Quería bañarse en él.
Royce inclinó la cabeza y tomó su boca de nuevo, la llenó, la reclamó, poseyó la deliciosa suavidad justo como pretendía poseer su cuerpo… lentamente, repetitivamente, y a conciencia.
Al fin, la tenía donde la quería: desnuda en sus brazos. El primer pequeño paso para la realización. No tenía que pensar para tener el resto de su campaña adornada en su cerebro; su primitivo instinto ya lo había grabado allí.
La quería desnuda, desvalida, estremeciéndose, gimiendo y suplicando que la tocara.
La quería tumbada, totalmente desnuda, sobre sus sábanas de seda, con los pechos hinchados y erectos, con las marcas de su posesión claras sobre su inmaculada piel.
La quería jadeando, con sus blancos muslos totalmente abiertos, su sexo rosado e hinchado, brillando con invitación mientras le suplicaba que la llenara.
La quería retorciéndose bajo su cuerpo mientras lo hacía.
La quería hasta el orgasmo, pero no hasta que la penetrara… quería que se deshiciera en el momento en el que la envainara. Quería que recordara aquel momento, que se quedara grabado en su memoria sensual… el momento en el que la penetró por primera vez, el momento en el que la llenó, en el que la poseyó.
Era Wolverstone, el todopoderoso e incuestionable señor de sus dominios.
Lo que quería, lo conseguía.
Se aseguraba de ello.
Se aseguró de que, usando sus manos, sus labios y su lengua, despertara cualquier terminación nerviosa que ella poseyera, excitándola, alimentando su hambre, almacenando su deseo, atrayendo su pasión, aunque sin satisfacerlo en lo más mínimo.
Con habilidad, hizo que crecieran, que brotaran, que aumentaran y que la llenaran.
Hasta que, en un estremecedor gemido, ella cogió su mano y la atrajo hasta su pecho. Presionó sus dedos con fuerza contra su firme carne.
– Deja de jugar, malvado.
Royce habría chasqueado la lengua, pero su garganta estaba demasiado tensa por el deseo reprimido; en lugar de eso, hizo lo que le ordenó, y dio una palmada a su pecho, lo amasó evocativamente, y después la recostó sobre la cama para poder usar ambas manos en ella al mismo tiempo.
Hasta que sollozó, y extendió la mano hasta su erección.
El cogió su mano, la sostuvo mientras echaba hacia atrás las mantas de la cama, y después la liberó, la cogió en sus brazos, y la tendió sobre las sábanas de seda escarlata. La dejó en el centro de la cama, con la cabeza sobre los almohadones, y se extendió junto a ella, llevó los labios y la lengua hasta su pecho, y se torturó a sí mismo torturándola a ella.
Cuando empezó a gemir incontrolablemente, con las manos hundidas en su cabello, tirando con fuerza mientras se retorcía y lo sostenía contra ella, Royce bajó, degustando su piel húmeda por la pasión mientras lo hacía, separando sus muslos, acomodándose entre ellos para lamerla ligeramente, y recorriendo su sexo con las puntas de los dedos.
Hasta que, jadeando, Minerva levantó la cabeza, lo miró y, con los ojos brillando por el insaciable deseo, suspiró:
– Por el amor de Dios, tócame bien.
Sus rasgos eran granito, pero, interiormente, sonrió mientras retrocedía. Entonces le dio lo que le había pedido, insertando un dedo, y después dos, en su tensa vagina, profundamente, pero evitando cuidadosamente que obtuviera su liberación.
Minerva se estremeció; respirar era una batalla mientras luchaba por absorber cada lasciva caricia íntima, mientras sus sentidos, totalmente concentrados, absorbidos, atrapaban ávidamente todo lo que podían de cada lento empujón de sus dedos en el interior de su cuerpo… descubriendo que eso nunca era suficiente.
No era suficiente para hacer brotar sus ya liberados sentidos, no era suficiente para llenar el vibrante vacío abierto en su interior.
Minerva sentía toda su piel enardecida. Las llamas de la pasión lamían su interior ávidamente, hambrientas, justo por debajo de su piel; pero sin importar cómo ardiera, el horno en su interior solo llameaba caliente, esperando.
Una parte distante de su mente sabía lo que Royce estaba haciendo… era lo suficientemente consciente para sentirse agradecida; si él iba (y sabía que lo haría) a introducir su hinchado falo en su interior, quería estar tan preparada como fuera humanamente posible.
