– Ya es suficiente.

Su tono era gélido acero; hizo que ella apretara los puños y se tragara el resto de su retahíla. Se detuvo ante ella, lo suficientemente cerca para que tuviera que levantar la cabeza para mirarlo a la cara… lo suficientemente cerca para que se sintiera intimidada, como debería sentirse.

– No, no he pensado en ti, ni en Aurelia, ni en Susannah… todas tenéis maridos ricos que os mantienen, a pesar de mis continuadas retribuciones. No te he puesto en peligro salvando a esa niña. Su vida estaba en la cuerda floja, y me hubiera sentido tremendamente decepcionado si Minerva no me hubiera avisado. Estaba en disposición de salvarla… a una niña que ha nacido en mis tierras.

Miró el intransigente rostro de su hermana.

– Lo que Minerva hizo estuvo bien. Lo que yo hice estuvo bien. Lo que pareces haber olvidado es que mi gente (incluso las niñas pequeñas y tontas) es mi responsabilidad.

Margaret tomó aire profundamente.

– Papá nunca habría…

– Así es -Esta vez su voz era cortante. -Pero yo no soy papá.

Por un momento, mantuvo a Margaret en silencio con su mirada, y después, lenta y deliberadamente, se giró hacia el castillo.

– Vamos, Minerva.

Rápidamente se puso a su altura, y comenzaron a caminar.

Royce apresuró su paso; el resto de damas no estaban demasiado lejos.

– Necesito quitarme estas ropas mojadas -Habló coloquialmente, intentando dejar la escenita de Margaret atrás, tanto metafórica como físicamente.

Minerva asintió, con los labios apretados.

– Exacto -Pasó un segundo, y después continuó: -En realidad, no sé por qué Margaret no ha podido esperar un poco para chillarme… no es que no fuera a estar cerca. Si realmente estaba preocupada por tu salud, hubiera hecho mejor no retrasándonos -Miró a Royce. -¿Puedes ir más rápido? ¿No deberías correr un poco?

– ¿Por qué?

– Así entrarás en calor -Estaban acercándose al molino. Minerva levantó una mano y empujó su hombro. -Ve por allí… a través del molino. Es más rápido que bajar hasta el puente y cruzar.

Generalmente evitaba tocarlo, aunque ahora seguía empujándolo, así que Royce se desvió hasta el camino pavimentado que guiaba al molino.

– Minerva…

– Tenemos que llegar al castillo para que puedas quitarte esas ropas mojadas y darte un baño caliente lo antes posible -Lo empujó hacia la plancha. -¡Así que muévete!

Royce casi le hizo un saludo militar, pero hizo lo que le ordenó. De Margaret, que no había pensado en nadie más que en ella misma, a Minerva, que estaba totalmente centrada… en él.

En su bienestar.

Le llevó un instante asimilar eso.

La miró mientras, con las manos ahora sobre uno de sus codos, lo apresuraba a salir del molino. Estaba concentrada en el castillo, en llevarlo allí tan rápido como fuera posible. Su intensidad no era solo la de un ama de llaves cumpliendo con su deber; era bastante más.

– No voy a coger una fiebre mortal por un remojón en el río -Intentó aminorar el paso hasta un paseo rápido.

Minerva apretó la mandíbula y le metió prisa.

– Tú no eres médico… no puedes saber eso. El tratamiento prescrito tras la inmersión en un río helado es un baño caliente, y eso es lo que vas a tener. Tu madre nunca me perdonaría si te dejo morir porque no te has tomado algo así con la suficiente seriedad.

Su madre, que nunca había pasado un momento preocupándose por su salud. Los hombres Varisey se supone que deben ser duros, y, efectivamente, lo son. Pero cedió a la petición de Minerva y volvió a caminar rápidamente.

– Estoy tomándomelo en serio.

No tan en serio como ella.

O, como resultó, no tan en serio como su personal de servicio.

En el momento en el que Minerva lo empujó a través de la puerta que daba al ala norte, Trevor se abalanzó sobre él.

– ¡No! -Su ayuda estaba totalmente aterrado. -Otro par de Hobys arruinados… Dos pares en tres días. Y, ¡oh, por Dios! ¡Estás empapado!

Se abstuvo de decir lo que ya sabía.

– ¿Está el baño preparado?

– Eso espero -Trevor intercambió una mirada con Minerva, aún junto a Royce. -Subiré y me aseguraré -Trevor se giró y salió corriendo por las escaleras de la torre.

