Su primer impulso fue decirles que preferiría que se fueran todos los invitados… dejándolo libre para perseguir a Minerva tanto por el día como por la noche. Pero sin importar la visión que tuviera de sus hermanas, aquel había sido su hogar, y no se sentía bien echándolas de allí… lo que significaba que tener a otros era necesario para distraerlas y cubrirse.

Ni Margaret ni Aurelia eran tan observadoras, y aunque Susannah lo era, ni siquiera ella había adivinado la naturaleza de su interés por Minerva. Ella era su ama de llaves; sus hermanas asumían que esta era la razón bajo cada palabra que intercambiaban.

Aurelia estaba impaciente.

– No habíamos pensado invitar más que a diez personas más… los que ya están aquí se quedarán.

– Si tú lo permites -Se apresuró a añadir Margaret.

Los delgados labios de Aurelia se apretaron; inclinó la cabeza.

– Así es. Pensamos…

Aunque era tentador dejarlas continuar con aquella situación tan violenta, prefería escuchar a Minerva jadeando, gimiendo y suspirando. Habló sobre la voz de Aurelia.

– Muy bien.

– ¿Estás de acuerdo? -preguntó Margaret.

– Que sea algo razonable… no más de lo que mamá solía hacer.

– Oh, sí -Los ojos de Aurelia se iluminaron, y su rostro se suavizó.

No quería sentir la chispa de lástima que ardió mientras las miraba; estaban casadas, tenían posición, casas y familias, y aun así estaban buscando… la felicidad. Asintió bruscamente y se giró.

– Hablad con Retford, y después decidle a Minerva lo que queréis hacer. Yo la pondré sobre aviso.

Los agradecimientos de sus hermanas se desvanecieron tras él mientras entraba en la torre y se dirigía a sus habitaciones.

Cuando, más de una hora más tarde, cerró la mano alrededor del pomo de la puerta de Minerva, la frustración lo embargaba. Había asumido que ella había dejado la reunión pronto para poder entrar en sus aposentos sin que la vieran; había esperado encontrarla allí, en su cama, esperando. Mientras atravesaba su sala de estar, la imagen que esperaba ver había llenado su mente…

En lugar de eso, por alguna razón equivocada, se había retirado a su cama. Giró el pomo, entró rápidamente y cerró la puerta. Estaba inclinada contra la ventana, con los brazos cruzados, mirando la noche.

Mientras cruzaba la habitación, Minerva se alejó de la ventana, con una mano apartó la pesada caída de su cabello, y después delicadamente disimuló un bostezo.

– Pensaba que subirías antes.

Se detuvo ante ella; con las manos en las caderas, la miró. Ella parecía tenuemente despeinada, y tenía los ojos entornados por el sueño. Lo único que quería era tenerla entre sus brazos, pero…

– He subido antes -dijo tranquilamente, pero su tono la hizo parpadear. -Esperaba encontrarte en mi cama. Pero no estabas allí. Entonces tuve que esperar a que el resto se fueran a la cama antes de poder venir aquí. Pensaba que había dejado claro qué cama íbamos a usar.

Ella se tensó; lo miró con los ojos entornados.

– Eso fue anoche. Corrígeme si me equivoco -Su dicción contenía la misma precisión aguda que la de él, -pero cuando se tiene una relación ilícita, lo normal es que sea el caballero el que se una a la dama en su habitación. En su cama -Miró su cama, y después lo miró con mordacidad.

Frunció los labios, mantuvo su mirada, y asintió.

– Quizá. En este caso, sin embargo -Caminó suavemente a su alrededor, y la cogió en brazos.

Ella jadeó, se agarró a su chaqueta, pero no se molestó en preguntar a dónde la llevaba cuando se dirigió a la puerta y extendió la mano hacia el pomo.

– ¡Espera! Alguien podría verme.

– Todos están en la cama. En la cama de quien sea -Disfrutando. Cogió el pomo.

– ¡Pero tengo que volver aquí por la mañana! No puedo andar por los pasillos solo con la bata.

Royce miró a su alrededor, y vio la capa que estaba en la esquina. La llevó hasta ella.

– Coge tu capa.

Minerva lo hizo. Antes de que pudiera hacer alguna objeción más la llevó hasta la puerta y atravesó la amplia galena, y después bajó el corto pasillo hasta sus aposentos. Las profundas sombras los ocultaron durante todo el camino; entró en su sala de estar, cerró la puerta a su espalda, y entonces la llevó hasta su dormitorio.

