Eso era lo que importaba. Para su mente, el resultado final había sido totalmente satisfactorio, aunque de todos los que estaban escaleras arriba, solo ella, Royce y algunos de los demás, veían el asunto bajo tal luz. Los demás pensaban que él, y ella, se habían equivocado.

Por supuesto, no pensarían así si la chica hubiera sido de buena cuna.

Nobleza obliga; los que discrepaban claramente interpretaban la frase de un modo distinto que Royce y ella.

El chal de lentejuelas no estaba en la caja. Frunció el ceño y metió las cosas de nuevo dentro, después levantó la tapa del baúl.

– Aja.

Lo desplegó y, como sospechaba, Cicely había dejado el broche clavado en el chal; lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Dejó el chal en el baúl, bajó la tapa, y se levantó.

Justo cuando el sonido de unos pasos resonó en el pasillo más allá de la puerta abierta.

Pasos lentos, firmes, deliberados… los pasos de Royce.

Se detuvieron en el umbral.

Royce normalmente se movía imposiblemente silencioso. ¿Estaba permitiendo que se oyeran sus pasos porque sabía que ella estaba allí? ¿O porque pensaba que no había nadie alrededor que pudiera oírlos?

Se escondió en el fondo del panel; el grueso telón de terciopelo, que estaba cerrado, le daba cobertura extra, y aseguraba que su silueta no se viera recortada por la luz de la luna en el suelo ante el escenario. Deslizó los dedos entre el telón y el panel y echó un vistazo.

Royce estaba en el umbral. Miró la habitación, y después entró lentamente, dejando la puerta abierta.

Tensa, lo miró mientras caminaba por el pasillo central. Se detuvo a mitad de distancia del escenario y se sentó en una silla al final de una hilera; las patas de madera crujieron cuando se movió, y ese nimio sonido resonó en la noche. Extendió las extremidades y entrelazó las manos. Con la cabeza inclinada, parecía estar estudiando sus dedos entrelazados.

Royce pensó (de nuevo) en lo que tenía pensado decir, pero la necesidad era un clamor que llenaba su mente, que la ahogaba, apartando todas sus reservas.

A pesar de su indiferencia, sabía perfectamente bien que había estado a punto de morir aquel día. Había bailado cerca de la Muerte antes; sabía cómo era el roce de sus dedos helados. Se había arrepentido de varias cosas en el momento en el que Phillip parecía estar demasiado lejos.

Su principal arrepentimiento había sido sobre ella. Si hubiera muerto, no habría llegado a conocerla. No solo bíblicamente, sino en un sentido más profundo y amplio, algo que podría poner la mano en el corazón y jurar que nunca había querido antes de ninguna otra mujer.

Esa era otra razón por la que se había decidido a hacerla su esposa. Tendría años para aprender, para explorar, todas sus distintas facetas, su carácter, su cuerpo, su mente.

Aquella tarde, mientras se calentaba en su baño, había pensado en el extraño impulso que había provocado el hecho de que ella lo hubiera obligado a volver deprisa al castillo. Había deseado rodearla con el brazo y aceptar abiertamente su ayuda, apoyarse en ella (no solo físicamente) pero por alguna otra razón, algún otro consuelo. No solo por él, sino por ella, también. Aceptando su ayuda, reconociéndola… le mostraría que la recibía de buen grado, que estaba complacido, que se sentía honrado de que ella se preocupara.

No lo había hecho… porque los hombres como él nunca muestran tal debilidad. A través de su infancia, de sus años en el colegio, a través de la presión social le habían dado forma; él lo sabía, pero eso no significaba que pudiera escapar de sus efectos, a pesar de lo poderoso que era como duque.

Efectivamente, debido a que estaba destinado a ser tal poderoso duque, el condicionamiento incluso se había profundizado.

Y eso, en muchos sentidos, explicaba lo que había ocurrido aquella noche.

Bajo el fluir de sus pensamientos, había estado evaluando, calculando, decidiendo. Tomó aire profundamente, levantó la cabeza y miró a la izquierda del escenario.

– Sal. Sé que estás ahí.

Minerva frunció el ceño y salió de su escondite. Intentó sentirse irritada; en lugar de eso… descubrió que era posible sentirse tremendamente vulnerable e irresistiblemente fascinada simultáneamente.

