– Gracias por tu ayuda con las ovejas.

– Tú sabías que Hamish era el mejor proveedor de ganado… no necesitabas que yo te lo dijera.

– Necesitaba que se lo dijeras a Falwell. Si yo mismo sugería a Hamish, se hubiera cerrado en banda al considerar que mi parcialidad por el ganado de Hamish era debido a nuestra relación -Tomó un sorbo de su copa de vino. -Pero tú no tienes ninguna relación con Hamish.

– No, pero Falwell sabe que lo apruebo.

– Pero ni siquiera Falwell sugeriría que tú (la defensora de los granjeros) me urgiría a comprar ganado de un sitio que no fuera el mejor -Royce miró sus ojos, y dejó que sus labios se curvaran ligeramente. -Usarte para que sugirieras a Hamish, teniendo tu reputación para apoyar la idea, nos ha ahorrado tiempo y una considerable cantidad de enrevesada discusión.

Minerva sonrió, complacida con el cumplido disfrazado.

Dejó que se enorgulleciera un momento, y después continuó:

– Eso levanta otra cuestión relacionada… ¿tienes alguna sugerencia para reemplazar a Falwell?

Minerva tragó saliva, y asintió.

– Evan Macgregor, el tercer hijo de Macgregor.

– ¿Y por qué sería adecuado?

Minerva cogió su copa de agua.

– Es joven, pero no demasiado, un alma sociable que ha nacido en el ducado y que conoce a todo el mundo que vive en él. Cuando era más joven era un diablillo, pero siempre ha tenido buen corazón, y es rápido e inteligente… más que la mayoría. Ahora que es mayor, ya que es el tercer hijo, y que Sean y Abel son más que capaces de tomar el puesto de Macgregor entre ambos, Evan tiene poco que hacer -Sorbió, y después lo miró a los ojos. -Tiene casi treinta años, y esta aún ayudando en la granja, pero no creo que se quede mucho más si encuentra una ocupación mejor.

– Así que actualmente es un talento malgastado, y tú crees que debería usarlo como administrador.

– Sí. Trabajaría duro para ti, y aunque podría cometer errores, aprendería de ellos; y lo que es más importante: nunca te daría un consejo equivocado sobre nada que tenga que ver con el ducado o su gente -Dejó su copa. -No he podido decir eso de Falwell desde hace más de una década.

Royce asintió.

– Sin embargo, a pesar de los defectos de Falwell, creo que en lo que dijo sobre el puente llevaba toda la razón.

Minerva lo miró a los ojos, los estudió, y levantó ligeramente las cejas.

– ¿Y…?

Royce dejó que sus labios se curvaran con apreciación; Minerva estaba empezando a entenderlo bastante bien.

– Y que necesito que me des alguna razón urgente, preferiblemente dramática, para subirme a mi caballo ducal e intimidar a los concejales de Harbottle para que lo arreglen.

Minerva mantuvo su mirada; la suya propia se hizo distante, y después volvió a enfocarse… y sonrió.

– Puedo hacerlo -Después arqueó una ceja, y respondió suavemente: -Creo que tenemos que cabalgar en esa dirección esta tarde.

Royce consideró la logística, y después miró a los demás.

Cuando volvió a mirar a Minerva, ésta, con las cejas alzadas, asintió.

– Déjamelos a mí.

Se echó hacia atrás en su silla y observó con apreciación cómo se inclinaba hacia delante y, con un comentario aquí, y otro allí, se deslizaba suavemente en las conversaciones que habían, hasta entonces, ignorado. Nunca se había fijado en cómo se ocupaba Minerva de sus hermanas; con una hábil pregunta seguida de una vaga sugerencia, condujo con destreza a Susannah y Margaret (las líderes) para que organizaran un paseo de todo el grupo hasta Harbottle aquella tarde.

– Oh, antes de que lo olvide, aquí tienes la lista de invitados que querías, Minerva -Susannah ondeó una hoja de papel; los demás se la pasaron a Minerva.

Esta la examinó, y después miró a Margaret, a los pies de la mesa.

– Tendré que abrir más habitaciones. Hablaré con Cranny.

Margaret echó un vistazo a Royce.

– Por supuesto, no sabemos cuántos de estos asistirán.

Royce dejó que sus labios se curvaran cínicamente.

– Dados los… entretenimientos que ofrecéis, sospecho que todos los invitados saltarán de alegría ante la oportunidad de unirse a la fiesta.

