Con expresión pétrea, atravesó Harbottle. Una mujer que caminaba por la calle lo miró con curiosidad. Aunque se dirigía claramente a Wolverstone, porque no había otro destino al que un caballero de su clase pudiera llegar a través de esa carretera (ya que tenía numerosos primos y que todos compartían más que un ligero parecido), incluso si la mujer se había enterado de la muerte de su padre, no era probable que se diera cuenta de quién era él.
Desde Sharperton la carretera había seguido la orilla del Coquet; sobre el tronar de los cascos de los caballos había escuchado el borboteo del río sobre su lecho rocoso. Ahora la carretera giraba al norte; un puente de piedra se extendía sobre el río. El carruaje traqueteó al cruzarlo; Royce lanzó un profundo suspiro mientras entraba en las tierras de Wolverstone.
Sintió aquella indefinible conexión apresándolo y tensándose.
Se irguió en su silla, extendiendo los largos músculos de su espalda, aminoró el paso de los caballos y miró a su alrededor.
Bebió de los familiares paisajes, cada uno de ellos engalanado en su memoria. La mayoría era lo que esperaba… Estaban exactamente como los recordaba, pero dieciséis años después.
Un vado yacía más adelante, expandiendo el río Alwin; detuvo a los caballos y dejó que eligieran su camino. Cuando las ruedas se liberaron del agua, sacudió las riendas e hizo que la pareja de corceles subiera la ligera pendiente, donde la carretera se curvaba de nuevo, esta vez hacia el oeste.
El carruaje superó la elevación, y Royce aminoró la velocidad de los caballos hasta ponerlos a paseo.
Los tejados de pizarra de Alwinton estaban justo frente a él. Más cerca, a su izquierda, entre la carretera y el Coquet, se asentaba la iglesia de piedra gris, con su vicaría y sus tres casitas. Apenas se detuvo a mirar la iglesia, y su mirada la dejó atrás, sobre el río, para posarse en el enorme edificio de piedra gris que se elevaba con majestuoso esplendor más allá.
El castillo Wolverstone.
La gigantesca fortaleza normanda mantenía, añadidas en una reconstrucción por las sucesivas generaciones, sus almenas, que seguían siendo el rasgo central y dominante. Estas se elevaban sobre los tejados más bajos de las primeras alas Tudor, ambas característicamente curvadas: una hacia el oeste y después hacia el norte, y la otra hacia el este y después hacia el sur. La torre daba al norte, y miraba directamente a un estrecho valle a través del que Clennell Street, uno de los cruces fronterizos, descendía de las colinas. Ni asaltantes ni comerciantes podían cruzar la frontera por aquella ruta sin pasar bajo los siempre vigilantes ojos de Wolverstone.
Desde aquella distancia, poco podía discernir más allá de los principales edificios. El castillo se elevaba en una tierra ligeramente en pendiente sobre el desfiladero que el Coquet había excavado al oeste de la villa de Alwinton. Las tierras del castillo se extendían al este, al sur y al oeste, y la propiedad continuaba para elevarse, convirtiéndose al final en las colinas que protegían al castillo en el sur y el oeste. Los propios Cheviots protegían al castillo por el norte; solo desde el este, la dirección por la que se aproximaba la carretera, el castillo era vulnerable incluso a los elementos.
Esta había sido siempre su primera visión de su hogar. A pesar de todo, sintió la esclusa de conexión, sintió la marea creciente de afinidad.
Tiró de las riendas, e hizo que los caballos se detuvieran; después las agitó, y puso a los animales al trote para poder observar todo aquello incluso mejor.
Los campos, las cercas, los cultivos y las casitas aparecieron en un razonable orden. Atravesó la villa (no mucho más que una aldea) a buen paso. Los aldeanos lo reconocieron; algunos incluso lo saludaron, pero aún no estaba preparado para intercambiar bienvenidas, ni para aceptar condolencias por la muerte de su padre… aún no.
Otro puente de piedra salvaba el profundo y estrecho desfiladero a través del cual el río borboteaba y rodaba. Aquel cañón era la razón por la cual ningún ejército había intentado jamás tomar Wolverstone; el único modo de aproximarse era a través del puente de piedra, que era fácilmente defendible. Debido a las montañas en el resto de flancos, era imposible colocar catapultas o cualquier otro tipo de maquinaria de asedio en ningún sitio que no estuviera bajo el rango de un arquero decente desde las almenas.
