Al contrario de lo que esperaba Minerva, esta información no suavizó el pétreo rostro que la miraba. No alivió la rígida línea de sus labios, ni hubo un destello de reconocimiento en sus ojos oscuros… nada sugería que se hubiera dado cuenta de que ella era alguien que necesitaba que le ayudara: Minerva Miranda Chesterton, la hija huérfana de la amiga de la infancia de su madre. Posteriormente había sido la amanuense, dama de compañía y confidente de su madre, y más recientemente lo mismo para su padre, aunque aquello era algo que él seguramente no sabía.

De ellos dos, ella sabía precisamente quién era, qué era y qué tenía que hacer. El, por lo contrario, seguramente no estaba seguro de lo primero, incluso menos de lo segundo, y casi con seguridad no tenía ni idea de lo tercero.

Sin embargo, Minerva había estado preparada para eso. Para lo que no había estado preparada, lo que no había previsto, era el enorme problema al que ahora se enfrentaba. Un problema de más de metro ochenta, mayor e infinitamente más poderoso en vida que la imagen que había creado de él en su imaginación.

Su elegante capa colgaba de unos hombros que eran más amplios y musculosos de lo que ella recordaba, pero era cierto que lo había visto por última vez cuando tenía veintidós años. Era una pizca más alto, también, y había una dureza en él que no había visto antes y que envolvía los austeros planos de su rostro, sus cincelados rasgos, y su cuerpo duro como la roca, que casi la había hecho volar.

Que la había hecho volar, y no sólo físicamente.

Su rostro era tal como lo recordaba, excepto por una cosa: había desaparecido cualquier señal de su disfraz civilizado. Tenía una amplia frente sobre la que destacaban unas cejas negras que se inclinaban ligera y diabólicamente hacia arriba, en los extremos exteriores; una afilada nariz, unos delgados labios que garantizaban la peligrosa fascinación de cualquier mujer, y unos ojos bien colocados de un castaño oscuro, tan oscuro que generalmente eran indescifrables. Las largas pestañas negras que bordeaban esos ojos siempre la habían hecho sentirse envidiosa.

Su cabello era aún espeso, con los rizos elegantemente cortados para que cayeran en olas sobre su bien formada cabeza. Sus ropas también eran elegantes y a la moda, sobrias y caras. Incluso a pesar de que había estado viajando, sin hacer otra cosa más que galopar durante dos días, su pañuelo era una delicada obra de arte y, bajo el polvo, sus botas brillaban.

Sin embargo, esta elegancia no opacaba su innata masculinidad, ni oscurecía el aura peligrosa que cualquier mujer con ojos en la cara podría detectar. Los años lo habían perfeccionado y pulido, revelando, más que ocultando, el poderoso macho depredador que era.

En cualquier caso, esa realidad parecía realzada.

Royce continuaba a veinte pies de distancia, frunciendo el ceño mientras la examinaba, sin moverse para acercarse, y dando a sus derretidos y embobados sentidos incluso más tiempo para babear por él.

Pensaba que había superado su encaprichamiento por Royce. Dieciséis años de separación deberían haberlo hecho morir.

Aparentemente no era así.

Su misión, como ella la veía, se había vuelto inconmensurablemente más complicada. Si él descubría su ridícula susceptibilidad (quizá disculpable en una chica de trece años, pero espantosamente vergonzosa en una dama madura de veintinueve) usaría este conocimiento, sin piedad, para evitar que ella lo presionara para hacer cualquier cosa que él no deseara hacer. En aquel momento, el único aspecto positivo de la situación era que había sido capaz de disfrazar su reacción ante él, simulando una comprensible sorpresa.

A partir de entonces necesitaría continuar escondiéndole esa reacción.

No iba a resultarle sencillo.

Los Varisey eran una estirpe difícil, pero Minerva había estado rodeada de ellos desde los seis años, y había aprendido a sobrellevarlos bien. A todos, excepto a este Varisey… Oh, aquello no era bueno. Desgraciadamente, no solo una, sino dos promesas efectuadas en el lecho de muerte la unían a su camino.

Se aclaró la garganta, e intentó con todas sus fuerzas aclarar su mente de la desconcertante distracción de sus aún excitados sentidos.