Hasta su cama.

La dejó sobre la colcha dorada y escarlata, y después la miró.

Con los ojos entornados, Minerva frunció el ceño.

– ¿Por qué es tan importante que use tu cama?

– Porque es aquí donde te quiero -Eso era absolutamente verdad… por una vez su instinto más primitivo coincidía con la mejor estrategia.

Minerva escuchó su convicción. Abrió los ojos de par en par.

– ¿Por qué, por el amor de Dios?

Porque éste es tu lugar. En lo que concernía a su ser más primitivo, no había duda de ello, y usar su cama podía subrayar subliminalmente lo que pensaba de ella, que su verdadero lugar era junto a él… un frente en su campaña para imprimir ese verdadero papel en ella. Los sucesos habituales de la vida del castillo ayudarían a esta causa, pero el día había sido desesperanzadoramente tranquilo; había tomado medidas para asegurarse de que el día siguiente fuera distinto. Mientras tanto…

Se descalzó, se quitó la chaqueta y el chaleco, los tiró ambos a un lado, y entonces agarró sus esbeltos tobillos y la atrajo hacia sí hasta que sus rodillas estuvieron en el borde de la cama. Dejando sus pantorrillas y sus pies colgando, atrapó sus piernas entre las suyas y se inclinó sobre ella; colocó sus manos planas a cada lado de sus hombros, y la miró a sus enormes ojos.

– Porque te quiero aquí, desnuda en mi cama, cada noche de ahora en adelante. Y yo siempre consigo lo que quiero.

Minerva abrió la boca, pero él no tenía interés en hablar más. Se abatió sobre ella y cubrió sus labios con los suyos, los capturó, los saboreó detenidamente, y se sumergió en su anhelante boca.

Disfrutando de la bienvenida que no había podido negarle; no importaba lo que pensara, ya era suya. Aunque Royce tenía que esforzarse más de lo que había pensado para conseguir la supremacía; a pesar de su inexperiencia, ella lo desafiaba descaradamente, incluso en aquel campo de batalla en el que nunca había esperado encontrarse con él. Utilizando habilidades que había perfeccionado a través de las décadas, alimentó su deseo, atrajo sus sentidos hasta él, y después los encadenó, los apagó, los sometió a su voluntad.

Porque eran suyos.

Cuando lo hizo se apartó del apasionado intercambio lo suficiente para apoyar su peso en un brazo, con la otra mano apresó el nudo de su bata.

Minerva no podía creerse lo desesperada que estaba… no podía creer que Royce, sin ningún esfuerzo, la hubiera reducido a tal estado de licencioso anhelo, donde el deseo, caliente y urgente, fluía por sus venas; donde la pasión se extendía bajo su piel y ardía más profundamente en su interior.

Esperando entrar en erupción, manar… y atraparla.

Necesitaba sentir las manos de Royce sobre su piel… necesitaba sentir su cuerpo sobre el suyo.

Necesitaba, con una urgente desesperación que no podía descifrar, sentirlo en su interior, enlazado y unido a ella.

Y esa necesidad no era de Royce; era de ella.

Y era una sensación maravillosa.

Era maravilloso entregarse al calor, sin reservas, sin dudas, retorcerse y ayudarlo a quitarle la bata, ayudar a sus inteligentes manos a despojarla de su camisón.

Y entonces se quedó dormida sobre su cama brocada… y de repente sintió una razón bajo su insistencia de tenerla allí.

Sabía qué tipo de noble era en realidad… conocía los impulsos de antiguo señor que aún corrían por sus venas. Sabía, sentía, que siempre, en algún nivel, reconocía la primitiva posesión sexual y la depredación que era una parte innata de él. Desenvuelta como un regalo, desnuda sobre su cama, para su deleite, para que la usara del modo que deseara… un sutil escalofrío la recorrió. Una parte de ella sintió un femenino miedo; el resto, una ilícita excitación.

Royce sintió su conciencia a través del beso, sintió ese evocativo escalofrío; cerró una mano alrededor de su cadera, sujetándola, con su pulgar recorriendo la sensible piel de su estómago. Su piel quemaba, estaba marcada; Minerva sabía que aquella noche la marcaría a fuego incluso más profundamente antes de que la noche hubiera terminado. Que su intención era justo esa.

Su respiración se detuvo. La anticipación y una extraña y ajena necesidad chocaron, y después la atravesaron, tambaleándose y saltando, a través de ella.

