Debido a que quería que ella consintiera casarse con él solo debido a que lo deseara tanto como él la deseaba a ella, mantener su relación en secreto era imperativo; había decidido que en la ecuación no hubiera presión social de ningún tipo. Tras asegurarse, se giró hacia ella.
En el instante en el que ella se recompuso, tomó su mano y la ayudó a ponerse en pie, sujetándola hasta que, con su brazo apoyado en el de él, pudo caminar a su lado.
La guió hacia el interior, dirigiéndose al castillo a través del camino a lo largo de la orilla oeste de la corriente.
Minerva se sentía… distante. Ligera, como flotando. Tenía las extremidades deliciosamente relajadas.
Si no otra cosa, ahora sabía, sin duda, que Royce era un experto en aquel juego… Lo que le hizo preguntarse por qué no se había aprovechado, y había buscado su propia liberación en su deseoso y anhelante cuerpo.
El cuerpo que él había reducido a una deseosa disposición con caricias que, durante el resto de su vida, la harían sonrojarse.
A medida que el calor crecía en sus mejillas, frunció el ceño interiormente; sus rasgos estaban aún demasiado afectados para que pudiera controlar su expresión.
– Porque quiero tenerte desnuda en mi cama ducal -Hizo esa afirmación con total naturalidad mientras caminaba a su lado, mirando el castillo. -Es ahí donde pretendo hundirme en tu interior, y llenarte, por primera vez.
Una oleada de irritación le dio la suficiente fuerza para girar la cabeza y entornar los ojos hasta que él, con los labios ligeramente curvados, la miró.
Minerva lo miró a los ojos, tan oscuros como el pecado y aún demasiado vidriosos, y descubrió que no tenía nada que decir. Llegaron a un puente que cruzaba la corriente, que ahora era un riachuelo más ancho; soltando el brazo de Royce, se apoyó en la barandilla y comenzó a cruzar. Necesitaba poner espacio entre ambos.
– Con el riesgo de sonar demasiado arrogante, tengo la impresión de que no estabas acostumbrada a… las pequeñas delicadezas de la vida.
Su tono dejó claro a qué se estaba refiriendo: ¡a las pequeñas delicadezas de la vida, por supuesto!
– Por supuesto que no. He sido la confidente de tu madre y el ama de llaves de tu padre durante los últimos once años. ¿Cómo iba a conocer tales cosas?
Lo miró, y vio que estaba ligeramente sorprendido.
– Precisamente esas mismas razones han motivado mi pregunta.
Ella miró hacia delante, aunque sentía su mirada en su rostro.
– Supongo que tus amantes pasados no eran tan… digamos, imaginativos.
Sus amantes pasados eran inexistentes, pero no iba a decírselo a él… que había conocido a más mujeres de las que podía contar. Literalmente.
Que él, experto como era, no hubiera detectado su inexperiencia, la dejó sintiéndose ligeramente satisfecha. Buscó en su mente una respuesta adecuada. Mientras abandonaban el puente y entraban en el camino, cada vez más cerca del castillo, comenzó a sentirse ella de nuevo, e inclinó la cabeza en su dirección.
– Sospecho que pocos hombres son tan imaginativos como tú.
Estaba segura de que aquello era la verdad, y si provocaba que él se sintiera orgulloso y pensara que había avanzado en su empresa, mucho mejor.
Después de la debacle de la tarde iba a tener que evitarlo más aún. El pensaba que ella había tenido amantes.
Además, los Varisey son taimados, solapados y de poco fiar en lo referente a algo que quieren; Royce era totalmente capaz de haberle hecho un cumplido indirecto como ese con la esperanza de ablandarle el cerebro.
Que, en lo que concernía al duque, ya estaba lo suficientemente blando.
Más tarde, aquella noche, tan tarde que la luna estaba cabalgando el negro cielo sobre los Cheviots, proyectando un opalescente brillo sobre todos los árboles y rocas, Minerva estaba en la ventana de su dormitorio y, con los brazos cruzados, miraba sin ver el evocativo paisaje.
La puerta estaba cerrada; sospechaba que Royce sabía abrir las cerraduras, así que dejó la llave en la cerradura y la giró totalmente, y después pasó un pañuelo a su alrededor, sólo para asegurarse.
