Después de terminar con Handley, la siguió.

Por supuesto, ella no esperaba que él apareciera en la siega del heno, y mucho menos que el día evolucionara como lo había hecho, debido al impulso que había surgido en el duque de ofrecer su ayuda.

Ya había cortado heno antes, hacía tiempo, cuando se escapaba del castillo y, contra los deseos de su padre, trabajaba hombro con hombro con los labriegos del ducado. Su padre había sido muy riguroso en cuanto al protocolo y la propiedad, pero él nunca había sentido la necesidad de mantenerse fiel a ello e insistir en cada privilegio en todo momento.

Algunos de los hombres lo recordaban de hacía tiempo, y se habían sentido encantados de aceptar su ayuda… ofrecida, tenía que admitirlo, más para ver la reacción de Minerva que para cualquier otra cosa.

Ella lo miró a los ojos, y después se giró y ofreció su ayuda a las mujeres. Trabajaron junto a ellos las siguientes horas, Royce blandiendo una guadaña en una hilera con los hombres, y Minerva siguiéndolos con las mujeres, reuniendo el heno y atándolo hábilmente en gavillas.

Lo que había comenzado como una competición no expresada había evolucionado en un día de exhaustivo pero satisfactorio trabajo. Royce no había trabajado físicamente tan duro en toda su vida, pero él, y su cuerpo, estaban inesperadamente relajados.

Desde donde las mujeres estaban reunidas, Minerva vio a Royce inclinado contra la verja que cerraba el campo que casi habían terminado de segar, observó su garganta (la larga columna desnuda) trabajar mientras tragaba cerveza de una taza llena de una jarra que los hombres estaban pasándose… y se sorprendió.

Era muy diferente a su padre en muchos y variados aspectos.

Estaba entre los hombres, compartiendo la camaradería inducida por haber compartido el trabajo, sin la más mínima preocupación por su camisa, húmeda con verdadero sudor, abierta hasta el pecho, delineando los poderosos músculos de su torso, flexionándose y moviéndose con cada movimiento. Su cabello negro no solo estaba revuelto, sino polvoriento, y su piel estaba débilmente quemada por el sol. Sus largas y delgadas piernas, vestidas con las botas que su preciado Trevor no dudaría en chillar al verlas más tarde, estaban extendidas ante él; mientras lo observaba cambió de postura, colocando un duro muslo contra la verja detrás de él.

Sin abrigo y con la camisa pegada a su cuerpo, podía ver claramente su cuerpo… podía apreciar mejor sus anchos hombros, el amplio y musculoso pecho, las estrechas caderas, y esas largas y fuertes piernas de jinete.

Para cualquier mujer a este lado de la tumba, la vista hacía la boca agua; no era la única que estaba babeando. Con el atuendo ducal quitado, quedando solo el hombre debajo, parecía el macho más abiertamente sexual que había visto nunca.

Se obligó a apartar la mirada, a dedicar su atención a las mujeres y a mantenerla allí, fingiendo estar absorta en la conversación. Las rápidas miradas que las mujeres más jóvenes echaban hacia la verja rompieron su resolución… y se encontró de nuevo mirando en su dirección. Se preguntó cuándo había aprendido a usar una guadaña; utilizarla no era algo que se aprendiera en un momento.

Cuando terminaron el almuerzo, los hombres siguieron hablando con él vorazmente; por sus gestos y los del duque, estaba en uno de sus interrogatorios disfrazados.

Si no otra cosa, había incrementado su opinión de su inteligencia, y de su habilidad para cosechar y catalogar hechos… y esa evaluación ya había sido alta. Aunque ambas cosas eran atributos que siempre había tenido, los había desarrollado significativamente con el paso de los años.

En contraste, su habilidad con los niños era una habilidad que nunca había imaginado que poseyera. Ciertamente, no la había heredado; sus padres se habían adherido a la máxima de que los niños deben verse, y no oírse. Aunque cuando se detuvieron para descansar antes, Royce se había fijado en que los niños de los trabajadores estaban mirando a Sable, que esperaba atado no demasiado pacientemente en un poste cercano; dejando a un lado las recomendaciones de sus madres de que no le dejaran darle la lata, se acercó y dejó que los niños hicieran eso precisamente.