Porque podrían descubrir de primera mano a quién había escogido como esposa. La comprensión invadió el rostro de Margaret quien, haciendo una ligera mueca, inclinó la cabeza.

– Lo había olvidado, pero sin duda tienes razón.

El recordatorio de que pronto haría tal anuncio, además de señalar el final de su conversación con ella, reafirmó la determinación de Minerva de actuar, decisivamente, aquel día. Mientras su deseo por ella fuera aún fuerte tenía una excelente oportunidad de asegurar su provecho; cuando comenzara a debilitarse, su habilidad para influenciarlo decaería.

Susannah estaba aún exponiendo las delicias de Harbottle.

– Podríamos pasear por las tiendas, y después tomar el té en Ivy Branch -Miró a Minerva. -Está aún allí, ¿verdad?

Ella asintió.

– Aún sirven un excelente té con pastas.

Margaret había estado contando las cabezas y los carruajes.

– Bien… no somos demasiados -Miró a Minerva. -¿Vasa venir?

Minerva señaló la lista de invitados.

– Tengo que echar un vistazo a esto, y a algunas otras cosas. Cabalgaré hasta allí más tarde, y quizá me una a vosotros para tomar el té.

– Muy bien -Margaret miró la cabecera de la mesa. -¿Y tú, Wolverstone?

A pesar de que había estado de acuerdo con la fiesta en la casa, Margaret y Aurelia habían estado haciendo un esfuerzo para entregarle toda la debida deferencia.

Royce negó con la cabeza.

– Yo también tengo asuntos de los que ocuparme. Os veré en la cena.

Acordado aquel asunto, el grupo se levantó de la mesa. Consciente de la oscura mirada de Royce, Minerva se quedó atrás, dejando que los demás se adelantaran; Royce y ella dejaron el comedor en la retaguardia del grupo.

Se detuvieron en el vestíbulo. El la miró a los ojos.

– ¿Cuánto tiempo necesitarás?

Había estado revisando su lista de tareas.

– Tengo que ver al proveedor de madera de Alwinton… sería mejor que te encontraras conmigo en el prado junto a la iglesia a las… -Entornó los ojos, haciendo una estimación. -Insto después de las tres.

– A caballo, junto a la iglesia, justo después de las tres.

– Sí -Se giró y le sonrió. -Y para llegar a tiempo, tengo que darme prisa. Te veré allí.

Ajustando sus acciones a sus palabras, se apresuró por las escaleras… antes de que él le preguntara cómo planeaba motivarlo para intimidar a los concejales y que aceptaran su propuesta. Lo que tenía en mente funcionaría mejor si él no estaba preparado.

Después de hablar con Cranny sobre las habitaciones para los invitados que se esperaban, y con Retford sobre la bodega y la depredación que esperaba sufrir durante la fiesta, comprobó con Hancock sus exigencias para el molino, y después cabalgó hasta Alwinton y habló con el proveedor de madera. Terminó antes de lo que había esperado, así que paseó por la villa hasta justo después de las tres, antes de montar de nuevo a Rangonel y dirigirse al sur.

Como había esperado, Royce estaba esperándola en el prado designado, tanto el jinete como el caballo mostrando su habitual impaciencia. Giró a Sable en dirección a Harbottle.

– ¿Realmente tienes planeado que nos unamos con los demás en Harbottle más tarde?

Miró hacia delante, con una sonrisa, y se encogió de hombros ligeramente.

– Hay un joyero interesante que me gustaría visitar.

Él sonrió y siguió su mirada.

– ¿Está muy lejos el puente?

Minerva sonrió.

– A una media milla -Con un movimiento de sus riendas, puso a Rangonel a medio galope. Royce mantuvo a Sable a su lado a pesar de que el semental obviamente deseaba correr.

Un deseo compartido por su jinete.

– Podemos galopar.

Minerva agitó la cabeza.

– No. Llegaríamos allí demasiado temprano.

– ¿Porqué?

– Ya lo verás -Minerva oyó su resoplido de disgusto, pero no se sintió presionada. Cruzaron el Alwin en el vado, con el agua formando espuma en las rodillas de los caballos, y después continuaron trotando a través de los pastos.

Una ráfaga blanca por delante de ellos era la primera señal de que llegaban a tiempo. Al subir una ligera pendiente vio a dos niñas jóvenes, con sus delantales ondeando, y los libros atados en pequeños hatos a sus espaldas, riéndose mientras saltaban por un camino que guiaba hacia un barranco poco profundo que desaparecía tras la siguiente pendiente a su izquierda.

