldando sus caderas contra sus duros muslos, con la rígida asta de su erección imprimiéndose en su mucho más suave vientre.

Ya perdida en el beso, en su abrazo, sintió que su fuego interior saltaba de una llama a un incendio completo. Se sintió acalorada, y después se mezcló con ello, se convirtió en parte de ello mientras se extendía y la consumía.

Se sintió como una alocada criatura mientras se dejaba escapar, con los sentidos alerta, compenetrada, mientras dejaba que el fiero vórtice que él estaba orquestando la arrastraba.

En cierto momento, los brazos de Royce aliviaron su presión; sus manos agarraron su cintura, la hizo girar, y la recostó sobre la piedra de molino.

Lo siguiente que Minerva supo (el siguiente momento en el que sus sentidos salieron a la superficie de la tormenta de fuego y placer que él le estaba provocando) fue que estaba recostada sobre su espalda, con la tosca roca bajo sus hombros, caderas y muslos, su vestido totalmente abierto, y que el duque estaba dándose un festín con sus pechos desnudos incluso más evocadoramente, más intensamente, y con mayor habilidad, de lo que lo había hecho la noche anterior.

Cuando Royce se retiró para mirar la carne que tan concienzudamente había poseído, Minerva fue capaz de levantarse sobre la niebla de placer en la que él la había envuelto. Estaba atrapada en ella… aunque no podía negar que no fuera una prisionera muy dispuesta.

Estaba jadeando, respiraba con dificultad; sabía que había gemido. Sus manos yacían lacias sobre los brazos de Royce; habían perdido toda su fuerza con lo que él le estaba haciendo. Sus oscuros ojos la recorrían; podía sentir el calor de su mirada, mucho más caliente que su propia y desnuda piel.

Pero fue su rostro lo que, en ese momento, la sostuvo: los duros rasgos, los largos huecos de sus mejillas, la barbilla cuadrada y la amplia frente, su afilada nariz, la decidida línea de sus labios… la expresión que, durante un instante sin restricción, gritó con posesiva lujuria.

Fue eso, tenía que ser; el reconocimiento le hizo retorcerse ansiosamente en su interior. Bajo su mano, se agitó inquieta.

La mirada de Royce subió; sus ojos se encontraron con los de ella un instante, y después volvió a mirar sus pechos, bajó la cabeza… y con calculada intensidad la lanzó de nuevo hacia las llamas.

Minerva no protestó cuando Royce levantó las capas de su vestido hasta su cintura. El roce del aire en su piel debería haber sido frío, pero en lugar de eso Minerva estaba ya ardiendo.

Deseando ya el toque de su mano entre sus muslos. Cuando llegó, suspiró. Pero no podía relajarse, contuvo su aliento en un medio gemido, con los dedos agarrando la manga de su camisa mientras su cuerpo se arqueaba, suplicándole ansiosamente mientras la acariciaba.

Quería los dedos de Royce en su interior de nuevo. Eso o… ella siempre se había preguntado por qué, cómo podían dejarse convencer las mujeres para acomodar la dura y fuerte realidad de la erección de un hombre, qué locura las poseía para permitir, y mucho menos invitar, que tal cosa las penetrara allí… Ahora lo sabía.

Definitivamente, lo sabía; definitivamente, ardía con un deseo que nunca había pensado sentir.

Sin aliento, con una voz que ya no era suya, forcejeó por encontrar un modo de comunicarle aquel fuego, aquel deseo que cada vez se hacía más urgente, cuando el duque liberó el torturado pezón que había estado succionando, y se deslizó a su lado, metiendo su cabeza bajo el borde de su arrugada falda… Minerva jadeó, se estremeció, cuando sintió la caricia de sus calientes labios sobre su ombligo.

Entonces sintió que su lengua la acariciaba, que la probaba, y que después comenzaba a empujar y retroceder lentamente; se estremeció y, con los ojos cerrados con fuerza, hundió una mano en su cabello mientras, entre sus muslos, los dedos de Royce la acariciaban con el mismo ritmo.

Estaba tan profundamente atrapada en aquella telaraña de caliente delicia, de cálido placer que él estaba enviando por sus venas, que apenas se dio cuenta de que Royce retrocedía y separaba sus muslos.

Lo que rompió aquella neblina fue el roce de su mirada cuando, sintiéndola, casi incrédula, abrió sus ojos y lo vio estudiándola, examinando, la húmeda e hinchada carne que las puntas de sus dedos estaban recorriendo.

Los ojos de Minerva se clavaron en su rostro, cautivos por lo que veían… la absoluta necesidad, la abrasadora intención de poseerla, de poseerlo todo de ella, que estaba grabada tan claramente en sus rasgos.

La visión le robó el poco aliento que le quedaba encerrado en sus pulmones, y la hizo sentirse mareada.

– ¿Estás lista para gritar?

Royce no había levantado la mirada, no la había mirado a los ojos. Minerva frunció el ceño; aún no había gritado, o solo lo había hecho en su mente.

El duque la miró un breve instante, y después bajó su cabeza. Y reemplazó sus dedos con sus labios.

Minerva jadeó, se arqueó, y se hubiera apartado si él no la hubiera tenido bien sujeta, con los labios clavados sobre ella para poder lamerla y succionarla.

Y saborearla. Pensar en ello llevó un gemido a sus labios. Cerró los párpados, dejó que su cabeza cayera hacia atrás e intentó respirar, intentó hacer frente a aquello; no tenía otra opción más que, con los puños cerrados sobre su cabello, cabalgar la ola de aguda delicia que él estaba enviando a través de su cuerpo.

Que con experta habilidad convirtió en una poderosa y atronadora fuerza que la recorrió con una feroz tempestad de placer.

Intentó contener un grito cuando la punta de su lengua rodeó y acarició el tenso botón de su deseo, pero solo tuvo éxito parcialmente. Sus muslos temblaban mientras su lengua continuaba acariciándola…

Su espalda se arqueó sin remedio mientras él la deslizaba en su interior.

Minerva se estremeció, y después gritó mientras Royce introducía su lengua más profundamente en su interior.

Se deshizo con un escalofrío, con oleadas de gemidos mientras su boca se ejercitaba sobre ella, en ella.

Mientras la tormenta pasaba por ella, atravesándola, dejándola totalmente desvalida y agotada, Royce continuó lamiendo el néctar mientras saboreaba la gradual distensión de sus muslos, la lenta marea de relajación que la estaba atravesando.

Al final retrocedió, la miró a la cara (la de una mujer totalmente satisfecha), y sonrió.

Buscó los botones de su vestido y cuidadosamente los abrochó. Un movimiento de sus manos envió sus faldas abajo de nuevo, cubriendo sus largas y ágiles piernas. No tenía sentido seguir atormentándose; aquello no era su cama.

Era una táctica, una estrategia, y estaba ganando la guerra.

Se incorporó y abrió las puertas del norte, y entonces, una vez que se hubo asegurado de que su vestido estaba totalmente en su lugar, abrió las grandes puertas del sur también. El sol de la tarde entró; se quedó allí un momento, ignorando el persistente dolor en sus ingles, y miró el castillo. Podía ver las almenas de la torre, privadas y prohibidas para todos los invitados, pero las ventanas inferiores estaban ocultas por los árboles. Al volver al castillo, estarían lejos de cualquier ojo interesado hasta que estuvieran cerca de sus muros.