Pero… Ya estaba mojadísima… y desesperada. Totalmente desesperada por sentir y experimentar todo lo demás. Lo deseaba sobre ella, quería sentir cómo se unía con ella.
Finalmente comprendió lo que guiaba a las mujeres prudentes a desear a un amante como él.
Su cuerpo se retorció bajo las manos del duque. Apenas pudo encontrar aire suficiente para jadear:
– Royce…
Un gemido le expresó el resto de su súplica sin palabras.
Una que él entendió; una que ella entendió de repente que había estado esperando. Royce dejó los dedos enterrados en su sexo, se incorporó, y su largo cuerpo se deslizó sobre el de ella, se apoyó en uno de sus codos, y colocó sus labios entre sus muslos abiertos.
Sacó los dedos de su resbaladiza vagina, colocó la amplia cabeza de su erección entre sus labios, en la entrada, y se colocó sobre ella mirándola a la cara.
Con los ojos entornados miró los ojos oscuros de Royce.
– ¿Me deseas dentro de ti? -Su voz era tan grave que apenas pudo entender las palabras.
Liberó las sábanas que sus manos tenían aferradas, las extendió, y hundió sus dedos en la parte superior de los brazos de Royce, atrayéndolo hacia ella… o intentándolo.
– Sí-susurró. -¡Ahora!
Sus rasgos, grabados por la pasión, no cambiaron, pero Minerva sintió su inmensa satisfacción. Entonces (para su también inmensa satisfacción), la obedeció en ambas peticiones.
Dejó que su cuerpo cayera sobre el de ella, y sus sentidos cantaron con una delirante delicia… todo aquel calor, todo aquel sólido músculo, todo aquel pesado cuerpo clavándola a la cama. Pero entonces bajó la cabeza, y tomó su boca de nuevo, la llenó de nuevo… algo que no había estado esperando y que momentáneamente la distrajo.
Entonces flexionó sus caderas, y nada pudo distraerla de la presión mientras la penetraba (lenta e inexorablemente), y entonces se detuvo.
Minerva casi gritó; gimió, y el sonido quedó atenuado por sus labios cerrados. De repente más desesperada de lo que jamás había pensado que estaría, hundió las uñas en los brazos de Royce, retorciéndose y arqueándose contra él, inclinando sus caderas, intentando acogerlo más profundamente, necesitada, suplicante…
El empujó con fuerza en su interior. La llenó completamente con aquel único embiste.
Y no pudo absorberla toda de una vez. El breve destello de dolor, la abrumadora conmoción de la sensación de tenerlo tan sólido y duro en su interior, la consciencia de que aquello estaba sucediendo realmente… sus sentidos comenzaron a desenredarse.
Royce se quedó inmóvil un largo momento, y entonces se retiró, casi hasta su entrada, y después empujó con más fuerza, incluso más profundamente… y los nervios de Minerva se rompieron. Gritó mientras se hacían añicos; Royce se deleitó con aquel sonido.
Y Minerva se vio arrastrada por una espiral de éxtasis infinito, con sus sentidos expandiéndose y expandiéndose, brillantes, agudos, cristalinos, mientras oleadas de sensaciones, cada vez más intensas, la atravesaban… mientras él llenaba su boca y la reclamaba, mientras su cuerpo se movía sobre el de ella, y el suyo respondía y bailaba bajo el de Royce, respondiendo instintivamente al profundo ritmo mientras la poseía totalmente (mientras la violaba a conciencia) y todas sus entrañas cantaban.
Entonces el éxtasis se hizo más agudo, la cogió por sorpresa y la empujó incluso más alto… el duque gruñó, capturó su lengua con la suya, la acarició, y después la empujó profundamente en su boca mientras se adentraba incluso con mayor fuerza en su cuerpo.
Y Minerva se deshizo de nuevo.
Todos sus sentidos, cada partícula de su conciencia, implosionaron. Se fragmentaron. Agujas de placer tan intensas que parecían estar atravesando sus venas, mezclándose y haciéndola arder bajo su cuerpo, la hicieron agarrarse a él y abrazarlo mientras la penetraba una última vez, incluso más profundamente, y después se tensó, gruñó, se estremeció mientras la liberación lo recorría, tan profunda e intensa como la de ella, dejándolo exhausto y desvalido entre los brazos de Minerva.
Toda la tensión se liberó, desapareció, y se quedaron flotando en un feliz vacío, rodeado por una gloria dorada a la que Minerva no podía dar nombre.