Inclinándose más, liberó su cadera, y se apoyó en un codo para sujetar su cabeza entre sus grandes manos mientras la besaba de forma profunda, voraz y hambrienta, convirtiendo su juicio en una tormenta de sensaciones. Tenía que continuar con él; Royce no le daba opción. Tuvo que responder, que corresponder al desafío de su lengua, de sus labios, a la cálida humedad de su boca.

Encerrado con ella en el beso, introdujo los dedos en su cabeza, extendiéndolos y apartándolos de esta, dejando que sus largos cabellos fluyeran a través de sus dedos.

Parecía tan fascinado con la sedosa textura de su pelo como ella lo había estado con el suyo; instintivamente había hundido las manos en su cabello, recorriendo la oscura seda con sus dedos.

Su cuerpo estaba cerca; el de ella lo sintió y reaccionó, y su necesidad creció como un enjambre en su interior; aquella creciente marea era un sólido latido en sus venas. El calor de Royce estaba cerca, aunque atenuado por sus ropas; aún tenía puesta la camisa y los pantalones.

Minerva retiró las manos de su cabello, las deslizó hacia abajo por la larga columna de su garganta, colocó las manos sobre su pecho y las bajó hasta que pudo coger los faldones de su camisa y liberarla de su cinturilla. Cuando lo consiguió, pasó sus manos hacia arriba bajo la tela, con las palmas y los dedos ávidos de la incomparable sensación de su piel, caliente y tentadora sobre las crestas y llanuras de su magnífico pecho.

A punto de ronronear, dejó que sus sentidos se dieran un festín; tenía tiempo, podía saborearlo durante horas, pero aquella compleja, complicada, cada vez más urgente necesidad la abrumaba. La instaba a pasar las manos por debajo de su cinturilla, y a encontrar y liberar los botones que había allí.

Desabrochó solo uno antes de que Royce rompiera el beso, moviéndose suavemente para capturar sus manos, una en cada una de las suyas.

– Después -murmuró la palabra contra la garganta de Minerva, y dejó que sus labios recorrieran su arqueada línea.

Caliente, urgente, la boca de Royce inflamó sus sentidos. Con pequeños besos, captó su atención, y la mantuvo sin esfuerzo con besos que esparció sobre su piel. Aquí, allí, donde quería.

Minerva ya estaba caliente, y dolorida, cuando llegó a sus pechos.

Estaba retorciéndose frenéticamente cuando, después de reclamarlos expertamente, siguió adelante, con sus maliciosos labios bajando para explorar su ombligo, y después aún más bajo, hasta el vértice de sus muslos.

Para cuando se retiró, cogió sus rodillas y las separó, ella estaba ya mucho más allá del pudor; no quería nada más que sentirlo allí, que la tomara, que la poseyera, como quisiera.

Sintió la mirada de Royce en su rostro. Ardiente más allá de toda medida, sintió su dominio, contuvo el aliento y abrió levemente los ojos. Lo suficiente para que él atrapara su mirada, para que ella viera la oscura promesa en las profundidades de los de Royce, y entonces él bajó la mirada, hasta su cuerpo, expuesto, libidinosamente húmedo y ansioso, resbaladizo e hinchado, suplicándole. A él.

Entonces Royce se inclinó, colocó su boca contra su carne y rasgó los nervios que le quedaban, tomando rudamente todo lo que ella le ofrecía, todo lo que tenía en ella… y después pidiendo más.

Gimió, y mientras la segunda ola de inimaginable gloria atravesaba sus venas, gritó su nombre.

A través de las calientes nubes de su liberación, sintió su satisfacción.

La sintió en el roce de sus manos mientras se incorporaba, cogía sus caderas, y la hacía girar sobre su estómago. La atrajo contra él hasta que sus caderas descansaron en el borde de la alta cama.

Inundada por las sensaciones, con la piel sonrojada y húmeda, se preguntó qué… cómo…

Royce se deslizó en su interior desde atrás, profundamente, y después presionó incluso más profundamente. Minerva se estremeció, jadeó, sintió, que sus dedos se cerraban sobre la colcha brocada. El duque agarró sus caderas y la movió, la colocó, y después retrocedió, casi saliendo de su vagina, y empujó de nuevo.

Con fuerza. Más poderosamente.

Su aliento entrecortó en un superficial jadeo; sus dedos se tensaron sobre la colcha. Se retiró y empujó de nuevo; cerró los ojos y gimió. Podía sentirlo completamente en su interior, alto, casi como si estuviera tocándole los pulmones.