Había respondido a sus preguntas con una paciencia que ella encontraba destacable, y después, para sorpresa de todos, había montado y, uno a uno, había subido a cada niño con él para dar un paseo corto.

Los niños ahora pensaban que era un dios. La estimación de sus padres no estaba muy por debajo.

Minerva sabía que Royce no había tenido mucho contacto previo con niños; ni siquiera con los hijos de sus amigos. No podía imaginarse dónde habría aprendido a tratar con los pequeños, y mucho menos, dónde habría adquirido la paciencia que era necesaria, un rasgo que él, en general, poseía muy poco.

Se dio cuenta de que estaba aún mirándolo, y se obligó a dirigir su mirada a las mujeres que la rodeaban. Pero su charla no podía mantener su interés, no podía apartar sus sentidos, ni siquiera su mente, de él.

Todo eso corría directamente contra sus intenciones; fuera del castillo y rodeado por sus trabajadores, Minerva pensaba que estaría a salvo de su seducción.

Físicamente, había estado en lo cierto, pero en otros aspectos su atracción por Royce se estaba profundizando y ampliando en modos que no había podido predecir. Y lo que era peor: el inesperado encanto era inintencionado, imprevisto. No estaba en su naturaleza alterar radicalmente su comportamiento para impresionar.

– Ah, bueno -La mayor de las mujeres se levantó. -Es el momento de volver al trabajo, si queremos tener todas esas gavillas empacadas antes del anochecer.

El resto de mujeres se levantó y se sacudieron los delantales; los hombres las vieron, guardaron sus tazas y la jarra, se subieron los pantalones, y volvieron al campo. Royce fue con un grupo hasta una de las grandes carretas; aprovechando el momento, Minerva fue a echarle un vistazo a Rangonel.

Satisfecha al comprobar que estaba cómodo, se dirigió a donde los demás estaban preparando un área para la primera siega. Rodeando una carreta llena de gavillas, se detuvo… ante una fascinante visión.

Royce estaba a unos cinco pasos de ella, dándole la espalda, mirando a una pequeña niña de no más de cinco años que se había interpuesto directamente en su camino, casi inclinada hacia atrás mientras lo miraba a la cara.

Minerva observó a Royce mientras se agachaba ante la niña, y esperaba.

Totalmente tranquila, la niña examinó su rostro con abierta curiosidad.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó finalmente.

Royce vaciló; Minerva pudo imaginárselo repasando las distintas respuestas que podía darle. Pero, finalmente, contestó:

– Royce.

La pequeña inclinó la cabeza, y frunció el ceño mientras lo estudiaba.

– Mi mamá dice que eres un lobo.

Minerva no pudo resistirse a moverse un poco, intentando ver el rostro del duque. Su perfil le confirmó que estaba intentando no sonreír… como un lobo.

– No tengo los dientes lo suficientemente grandes.

La niñita lo miró, evaluándolo, y después asintió.

– Tu morro no es lo suficientemente largo, tampoco, y no eres peludo.

Minerva comprimió los labios y vio cómo la mandíbula de Royce se tensaba, conteniendo una carcajada. Después de un instante, asintió.

– Es verdad.

La niña extendió la mano, y con sus pequeños dedos agarró dos de los de Royce.

– Deberíamos ir a ayudarles. Puedes venir conmigo. Sé cómo se hacen los almiares… te enseñaré.

Tiró de él, y Royce, obedientemente, se incorporó.

Minerva vio cómo el duque más poderoso de toda Inglaterra permitía a una niñita de cinco años que lo guiara hasta donde sus trabajadores estaban reunidos, y que le enseñara alegremente cómo preparar las gavillas.


Los días pasaron, y Royce no avanzaba en su causa ni una pizca. No importaba lo que hiciera, Minerva lo evadía todas las veces, rodeándose con la gente del ducado o con los invitados del castillo.

Las obras teatrales habían sido todo un éxito; ahora llenaban las noches, y Minerva usaba la compañía del resto de damas para evitarlo cada noche. Había llegado al punto de cuestionarse su no totalmente racional aunque incuestionablemente honorable aversión a seguirla a su habitación, pisoteando su privacidad para llevar a cabo su seducción.

Aunque los juegos largos eran su fuerte, la pasividad era otra cosa; la falta de progresos en cualquier frente siempre era irritante.

La falta de progresos en aquel frente le dolía.