Royce también las vio. Le echó a Minerva una sospechosa mirada, casi un incipiente fruncir de ceño, y después siguió con la mirada a la pareja mientras bajaban la pendiente. Las chicas desaparecieron de la vista en la siguiente loma; minutos más tarde, los caballos las alcanzaron.

Cuando lo hicieron, Royce miró abajo, a lo largo del barranco… y maldijo. Hizo que Sable se detuviera, y miró abajo con una mueca.

Inexpresivamente, Minerva tiró de las riendas a su lado, y observó un grupo de niños cruzando el Coquet, hinchado por las aguas adicionales del Alwin y formando un turbulento y tempestuoso río, usando los desvencijados restos del puente.

– Pensaba que no había ninguna escuela en la zona -Su acento subrayó el temperamento que estaba conteniendo.

– No la hay, así que la señorita Cribthorn hace lo que puede para enseñar a los niños a leer. Usa una de las casitas cerca de la iglesia -Era la esposa del vicario la que la había advertido del execrable estado del puente. -Los niños pertenecen a algunas de las familias arrendatarias de Wolverstone, en las que las mujeres tienen que trabajar los campos junto a los hombres. Sus padres no pueden permitirse el tiempo para llevar a los niños a la escuela por la carretera, y a pie no hay otra ruta viable que los niños puedan tomar.

Las niñas que había visto antes se habían unido al grupo en el extremo más cercano del puente; los niños mayores organizaron a los más pequeños en una línea antes de que, uno a uno, atravesaran la única viga que quedaba, sosteniendo la última madera horizontal que quedaba de la barandilla original del puente.

Alguien había extendido una cuerda a lo largo de la barandilla, que daba a las pequeñas manos de los niños algo a lo que podían aferrarse con mayor fuerza.

Royce gruñó otra maldición y levantó las riendas.

– No -Minerva cogió su brazo. -Los distraerás.

No le gustaba, pero se detuvo; apartando la mano del rígido acero en el que se había convertido su brazo, Minerva sabía cuánto le había costado.

A pesar de su pétreo rostro, podía sentir que echaba humo al verse forzado a observar el potencial drama desde la distancia… una distancia demasiado grande para poder ayudar si alguno de los niños se escurriera y cayera.

– ¿Qué le ocurrió al puente dañado, y cuándo?

– Una gran riada la primavera pasada.

– ¿Y lleva así desde entonces?

– Sí. Solo lo usan los niños de las granjas para llegar a la escuela, así que… -No necesitó decirle que el bienestar de los niños de las granjas no interesaba demasiado a los concejales de Harbottle.

En el instante en el que el último niño llegó a salvo a la orilla opuesta, Sable bajó la pendiente y cabalgó hacia el puente. Los niños lo oyeron; caminando con dificultad por el prado, se giraron y miraron, pero después de observarlo con curiosidad durante varios minutos, continuaron en dirección a sus hogares. Para cuando Minerva y Rangonel llegaron al río, Royce había bajado del caballo y estaba trepando por la orilla, estudiando la estructura desde abajo.

Desde la grupa de Rangonel, Minerva lo observó mientras agarraba la viga que quedaba, usando su peso para probarla. Crujió; maldijo y la abandonó.

Cuando por fin volvió a subir la pendiente y llegó andando a zancadas hacia ella, su expresión era negra.

La mirada que posó sobre ella era de una furiosa frialdad.

– ¿Quiénes son los concejales de Harbottle?

Royce sabía que Minerva lo había manipulado; lo supo en el instante en el que vio a las dos niñas. A pesar de eso, su irritación con ella era relativamente menor; la dejó a un lado y se ocupó del asunto del desvencijado puente con una furia que trajo a su mente fantasmas de su pasado ancestral.

Había un lobo en el norte, de nuevo, y estaba de un humor de perros.

A pesar de que no tenía muchas expectativas, Minerva estaba impresionada. Cabalgaron juntos hasta Harbottle; allí le presentó al mayor de los concejales, que rápidamente entendió la conveniencia de llamar a sus compañeros. El ama de llaves se quedó atrás y observó a Royce, que con minuciosa exactitud, imprimió en aquellos inconscientes caballeros en primer lugar sus defectos, y después sus expectativas. De estas últimas, Royce no se había dejado absolutamente ninguna duda.