Royce y Minerva lo siguieron, tomando el atajo hasta sus habitaciones.

Minerva se detuvo en el exterior de la puerta de su salón; él siguió caminando, y la práctica nueva puerta hasta su vestidor y el baño más allá que Hancock, el carpintero del castillo, estaba probando en ese momento.

Hancock asintió.

– La nueva puerta que ordenaste, su Excelencia. Justo a tiempo, parece -Hancock abrió la puerta. -El baño te espera.

Royce asintió.

– Gracias -Miró la puerta mientras entraba en el vestidor, y asintió de nuevo a Hancock. -Es exactamente lo que quería.

Hancock hizo una reverencia, cogió su caja de herramientas y se marchó. Minerva apareció en la puerta… miró con sorpresa la puerta, y después su marco. A continuación miró a Royce.

– Ahora Trevor y los lacayos no tienen que atravesar el dormitorio para llegar a estas habitaciones.

– Oh -Se quedó allí, digiriéndolo, mientras Royce comenzaba la difícil tarea de desatar su empapado pañuelo.

Trevor apareció en la puerta opuesta, desde la que el vapor manó cuando el lacayo vertió el que tenía que ser el último cubo de agua hirviendo en la enorme bañera; si la llenaba más, rebosaría cuando Royce se metiera dentro. El duque hizo una señal al lacayo para que parase.

Su ayuda, mientras tanto, estaba frunciendo el ceño mientras sujetaba dos botellas de cristal.

– ¿Qué sería mejor? ¿Menta, o hierbabuena?

– Menta -Saliendo de su trance, Minerva entró para unirse a Trevor. -Lo que necesitas es menta poleo… es lo mejor para evitar los resfriados -Se detuvo junto a Trevor, dejó que el lacayo se apartara un poco, y después señaló un grupo de botes similares que había sobre una mesa de madera. -Debe estar ahí.

– Menta poleo. Bien -Trevor volvió. -Aquí está. ¿Cuántas gotas? -Entornó los ojos, intentando leer la diminuta etiqueta.

– Aproximadamente una cucharita, quizá dos. Lo suficiente para que puedas olerlo con fuerza.

Trevor quitó el tapón y vertió una pizca de aceite en el agua. Minerva y él olisquearon el vapor. Ambos fruncieron el ceño.

Royce entró en el baño y tiró su pañuelo húmedo, que por fin había conseguido desatar, en el suelo; cayó con un sonoro "¡plaf!", pero ni su ayuda ni su ama de llaves reaccionaron.

Miró anhelante el agua caliente, sintiendo que el hielo se le metía hasta la médula… escuchó a los otros dos discutiendo los beneficios de añadir menta también.

Se sacó el bajo de la camisa de la cintura, desató los cordones en sus puños y cuello, y después miró a su ama de llaves.

– Minerva.

Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Vete. Ahora -Cogió el dobladillo de su camisa.

– Oh, sí… por supuesto.

Se quitó la camisa, escuchó el sonido de sus pasos, y después la puerta del baño al cerrarse. Sonrió. Pero le costó trabajo liberarse de los húmedos pliegues de la ropa; Trevor tuvo que ayudarlo… con eso, con las botas, y con sus pantalones, diseñados para que se ajustaran a sus piernas incluso cuando estaban secos.

Por fin desnudo, entró en la bañera, se sentó, y se inclinó hacia atrás, y después se sumergió. Sintió el calor del agua fundiendo lentamente el hielo de su carne. Sintió la calidez penetrando en él.

Sintió la calidez de otro tipo expandiéndose lentamente por su cuerpo.

Con la mirada en la puerta por la que había huido su ama de llaves, se descongeló lentamente.


Muy tarde aquella noche, con el hombro apoyado contra el muro en la oscuridad de una portilla de la galería de la torre, Royce miraba pensativamente la puerta de la habitación de Minerva.

El único pensamiento en su mente era si su preocupación por él era excusa suficiente para lo que estaba a punto de hacer.

Comprendía perfectamente bien por qué la necesidad le acostarse con ella había escalado repentinamente a un nivel que estaba fuera de su control. Jugar con la muerte había tenido aquel efecto: lo había hecho demasiado consciente de su mortalidad, y había encendido su necesidad de vivir, de demostrar que estaba vitalmente vivo del modo más fundamental.

Lo que estaba sintiendo, el modo en el que estaba reaccionando, era totalmente natural, normal, lógico. Era de esperar. No estaba tan seguro de que ella lo viera de ese modo. Pero aquella noche la necesitaba. Y no solo por razones egoístas.