Y aquel día, el grupo completo había decidido ir a la iglesia, presumiblemente para expiar los muchos pecados que cometían. A pesar de que ninguno de esos pecados era suyo, se sintió obligado a asistir, también, sobre todo porque Minerva iba a ir, así que, ¿qué otra opción tenía?

Quedarse hasta tarde en la cama, si esa cama estaba vacía (desprovista de una suave, cálida y deseosa mujer) nunca le había gustado.

Sentado en el primer banco, con Minerva a su lado y sus hermanas a continuación, no prestó atención al sermón, sino que liberó su mente para que fuera a donde quisiera… el último pinchazo de su frustración en aumento fue su primera parada.

Había escogido El sueño de una noche de verano como su obra para aquella noche, y Minerva había sugerido que hiciera el papel de Oberon, una sugerencia que pronto fue coreada por el resto del grupo a todo pulmón. Un giro del destino había hecho que Minerva se viera atrapada por la brillante idea de aquel mismo grupo de que ella interpretara a Titania, reina para su rey.

Dada su naturaleza, dada la situación, incluso a pesar de que sus intercambios en el escenario habían sido indirectos, la palpable tensión entre ellos había dejado desconcertada a gran parte de su audiencia.

Aquella tensión, y sus inevitables efectos, había desencadenado otra noche casi sin dormir.

Echó una mirada a su derecha, donde ella, su obsesión, se sentaba, con la mirada formalmente concentrada en el señor Cribthorn, el vicario, que sermoneaba a su pulpito sobre unos corintios que llevaban mucho tiempo muertos.

Minerva sabía quién era él, y lo que era; nadie lo sabía mejor. Y aun así había presentado batalla deliberadamente… y hasta el momento estaba ganando.

Aceptar la derrota en cualquier escenario nunca le había resultado fácil; su único fracaso reciente había sido entregar a la justicia al último traidor que él y sus hombres sabían que se escondía en el gobierno. El destino no permitía algunas cosas.

Fuera como fuese, aceptar la derrota contra Minerva estaba… totalmente fuera de sus expectativas. De un modo u otro, ella finalmente iba a ser suya… Su amante primero, y después su esposa.

Su rendición en ambos aspectos ocurriría (tenía que ocurrir) pronto. Les había pedido a las grandes damas una semana, y esa semana estaba a punto de terminar. Aunque dudaba que volvieran a Northumbría si no veían una nota en la Gazette la semana siguiente, no dudaba que comenzarían a enviar candidatas al norte… en carruajes diseñados para romper sus ruedas y ejes en cuanto se acercaran a las puertas de Wolverstone.

El vicario pidió a la congregación que se levantara para la bendición; todo el mundo se incorporó. A continuación, cuando el vicario atravesó el pasillo, Royce se levantó del banco, retrocedió para dejar que Minerva pasara antes que él, y después la siguió, dejando a sus hermanas atrás recogiendo sus chales y bolsos.

Como era habitual, él fue el primero en salir de la iglesia, pero localizó a uno de sus granjeros más prósperos entre los asistentes; mientras salían, inclinó la cabeza para hablar a Minerva.

– Quiero hablar un momento con Cherry.

Ella miró sobre su hombro, y después a Royce.

Y el tiempo se detuvo.

Como Margaret y Aurelia estaban distrayendo al vicario, ellos eran los únicos que estaban en el cementerio… y estaban muy cerca, con sus labios separados por apenas unos centímetros.

Sus ojos, de un majestuoso castaño salpicado de oro, se agrandaron; contuvo el aliento. Su mirada bajó hasta los labios de Royce.

La de Royce cayó hasta los suyos…

El duque tomó aliento, y se tensó.

Ella parpadeó, y se apartó de él.

– Ah… debo hablar con la señora Cribthorn, y con algunas de las damas.

Royce asintió, y se obligó a apartar la mirada. Justo cuando el resto de la congregación aparecía bajando las escaleras.

Buscó a Cherry, y se decidió. Pronto. Minerva iba a yacer bajo su cuerpo muy pronto.

El ama de llaves dejó pasar un minuto mientras su corazón aminoraba la velocidad y su respiración se normalizaba, y entonces tomó aire profundamente, fijó una sonrisa en su rostro y fue a hablar con la esposa del vicario sobre los preparativos para la feria.