Bajó del escenario y se dijo a sí misma, a sus descontrolados sentidos, que se concentraran en lo primero y olvidaran lo último. Que se concentraran en todas las razones que tenía para sentirse vulnerable junto a él. Para sentirse vulnerable al acercarse demasiado a él, en cualquier sentido.

Predeciblemente, mientras caminaba con fingida tranquilidad por el pasillo, sus sentidos, saltando con una agitada expectación, ganaron altura. Estar a menos de cuatro pies de él no era una buena idea. Aun así…

La luz de la ventana tras ella cayó sobre Royce, iluminando su rostro mientras, sentado, la miraba.

Había algo en su expresión, generalmente tan poco expresivo. No cansancio, sino más bien resignación… así como una sensación de… tensión emocional.

Tal observación la desconcertó, justo cuando tenía lugar otro desconcertante hecho. Minerva fijó su mirada en sus oscuros ojos.

– ¿Cómo sabías que estaba ahí?

– Estaba en el pasillo junto a su habitación. Te vi salir, y te seguí.

Minerva se detuvo en el pasillo junto a él.

– ¿Por qué?

La luz de la luna no llegaba a sus ojos; estos examinaron su rostro, pero Minerva no pudo leerlos, no más de lo que podía adivinar de sus pensamientos por la cincelada perfección de sus rasgos, aunque estos aún contenían esa tensión, una necesidad, quizá, o un ansia; a medida que el silencio se extendió lo sintió con más claridad… honesto, sincero, directo.

Real.

Un rizo de negro cabello había caído sobre su frente; sin pensarlo, Minerva extendió la mano y lo apartó de su rostro. Con sus dedos seducidos por la rica suavidad, y el matiz sensual, dudó, y después comenzó a retirar la mano.

El la cogió, atrapándola con la suya.

Minerva lo miró a los ojos, sorprendida.

Royce la mantuvo hechizada un largo momento y después, entrelazando sus dedos con los de ella, giró la cabeza y, lenta y deliberadamente, presionó sus labios contra su palma.

El sorprendente calor saltó como una chispa en su interior; el descaradamente íntimo toque la hizo estremecerse.

Royce movió la cabeza; sus labios vagaron hasta su muñeca, para otorgar allí una igualmente íntima caricia de amante.

– Lo siento -Las palabras la alcanzaron en un oscuro susurro mientras sus labios abandonaban su piel. Sus dedos se movieron sobre los de ella, encerrando su mano en la suya. -No pretendía que fuera así, pero… no puedo esperarte más.

Antes de que su cerebro pudiera descifrar el significado de aquellas palabras, y mucho menos reaccionar, Royce se puso de pie y, colocando su hombro contra su cintura, y usando el impulso para elevarla… con un único y suave movimiento la colocó sobre su hombro.

– ¿Qué…? -Desorientada, miró su espalda.

Royce se giró hacia la puerta.

Minerva se agarró a la parte de atrás de su chaqueta.

– Por el amor de Dios, Royce… ¡bájame! -Le hubiera dado una patada, o hubiera intentado bajarse de su duro hombro, pero él pasó un brazo de acero sobre la parte de atrás de sus rodillas, fijándola en su posición.

– Lo haré. Pero estate quieta un par de minutos.

¿Un par de minutos? Ya había salido al pasillo.

Agarrando la parte de atrás de su abrigo con ambas manos, miró a su alrededor, y después se agarró con fuerza cuando comenzó a subir; a través de la penumbra reconoció el vestíbulo ante las escaleras oeste de la torre… y las vio alejarse.

Un terrorífico pensamiento se formó en su mente.

– ¿Adónde me llevas?

– Ya lo sabes. ¿Quieres que te lo diga?

– ¡Sí!

– A mi cama.

– ¡No!

Silencio. No hubo respuesta, ni reconocimiento de ningún tipo.

Llegó a la galería y giró hacia sus habitaciones. Cualquier duda sobre lo que pretendía hacer se había evaporado con lo que había dicho. Se dio cuenta de lo desvalida que estaba; no podría evitar que aquello ocurriera sencillamente porque no sería capaz, no una vez que él la hubiera rodeado con sus brazos y la hubiera besado.

Solo el pensamiento de sus manos (sus inteligentes y maliciosas manos) sobre su piel de nuevo la hizo estremecerse por la anticipación.

Desesperada, se aferró a su espalda, luchando por separarse lo suficiente para conseguir meter aire en sus pulmones.

– ¡Royce, para! -Vertió cada onza de dominio que pudo reunir en su tono de voz. Como no se detuvo, rápidamente continuó. -Si no me bajas en este mismo instante, gritaré.