Royce cruzó el puente, con el traqueteo de los cascos de los caballos ahogado bajo el tumultuoso rugido del fluir de las aguas, turbulento y salvaje, debajo. Justo como su temperamento. Cuanto más se acercaba al castillo, a lo que lo esperaba allí, más poderosas se hacían sus emociones. Más incómodas y distractoras.
Más ansiosas, vengativas y exigentes.
Las enormes puertas de hierro estaban frente a él, tan amplias como siempre habían sido; la representación de una cabeza de lobo gruñía en el centro de cada una de las estatuas de bronce sobre las columnas de las que pendían las puertas.
Con un movimiento de las riendas, envió los caballos al galope. Como si sintieran el final de su viaje, se inclinaron contra el arnés; pasaron rápidamente junto a los árboles, los majestuosos robles antiguos que bordeaban las tierras que dejaban a cada lado. Royce apenas se fijó, porque su atención (y todos sus sentidos) estaban fijos en el edificio que se alzaba frente a él.
Era tan majestuoso y estaba tan anclado al suelo como los robles. Se había mantenido así durante tantos siglos que se había convertido en parte del paisaje.
Aminoró el paso de los caballos mientras se aproximaban al patio delantero, bebiendo de la piedra gris, de los pesados dinteles, las profundas ventanas, con diamantinos cristales plomados colocados en los gruesos muros. La puerta delantera descansaba en el interior de un elevado arco de piedra; originalmente había sido una reja levadiza, no una puerta. El vestíbulo delantero, con su techo abovedado, había sido en origen un túnel que conducía hasta el muro interior del castillo; el muro exterior había sido desmantelado hacía mucho tiempo, aunque la torre se mantenía en el interior de la casa.
Dejó que los caballos caminaran en paralelo a la fachada, y Royce se permitió a sí mismo un momento en el que dejó que la emoción lo embargara durante solo un instante. Aun así, la indescriptible alegría de estar en casa de nuevo estaba profundamente ensombrecida, capturada y enredada en una telaraña de oscuros sentimientos; estar tan cerca de su padre (del lugar donde su padre debía haber estado, aunque ya no fuera así) solo servía para estimular el ya afilado borde de su inquieta furia, incapaz de perdonar.
Era una rabia irracional… una rabia que no tenía objeto. Pero aun así, la sentía.
Tomó aliento, llenando sus pulmones con el frío y revitalizante aire, apretó la mandíbula y envió a los caballos trotando alrededor de la casa.
Mientras rodeaba el ala norte y los establos aparecían ante su vista, se recordó a sí mismo que no iba a encontrar un oponente adecuado en el castillo con quien pudiera perder los estribos, con quien pudiera liberar su profunda y perdurable rabia.
Se resignó a otra noche de insomnio cuajada de pensamientos.
Su padre había fallecido.
Esto no tendría que haber sido así.
Diez minutos después entró en la casa a través de una puerta lateral, la que siempre había utilizado. Los pocos minutos que había pasado en los establos no lo habían ayudado a tranquilizar su temperamento; el mozo de cuadras, Milbourne, lo había saludado desde lejos, le había ofrecido sus condolencias y le había dado la bienvenida.
Había acogido aquellas palabras bienintencionadas con un asentimiento seco, había dejado los caballos de posta al cuidado de Milbourne, y entonces recordó algo y se detuvo para decirle que Henry (el sobrino de Milbourne) llegaría pronto con los caballos de Royce. Quería preguntarle quién más del personal de antaño estaba aún allí, pero no lo hizo; Milbourne se había mostrado demasiado comprensivo, y esto le había hecho sentirse… expuesto.
No era una sensación que le gustara.
Con la capa arremolinándose alrededor de sus pantorrillas embotadas, se dirigió a las escaleras occidentales. Se quitó los guantes de montar, los guardó en uno de sus bolsillos, y entonces subió los poco profundos peldaños de tres en tres.
Había pasado las últimas cuarenta y ocho horas solo, acababa de llegar y… ahora necesitaba estar solo de nuevo, para absorber y someter de algún modo los inesperadamente intensos sentimientos que su vuelta le había provocado. Necesitaba tranquilizar su agitado temperamento y sujetarlo con mayor firmeza.