– No te esperaba tan pronto, pero me alegra que hayas tenido un buen viaje -Con la cabeza alta y los ojos clavados en su rostro, Minerva caminó hacia delante. -Hay que tomar una gran cantidad de decisiones…

El duque se giró, dándole la espalda, y después, con inquietud, volvió a girarse hacia ella.

– Supongo, pero en este momento necesito quitarme el polvo -Sus ojos (oscuros, inconmensurables, su mirada imposiblemente afilada) estudiaron su rostro. -¿Debo entender que tú eres quien está a cargo?

– Sí. Y…

Royce se giró de nuevo, y sus largas piernas comenzaron a atravesar rápidamente la galería.

– Te buscaré dentro de una hora.

– Muy bien. Pero tu habitación no está en esa dirección.

Royce se detuvo. Una vez más se mantuvo sin mirarla durante el lapso de tres latidos y después, lentamente, se giró.

De nuevo, Minerva sintió el oscuro peso de su mirada, esta vez penetrándola con mayor seguridad. Esta vez, en lugar de conversar a través del enorme foso que los separaba, una distancia que ella hubiera preferido ahora mantener, Royce, indignado, caminó lentamente hacia ella.

Continuó caminando hasta que no quedaron más que unos centímetros entre ellos, que lo dejaron alzándose sobre ella. La intimidación física era una segunda naturaleza para los Varisey masculinos; la aprendían en la misma cuna. Ella hubiera querido decirle que aquella táctica no tenía efecto, y en verdad no tenía el efecto que él pretendía. El efecto era otro totalmente distinto, y más intenso y poderoso del que ella se hubiera imaginado nunca. Su interior tembló, se estremeció; Minerva contuvo su mirada y, tranquilamente, esperó.

Primer asalto.

Royce bajó la cabeza ligeramente para poder mirar directamente su rostro.

– La torre no ha rotado en todos los siglos desde que fue construida -Su voz había bajado el tono también, pero su dicción no había perdido nada de su filo letal, que se había hecho más afilado. -Lo que significa que la torre oeste está al otro lado de la galería.

Los ojos de Minerva se encontraron con la oscura mirada de Royce, cosa que sabía que era mejor que asentir. Con los Varisey uno nunca debe conceder la más ligera ventaja; eran del tipo que, si uno se rinde un centímetro, toman el condado entero.

– La torre oeste está en esa dirección, pero tu habitación ya no está allí.

La tensión lo recorrió; el músculo de su mandíbula se tensó. Su voz, cuando habló, se había convertido en un gruñido de advertencia.

– ¿Dónde están mis cosas?

– En los aposentos ducales -En la parte central de la torre, al sur; no se molestó en contarle lo que él ya sabía.

Minerva retrocedió, justo lo suficiente para hacerle una señal para que se uniera a ella mientras, con tremenda osadía, le daba la espalda y comenzaba a caminar hacia la torre.

– Ahora eres el duque, y ésas son tus habitaciones. El servicio ha trabajado muy duro para tenerlo todo preparado allí, y la habitación de la torre oeste ha sido convertida en una habitación de invitados. Y antes de que lo preguntes -Escuchó que la seguía a regañadientes, con sus largas piernas acortando la distancia que los separaba en un par de zancadas, -todo lo que estaba en la habitación de la torre oeste está ahora en las habitaciones del duque… incluyendo, debo añadir, todas tus esferas armilares. He tenido que trasladarlas yo misma de una en una. Las criadas, e incluso el lacayo, se negaron a tocarlas por miedo a que se desarmaran entre sus manos.

Royce había amasado una exquisita colección de esferas astrológicas; Minerva esperaba que mencionarlas le animara a aceptar la necesaria reubicación.

Después de un momento durante el que caminó en silencio detrás de ella, dijo:

– ¿Y mis hermanas?

– Tu padre falleció el domingo, poco antes del mediodía. Te envié un mensajero inmediatamente, pero no estaba segura de lo que deseabas, así que esperé veinticuatro horas antes de informar a tus hermanas -Lo miró. -Tú eras quien estaba más lejos, pero te necesitábamos aquí el primero. Espero que ellas lleguen mañana.

Royce la miró a los ojos.

– Gracias. Aprecio la oportunidad de acomodarme antes de tener que tratar con ellas.

Lo que, por supuesto, era la razón por lo que lo había hecho ella.

– Envié una carta con el mensajero a Collier, Collier & Whitticombe, pidiéndoles que me ayudaran aquí, con la voluntad, lo antes posible.