Había pasado la tarde con el resto de damas, colgada de sus faldas, metafóricamente. Aunque su habitación estaba en la misma torre, frente a la habitación matinal de la duquesa, no demasiado lejos de los aposentos ducales y de la cama de Royce, había escoltado a los invitados por las escaleras principales de la torre, y así había podido llegar a su puerta mientras las damas con habitación en el ala este pasaban junto a ella.
Royce se había dado cuenta de su estrategia, pero, aparte de una sonrisa en sus labios, no había hecho ningún otro gesto.
Ella, sin embargo, iba a tomar medidas contra él.
La especulación de las damas reunidas después de la cena, en el salón, antes de que los hombres se unieran a ellas, había resaltado lo que no necesitaba que le recordaran: todas estaban esperando descubrir a quién había elegido como su esposa.
Y un día de estos, lo descubrirían.
Y entonces ¿dónde quedaría ella?
– Malditos sean todos los Varisey… ¡sobre todo él! -El sentimiento murmurado alivió un poco de su ira, pero la mayor parte estaba dirigida contra ella misma. Sabía todo lo que necesitaba saber; de lo que no se había dado cuenta es de que tomaría su estúpido encaprichamiento y, con un par de lujuriosos besos y un par de caricias ilícitas, lo convertiría en un abrumador deseo.
En un abrasador deseo… el tipo de deseo que quema.
Se sentía como si estuviera a punto de entrar en ignición. Si la tocaba, si la besaba, lo haría… y sabía a dónde conduciría eso. Incluso él se lo había dicho… a su cama ducal.
– ¡Uhm! -A pesar del deseo (que ahora, gracias a él y a su habilidad, era un deseo desesperado) de experimentar en su propia piel todo lo que siempre había soñado, a pesar de su abrasador deseo de yacer bajo su cuerpo, había una igualmente poderosa consideración que, sin importar aquel maldito deseo, la hacía mantenerse firme en su decisión original de no ocupar nunca su cama.
Si lo hacía… ¿no se convertiría su encaprichamiento, su obsesión, su deseo, en algo más?
Si lo hacía…
Si alguna vez hacía algo tan estúpido como enamorarse de un Varisey (y de él, en concreto) se merecería toda la devastación emocional que estaba garantizado que seguiría.
Los Varisey no amaban. Todo el mundo lo sabía.
En el caso de Royce se sabía que sus amantes nunca duraban demasiado, que inevitablemente pasaba de una a otra, y después a otra, sin compromiso de ningún tipo. El era un Varisey de los pies a la cabeza, y nunca había simulado ser otra cosa.
Enamorarse de un hombre así sería una estupidez injustificable. Sospechaba que, en su caso, sería una especie de autoinmolación emocional.
Así que no iba a arriesgarse (no podía permitírselo) a caer en su seducción, en su juego sexual.
Y aunque quizá estaba luchando contra un maestro, había tenido una buena idea de cómo evitar sus asaltos… De hecho, él mismo le había dado la pista.
Consideró el modo y los métodos. Pensándolo bien, no estaba tan corta de defensas como pensaba.
CAPÍTULO 10
A la mañana siguiente comenzó su campaña para proteger su corazón de la tentación de enamorarse de Royce Varisey.
Su estrategia era sencilla; tenía que mantenerse tan lejos como fuera posible de su cama ducal.
Minerva lo conocía; era cabezota, por no decir terco. Dado que había declarado que la primera vez que la tuviera sería en la enorme cama, siempre que se mantuviera lejos de su habitación, y de aquella cama, estaría a salvo.
Después de desayunar con el resto de invitados en lugar de hacerlo en el salón privado de la torre, envió un mensaje a los establos para que le prepararan el carruaje, bajó a la cocina y llenó una cesta con una selección de conservas de fruta de los huertos del castillo, y después se encaminó hacia los establos.
Estaba esperando a que terminaran de preparar el carruaje cuando Sable llegó cabalgando, con Royce en su grupa.
Detuvo al caballo y la estudió.
– ¿Adónde vas?
– Tengo que visitar algunas granjas familiares.
– ¿Dónde?
– Cerca de Blindburn.
La mirada del duque bajó hasta Sable. Había estado cabalgando al semental bastante tiempo, y necesitaría otro caballo si decidía ir con ella; el pequeño carruaje no podía llevarlos a ambos y a la cesta.
La miró.
– Si esperas mientras preparo mi carruaje, iremos ambos en él. Me gustaría conocer esas granjas.