La galería de la primera planta se extendía frente a él. Subió los últimos peldaños apresuradamente, entró en la galería, giró a la izquierda hacia la torre oeste… y tropezó con una mujer.
Escuchó su grito ahogado.
La sintió tambalearse y la sujetó… cerró sus manos sobre sus hombros y la estabilizó. La sostuvo entre los suyos.
Incluso antes de mirar su rostro, supo que no quería soltarla.
Su mirada se cerró sobre sus ojos, grandes y resplandecientes, de un majestuoso castaño con motas doradas, y enmarcados por unas lujuriosas pestañas oscuras. Su largo cabello era lustrosa seda del color dorado del trigo, ovillado y sujeto en la parte superior de su cabeza. Su piel era de una cremosa perfección, su nariz noble y recta, su rostro con forma de corazón, su barbilla redondeada. Tras detallar estos rasgos con una mirada, sus ojos se concentraron en sus labios. Eran rosados como el pétalo de una rosa, y estaban separados por la sorpresa. Su labio inferior era tan exuberantemente tentador que la urgencia de aplastarlo bajo los suyos fue casi abrumadora.
Ella lo había cogido por sorpresa; él no había tenido ni el más ligero indicio de que ella estuviera allí, deslizándose hacia delante, con la gruesa alfombra atenuando sus pasos. Él, evidentemente, también la había sorprendido; sus ojos abiertos de par en par y sus labios separados le decían que ella tampoco lo había escuchado subir las escaleras… Royce seguramente se había movido silenciosamente, como habitualmente hacía.
La mujer retrocedió; apenas un centímetro separaba el duro cuerpo del duque del de ella, mucho más suave. El sabía que era suave, había sentido su madura figura contra la suya, abrasando sus sentidos en aquel instante de fugaz contacto.
A un nivel racional se preguntó cómo era posible que una dama de su clase estuviera merodeando por aquellos pasillos, mientras en un plano más primitivo combatía la urgencia de cogerla en brazos, llevarla hasta su habitación y aliviar el repentino y abrumadoramente intenso dolor entre sus piernas… Y distraer su temperamento del único modo posible, uno que ni siquiera se había imaginado que estuviera disponible.
Aquel lado más primitivo suyo veía correcto que aquella mujer (quienquiera que fuera) estuviera caminando justo por allí, y justo en ese momento, y que fuera justo la mujer adecuada para prestarle aquel singular servicio.
La furia, incluso la rabia, se había convertido en lujuria; estaba familiarizado con esa transformación, aunque nunca le había golpeado con tanta velocidad o fuerza. Y nunca antes el resultado había amenazado su control.
La apasionada lujuria que sentía por ella en ese momento era tan intensa que incluso le sorprendió.
Se contuvo lo suficiente para retener la urgencia, apretar la mandíbula, y apartarla de sí a la fuerza.
Tuvo que obligar a sus manos a que la liberaran.
– Mis disculpas -Su voz era casi un gruñido. Con un asentimiento seco, sin mirarla a los ojos de nuevo, continuó adelante, poniendo rápidamente distancia entre ambos.
A su espalda escuchó el siseo de una inhalación, escuchó el susurro de su vestido mientras se balanceaba, mirándolo fijamente.
– ¡Royce! Dalziel… como quiera que te llames ahora… ¡detente!
El continuó alejándose.
– Maldita sea no voy a… ¡me niego a correr detrás de ti!
El se detuvo. Levantó la cabeza y consideró la lista de aquellos que osarían dirigirse a él con tales palabras, y con ese tono.
La lista no era larga.
Lentamente, se giró y miró a la dama, que evidentemente no sabía en qué peligro estaba. ¿Correr detrás de él? Debería estar huyendo en la dirección contraria. Pero…
Los recuerdos de antaño finalmente conectaron con la situación actual. Aquellos suntuosos ojos castaños fueron la clave. Frunció el ceño.
– ¿Minerva?
Aquellos fabulosos ojos ya no estaban abiertos por la sorpresa, sino entornados por la irritación; sus lujuriosos labios se habían apretado hasta formar una severa línea.
– Efectivamente -Ella dudó, y después, entrelazando las manos en su regazo, alzó la barbilla. -Deduzco que no lo sabías, pero yo soy ahora el ama de llaves de este lugar.
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