– Déjame aconsejarte una cosa… nunca amenaces con algo que no estés dispuesta a hacer.

Furiosa, inhaló aire profundamente, lo contuvo… esperó.

Sus zancadas no flaquearon.

Pero entonces se detuvo.

La esperanza ardió… solo para ser sofocada por una oleada de decepción.

Antes de que pudiera descubrir lo que sentía realmente, el había continuado caminando, y después se había girado. Su mirada se posó en la hilera de sus esferas armilares. Estaban en su salita de estar. Su última oportunidad de ser salvada, por cualquier método, murió cuando oyó que la puerta se cerraba.

Esperó, sin aliento, a que la bajara. En lugar de eso caminó hasta la siguiente puerta, la cerró tras ellos y continuó cruzando su dormitorio.

Hasta los pies de su enorme cama con dosel.

Se detuvo y la agarró de la cintura; inclinó su hombro y la bajó suavemente, con sus pechos contra su torso, hasta que sus pies tocaron el suelo.

Ignorando valientemente la súbita precipitación de su pulso, y sus ávidos sentidos, fijó sus ojos entornados en los de Royce, mientras este se incorporaba.

– No puedes hacer esto -Su afirmación era absoluta. -No puedes traerme aquí sin más y -Gesticuló alocadamente -¡violarme!

Era la única palabra en la que pudo pensar que encajaba con la intención que ahora veía en sus ojos.

La examinó un instante, después elevó las manos, encuadrando su rostro. Lo inclinó mientras se acercaba, de modo que sus cuerpos se tocaron, se rozaron mientras, con los ojos fijos en los de ella, inclinaba su cabeza.

– Sí. Puedo.

Su afirmación la desarmó. Sonó con una convicción innata, con la abrumadora confianza que había sido suya de nacimiento.

Cerró los párpados y se preparó para el asalto.

No llegó.

En lugar de eso, él bebió de sus labios, con una suave, tentadora y seductora caricia.

Los labios de Minerva estaban ya hambrientos, y su cuerpo latió con necesidad cuando Royce levantó su cabeza justo lo suficiente para atrapar sus ojos.

– Voy a violarte… a conciencia. Y te garantizo que disfrutarás de cada segundo.

Lo haría; sabía que lo haría. Y ya no sabía ningún modo de evitarlo… Estaba perdiendo rápidamente de vista la razón por la que debería hacerlo. Buscó sus ojos, su rostro. Humedeció sus labios. Miró los de Royce, y no supo qué decir.

Qué respuesta quería expresar.

Mientras lo miraba, él sonrió. Sus labios, delgados, duros, aunque móviles, cuyos extremos se curvaban hacia arriba ligeramente, eran invitadores.

– No tienes que decir nada. Solo tienes que aceptar. Solo tienes que dejar de resistirte… -Susurró las últimas palabras mientras sus labios bajaban hasta los de ella. -Y dejar que ocurra lo que los dos queremos.

Sus labios se cerraron sobre los de Minerva de nuevo, aún suaves, aún persuasivos, aunque el ama de llaves sintió la casi desatada ansia en las manos que acariciaban su rostro. Levantó una mano y la cerró sobre el dorso de una de las de Royce… y supo de corazón que su suavidad era una fachada.

Había dicho violación, y eso era lo que pretendía.

Como para darle la razón, sus labios se endurecieron y se hicieron más firmes; ella sintió su ansia, probó su pasión. Esperaba que él separara sus labios, reclamando su boca sin más invitación… pero de repente controló la pasión que estaba a punto de liberarse.

Lo suficiente para separar sus labios de los de Minerva un centímetro y pedir:

– Si no quieres saber cómo es acostarse conmigo, dilo ahora.

Minerva había soñado con ello, había fantaseado sobre ello, había pasado largas horas preguntándoselo… mirando la rica oscuridad de sus ojos, y el calor que ya ardía en sus profundidades, sabía que no lo rechazaría, que aprovecharía la oportunidad.

– Si no me deseas, dímelo ahora.

Sus palabras chirriaron, profundas y graves.

Sus labios planearon sobre los de ella, esperando una respuesta.

Una de las manos de Minerva yacía sobre su pecho, extendida sobre su corazón; podía sentir su latir pesado y rápido, podía ver en sus ojos, bajo toda aquella pasión, una sencilla necesidad… una que le suplicaba, que la afectó.