Minerva lo consideró, y asintió.
– Está bien.
Royce desmontó, con un par de órdenes dispuso que Henry y dos mozos prepararan a sus dos corceles negros y el carruaje, mientras otros quitaban los arreos al viejo caballo del carruaje de Minerva.
Cuando estuvo todo preparado, el ama de llaves dejó que él tomara su cesta y la colocara bajo el asiento, después la ayudó a subir; ella recordaba a sus endemoniados caballos… Con ellos al final de las riendas, el duque no podría dedicarle ninguna atención.
Ni podría intentar seducirla.
Royce subió junto a ella, y con un giro de su muñeca, puso a los caballos al galope; el carruaje salió del patio del establo y entró en el camino, y después se dirigió a Clennell Street.
Veinte minutos más tarde llegaron a un grupo de casitas bajas de piedra agrupadas contra una colina. Royce se sintió aliviado cuando su pareja de corceles consiguió subir la inclinada pendiente sin romperse ninguna pata.
Detuvo a los caballos en el borde de una zona llana entre las tres casitas. Instantáneamente, aparecieron niños en cada abertura, algunos incluso saliendo de las ventanas. Todos tenían los ojos como platos por el asombro. Rápidamente, se reunieron a su alrededor, mirando a los caballos.
– ¡Oooooh! -Exclamó un chico. -Apuesto a que corren como locos.
Minerva bajó y cogió su cesta. Miró a Royce.
– No tardaré demasiado.
Un súbito sentimiento (podría haber sido pánico) lo asaltó ante la idea de que lo dejaran a la merced de un grupo de niños durante horas.
– ¿Cuánto tiempo es "demasiado"? -Con una sonrisa, Minerva se dirigió a las casitas. Todos los niños corearon un educado "Buenos días, señorita Chesterton", al que respondió con una sonrisa, pero los niños inmediatamente volvieron a fijar su atención en Royce… O mejor dicho, en sus caballos.
Vio que el grupo cada vez se acercaba más; había niños que apenas habían aprendido a andar, y otros lo suficientemente mayores para trabajar en los campos… Fueran cuales fueran las edades a las que estas descripciones pudieran ser traducidas. El duque había tenido poca relación con niños de cualquier tipo, al menos desde que él mismo había sido uno de ellos; no sabía qué decir, ni qué hacer.
Sus brillantes y curiosas miradas iban de sus caballos a él, pero en el instante en el que lo descubrían mirándolos, volvían a mirar a los caballos. Revisó su primera conclusión; estaban interesados en él, pero era más fácil acercarse a los caballos.
El era su duque; ellos eran sus futuros trabajadores.
Se preparó mentalmente y, moviéndose lenta y deliberadamente, ató las riendas, y después bajó y acarició las cabezas de los caballos. Algunos de los niños eran muy pequeños, y los corceles, aunque por el momento estaban tranquilos, no eran de fiar.
El grupo retrocedió un paso o dos, y los chicos y las chicas mayores hicieron reverencias. Los más pequeños no estaban seguros de qué hacer, ni por qué. Una chica susurró a su hermano pequeño:
– Es el nuevo duque, tonto.
Royce fingió que no lo había oído. Asintió cordialmente (un asentimiento general que los incluía a todos) y después extendió la mano y la pasó por el largo cuello de su caballo.
Pasó un minuto, y después…
– Su Excelencia, ¿usted los monta? ¿O son solo para tirar del carruaje?
– ¿Ha ganado alguna carrera con ellos, su Excelencia?
– ¿Cómo de rápido pueden correr, su Excelencia?
Estaba a punto de decirles que dejaran de llamarlo "su Excelencia", pero se dio cuenta de que podría sonar como una reprimenda. En lugar de eso, respondió a sus preguntas de modo tranquilo.
Para su sorpresa, el acercamiento que usaba con los caballos funcionaba con los niños también. Se relajaron, y tuvo la oportunidad de darle la vuelta a la tortilla y aprender un poco sobre el pequeño asentamiento. Minerva le había contado que había cinco familias viviendo en las tres casitas. Los niños confirmaron que sólo la mujer más anciana estaba en casa; el resto de adultos y jóvenes estaban en los campos, o trabajando en la fragua que estaba un poco más lejos por aquel camino. Los propios niños no estaban en el colegio porque no había ninguna escuela cerca; aprendían las letras y los números de la anciana mujer.
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