– Lo cual significa que también llegarán mañana. A última hora de la tarde, seguramente.

– En efecto.

Doblaron una esquina hasta un pequeño vestíbulo justo cuando el lacayo cerraba la enorme puerta de roble en su extremo. El lacayo los vio, hizo una reverencia y se retiró.

– Jeffers subirá tu equipaje. Si necesitas algo más…

– Llamaré. ¿Quién es el mayordomo ahora?

Ella siempre se había preguntado si tenía alguien en la casa que le suministrara información; obviamente, no era así.

– El joven Retford… el sobrino del viejo Retford. Antes era el ayuda de cámara.

Royce asintió.

– Lo recuerdo.

La puerta de las habitaciones del duque estaba cerca. Minerva se detuvo junto a ella.

– Me uniré contigo en el estudio en una hora.

Royce la miró.

– ¿El estudio está en el mismo lugar?

– No se ha movido.

– Algo es algo, supongo.

Minerva inclinó la cabeza, y estaba a punto de marcharse cuando se dio cuenta de que, aunque la mano del duque estaba cerrada sobre el pomo, no lo había girado.

Estaba mirando la puerta.

– Por si te sirve de algo, hace más de una década desde la última vez que tu padre usó esa habitación.

Royce frunció el ceño.

– ¿Qué habitación usaba?

– Se mudó a la habitación de la torre oeste. Esta no se ha tocado desde que murió.

– ¿Cuándo se mudó allí? -Miró la puerta frente a él. -Desde aquí.

No era el papel de Minerva esconder la verdad.

– Hace dieciséis años -Por si no hacía la conexión, añadió: -Cuando volvió de Londres después de desterrarte.

El duque frunció el ceño, como si la información no tuviese sentido.

Eso hizo que Minerva se sorprendiera, pero contuvo su lengua y no dijo nada. Esperó, pero él no preguntó nada más.

Bruscamente, Royce asintió, despidiéndola, giró el pomo, y abrió la puerta.

– Te veré en el estudio dentro de una hora.

Con una serena inclinación de cabeza, Minerva se giró y se alejó caminando.

Y sintió su oscura mirada sobre su espalda, la sintió deslizarse desde sus hombros hasta sus caderas, y al final hasta sus piernas. Se las arregló para contener un escalofrío hasta que estuvo fuera de su precisa vista.

Entonces apresuró el paso, y caminó rápidamente, con determinación, hacia sus propios aposentos… la habitación matinal de la duquesa. Tenía una hora para encontrar una armadura lo suficientemente gruesa para protegerse del inesperado impacto del décimo duque de Wolverstone.


Royce se detuvo en el interior de los aposentos del duque, cerró la puerta y miró a su alrededor.

Habían pasado décadas desde la última vez que vio aquella habitación, pero esta apenas había cambiado. La tapicería era nueva, pero los muebles eran los mismos, todos de pulido roble macizo, que brillaba con una majestuosa pátina dorada, con los bordes redondeados por la edad. Rodeó la sala de estar, pasando sus dedos sobre los pulidos bordes de los aparadores y los curvados respaldos de las sillas, y después entró en el dormitorio. Era amplio y espacioso, con una gloriosa vista al sur sobre los jardines y el lago hasta las distantes colinas.

Estaba de pie ante la amplia ventana, deleitándose con aquella vista, cuando una llamada a la puerta le hizo girarse. Elevó su voz.

– Adelante.

El lacayo que había visto antes apareció en el umbral de la sala de estar portando una enorme vasija de porcelana china.

– Agua caliente, su Excelencia.

El duque asintió, y después observó al hombre mientras cruzaba la habitación y desaparecía a través de la puerta que conducía al vestidor y al baño.

Cuando el lacayo reapareció había vuelto a mirar por la ventana.

– Disculpe, su Excelencia, ¿quiere que desempaque sus cosas?

– No -Royce miró al hombre. Era vulgar en todo… altura, constitución, edad, color de piel. -No son demasiadas cosas… Jeffers, ¿es así?

– Efectivamente, su Excelencia. Yo era el lacayo del difunto duque.

Royce no estaba seguro de necesitar un lacayo personal, pero asintió.

– Mi hombre, Trevor, llegará pronto… seguramente mañana. Es londinense, pero ha estado conmigo durante mucho tiempo. Aunque ha estado aquí antes, necesitará ayuda para recordarlo todo.