Los atrapó, los acunó, los protegió mientras lentamente volvían a la tierra.
Aquel arrobamiento dorado se filtró en su cuerpo, se extendió por sus venas, por su cuerpo, y se hundió profundamente en su corazón, infundiendo su alma lenta y suavemente.
Royce se había perdido en ella.
Aquello nunca le había ocurrido antes; lo había dejado con cierto sentimiento de cautela.
Algo había cambiado. No sabía qué, pero ella había abierto alguna puerta, lo había guiado por un nuevo camino, y su visión de una actividad de la que llevaba años disfrutando se había visto alterada.
Su experiencia de aquel acto se había visto rescrita, redibujada.
Estaba familiarizado con la satisfacción sexual, pero aquello era mucho más. La liberación que había encontrado en ella, en su interior, era infinitivamente más saciante; la satisfacción que había encontrado con ella había alcanzado su alma.
O eso sentía.
Royce estaba junto a la ventana sin cortinas de su habitación, y miró el exterior, a la noche iluminada por la luna. Levantó el vaso de agua que sostenía, bebió, y deseó que aquel trago pudiera enfriar el aún humeante calor de su interior.
Pero solo una cosa podía hacerlo.
Miró su cama, donde Minerva dormía. Su cabello era un mar dorado rompiendo sobre sus almohadas, su rostro el de una tranquila madona, y uno de sus blancos brazos caía elegantemente sobre la colcha dorada y escarlata que había extendido para que no tuviera frío.
Había memorizado la visión de Minerva desnuda y saciada sobre sus sábanas escarlata antes de taparla. Ella había sangrado bastante al final, apenas un par de hilos en el interior de sus muslos, lo suficiente para confirmar su previo estado inmaculado, pero no, como esperaba, lo suficiente para hacerla dudar sobre aceptarlo sobre ella de nuevo.
Su lado más primitivo estaba deleitado; la deseaba de nuevo, quería despertarla, pero había decidido ser civilizado y darle algo de tiempo para recuperarse. No había estado en su interior demasiado tiempo; su sexo había estado tan increíblemente ceñido que su orgasmo había provocado el de él. Incapaz de mantener el control, no había podido contenerse, pero eso también significaba que no la había penetrado demasiado tiempo; con suerte no estaría demasiado dolorida para dejarle penetrarla de nuevo.
Al menos estaba allí, donde se suponía que debía estar.
Mantenerla allí, asegurarse de que permanecía, era su siguiente paso. Uno que nunca había dado (que nunca había deseado dar) con ninguna otra mujer.
Pero ella era suya. Tenía intención de dejar eso claro (de proponerlo, y ser aceptado) cuando ella se despertara.
Considerando esa proposición, y como sería mejor pronunciarla, su mente volvió a la sorpresa que ella había tenido para él… el pequeño secreto que había estado escondiéndole tan sorprendentemente bien.
Ella nunca había tenido un amante. A pesar de haber estado tan concentrado en ella, a pesar de su experiencia, no había detectado su inexperiencia; en lugar de eso lo había dado por sentado, y se había equivocado.
Hundido en su boca, mientras se unía a ella tanto como era posible, había sido consciente del instante de dolor mientras la penetraba por primera vez; tenía demasiada experiencia para no reconocer cuándo una mujer bajo él se tensaba por el dolor, en lugar de por el placer.
Pero incluso mientras asimilaba el asombroso hecho de que ella hubiera sido virgen, ella había comenzado a tener un orgasmo. Justo lo que él pretendía.
La inesperada oleada de primitivos sentimientos al saber que se había llevado su virginidad, combinada con la intensa satisfacción de saber que había tenido éxito en el último detalle de su plan, lo habían despojado de todo control. Desde ese momento, no había tenido ninguno; había operado solo por instinto… el mismo poderoso y primitivo instinto que incluso ahora rondaba bajo su piel, satisfecho hasta cierto punto aunque aún ansioso de ella.
Apartó sus ojos de la cama e intentó concentrarse en el paisaje bañado por la noche del exterior. Si hubiera sabido que era virgen… no es que tuviera mucha experiencia con vírgenes (solo dos, ambas cuando tenía dieciséis años), pero al menos habría intentado ser menos rudo, menos vigoroso. Dios sabía que no era el hombre más adaptable, aunque… Miró la cama de nuevo, y tomó otro trago de agua.
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