Aunque en el asunto del rescate tenían la razón, también la tenía Margaret. Había aceptado la necesidad de asegurar la sucesión; no podía seguir postergando hablar con Minerva y ganarse su aprobación para ser su esposa.

Para ser la madre de su hijo… el onceavo duque de Wolverstone.

En aquel momento, todos los caminos de su vida conducían a aquel lugar, y lo impulsaban a actuar, a dar el siguiente paso.

El castillo se había quedado en silencio; todos los invitados estaban en la cama, aunque no todos en la propia. En el interior de la torre, solo permanecían Minerva y él; todo el servicio se había retirado hacía mucho. No tenía sentido postergarlo más.

Estaba a punto de apartarse de la pared, se había tensado para dar el primer y aciago paso hacia la puerta, cuando ésta se abrió.

Se detuvo, y a través de la oscuridad, vio que Minerva salía. Estaba aún totalmente vestida; ciñéndose un chal sobre los hombros, miró a la derecha, y después a la izquierda. No lo vio, ya que estaba totalmente inmóvil en las envolventes sombras.

Cerró cuidadosamente la puerta, y se alejó por el pasillo.

Tan silencioso como un fantasma, la siguió.

CAPÍTULO 12

La luna llena cabalgaba la noche; Minerva no necesitaba una vela para deslizarse por las escaleras principales y seguir el pasillo del ala oeste hasta la sala de música. Una vez en la planta baja, caminó rápidamente; todos los invitados estaban en la planta de arriba.

Había prestado a Cicely, una prima lejana de Royce, el broche de perlas de su madre para sujetar el chal que Cicely había llevado como la princesa de Francia en la representación de aquella noche de Trabajos de amor perdidos… y había olvidado recuperarlo. El broche tenía un valor incalculable, y mucho más, era uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre; no estaba dispuesta a arriesgarse a dejarlo revuelto con el resto de piezas de bisutería de la caja de disfraces, ni siquiera hasta el día siguiente.

No es que se imaginara que alguien pudiera robarlo, pero… no podría dormir hasta que hubiera recuperado el broche.

Llegó a la sala de música, abrió la puerta y entró. La luz de la luna entraba a través de la amplia ventana, llenando el escenario y proporcionando luz más que suficiente. Mientras atravesaba el pasillo entre las hileras de sillas, su mente vagó hasta Royce… y hasta el agudo miedo, de fuerza casi paralizante, que la había atrapado cuando lo había visto en el río, siendo arrastrado junto a la niña lejos del punto donde esperaban los que habrían de rescatarlos.

Durante un cristalino momento, había pensado que iba (que iban) a perderlo. Incluso ahora… Aminoró el paso, cerró los ojos, tomó aire lenta y firmemente. Todo había salido bien. Ahora estaba arriba, a salvo, y la niña estaba en su casa, sin duda arropada y calentita en su cama.

Exhaló y abrió los ojos, y continuó más rápidamente hasta el escenario. El baúl de disfraces estaba en la parte de atrás del ala izquierda. Junto a él había una caja llena de chales, bufandas, pañuelos, mezclados con sables falsos, boinas, una tiara y una corona, y el resto de artículos pequeños que completaban los disfraces.

Se agachó junto a la caja y comenzó a rebuscar entre los materiales, buscando el chal de lentejuelas.

Con las manos y los ojos ocupados, sus pensamientos, provocados por las palabras de Margaret y por los comentarios que a continuación había escuchado, no solo de las damas sino también de algunos de los hombres, deambulando, dándole vueltas a la cuestión de si había hecho bien o no al advertir a Royce del peligro de la niña.

No todos los que habían hecho algún comentario habían esperado que rescatara a la niña, pero ella lo había hecho. Había esperado que él actuara precisamente como lo había hecho… no en los actos concretos, sino en el sentido de que haría todo lo que pudiera para salvar a la niña.

Ella no había esperado que él arriesgara su vida, no hasta el punto de que su muerte fuera una posibilidad real. No creía que Royce lo hubiera previsto, tampoco, pero en tales situaciones nunca hay tiempo para hacer cálculos a sangre fría, para sopesar cada posibilidad.

Cuando te enfrentas a situaciones de vida o muerte, tienes que actuar… y confiar en que tus habilidades te harán salir victorioso. Como lo había hecho Royce. Había dado órdenes a sus primos, y estos lo habían obedecido; ahora quizá cuestionaran la prudencia de su acto, pero en ese momento habían hecho lo que él les había pedido.