Escuchó que se abría la puerta del salón y se cerraba, escuchó sus pasos sobre el suelo… y entonces él llegó, poderoso y dominante, oscureciendo totalmente el umbral de la habitación sin iluminar. Royce la miró a los ojos; Minerva sintió, más que vio, su sonrisa, su apreciación por la visión de ella desnuda sobre su cama.
Royce caminó hacia el aparador para desvestirse; Minerva se humedeció los labios y esperó. Aquel era uno de los muchos momentos individuales que saboreaba: observar cómo se desvestía, ver su poderoso cuerpo siendo revelado elemento a elemento bajo su hambrienta mirada.
Ofrecido para el deleite de Minerva.
Royce lo sabía. Ella sabía que lo hacía. Aunque nunca le daba ningún otro signo (nunca había un gesto demasiado obvio, o la miraba para ver cómo estaba reaccionando) artificialmente extendía aquel momento hasta que, cuando ya estaba desnudo y se unía a ella en la cama, ella estaba más que desesperada por poner las manos sobre él.
Por sentirlo contra ella, todo aquel glorioso músculo, todos aquellos pesados huesos, para sentir el poder inherente a su enorme estructura.
Para que esta la poseyera, la hiciera añicos, y le proporcionara una delicia desatada y sin límites. Un placer sin restricciones ni tensiones.
Minerva sabía que aquello llegaría cuando Royce, por fin desnudo, cruzara la habitación y levantara las sábanas. Esperó, con la respiración agitada y los nervios tensos, ese momento en el que el colchón se hundía bajo su peso, y se le acercaba, se reunía con ella y sus cuerpos se encontraban.
Piel contra piel, calor contra calor, deseo contra pasión, anhelo contra ansia.
Ella se acercó a él, y Royce la atrajo hacia su cuerpo, casi debajo del suyo mientras se inclinaba sobre ella. La mano de Minerva rozó la mejilla de Royce, dándole la bienvenida, animándolo, reflejando los mensajes que su cuerpo daba mientras se hundía contra el de él, su suavidad amoldándose instintivamente a su dureza, a su mayor peso, amortiguándolo y haciéndole señas con encanto de sirena.
Sin dudar, sin pensar, él se inclinó sobre su boca, y la encontró esperándolo allí, también. Esperando para unirse a él, para encontrarse con Royce y satisfacer todas sus demandas… para desafiarlo, ella lo sabía, con la facilidad con la que lo saciaba sin esfuerzo.
Incluso después de haberla poseído más veces de las que había tenido nunca a otra mujer, Royce aún no había tenido suficiente de ella… no había podido resolver el acertijo de cómo era posible que tenerla se hubiera convertido en un acto tan lleno de dicha.
Por qué este consolaba su alma, tanto la de hombre cómo la de la bestia, la del ser primitivo que moraba en lo más profundo de su interior.
Minerva lo abrazó, y le puso fin; en sus brazos encontró un cielo terrenal.
Al buscarlo de nuevo, retiró la mano de su pecho, la deslizó hacia abajo, atrapó su rodilla y la levantó. Inclinó sus caderas y se introdujo en su interior, y después más profundamente. Acomodado completamente en su interior, se giró y se colocó totalmente sobre ella; envuelto en sus brazos y en las sábanas de su cama, saboreó su boca y su cuerpo, balanceándolos a ambos con lentas y profundas embestidas, llevándolos en una lenta cabalgata al paraíso.
Al final, ella se arqueó debajo de Royce mientras su nombre rasgaba su garganta; el duque enterró su cabeza en la dulce curva de su hombro y se sumió en un largo e intenso orgasmo que lo barrió, y lo barrió.
Después de eso, cuando se hubo recuperado lo suficiente para moverse, se apartó de ella, se colocó a su lado, y la atrajo hasta él, y ella acudió, acurrucándose contra él, con la cabeza sobre su hombro y la manó sobre su pecho, extendida sobre su corazón.
Royce no sabía si Minerva sabía que lo hacía cada noche, que dormía con su mano justo ahí. Con su calidez contra la de él, liberados ya de toda tensión, el duque se hundió más profundamente en el colchón, y dejó que la tranquila alegría que siempre encontraba en ella penetrara lentamente en sus huesos. En su alma.
Y se preguntó, de nuevo, por qué. Por qué lo que encontraba con ella era tan diferente. Y por qué se sentía como se sentía por ella.
Minerva era la mujer que quería como su esposa… así que él la había dejado acercarse, más de lo que se lo había permitido nunca a nadie, y por tanto ella significaba más que ninguna otra persona para él.
Nunca se había sentido tan posesivo con ninguna otra mujer como se sentía con ella. Nunca se había sentido tan consumido, tan concentrado, tan conectado con nadie como lo hacía con ella. Minerva se estaba convirtiendo rápidamente (se había convertido rápidamente) en alguien a quien necesitaba y quería en su vida para siempre…
Lo que sentía por ella, cómo se sentía por ella, era un reflejo de lo que sus amigos sentían por sus esposas.
Dado que era un Varisey de los pies a la cabeza (estaba totalmente seguro de ello), no comprendía cómo era posible, pero lo era. En su corazón de Varisey no aprobaba sus sentimientos por ella más de lo que aprobaría cualquier otra vulnerabilidad; una vulnerabilidad era una debilidad, una grieta en su armadura… un pecado para alguien como él. Pero… en lo más profundo de su interior había un grito que solo había comenzado a reconocer recientemente.
La muerte de su padre había sido el catalizador, el mensaje que le había dejado con Minerva una revelación no pretendida. Si no tenía que ser como su padre en la administración del ducado, quizá no tenía que ser como él en otros aspectos. Después sus amigos llegaron para consolarlo y le recordaron lo que habían encontrado, lo que tenían. Y había visto a sus hermanas, y a sus matrimonios al estilo Varisey… y aquello no era lo que quería. Ya no.
Ahora quería un matrimonio como el que tenían sus amigos. Como el que habían fraguado sus ex-compañeros del club Bastión. Aquel deseo, aquella necesidad, había florecido y crecido durante las últimas noches, e incluso más durante los últimos días, hasta que era un dolor (como un dolor de estómago) registrado en su pecho.
Y en la oscuridad de su cama, en las profundidades de la noche, podía admitir que esa necesidad lo asustaba.
No sabía si podría conseguirlo… si podría mantenerlo cuando llegara a alcanzarlo.
Había pocos campos de batalla en la vida en los que dudara de sí mismo, pero aquel ruedo recién descubierto era uno de ellos.
Aunque lo único que ahora necesitaba por encima de todo era una mujer entre sus brazos que lo amara. Quería lo que sus amigos habían encontrado… Codiciaba su cariñoso afecto más intensamente de lo que deseaba su cuerpo.
Pero si le pedía su amor, y ella se lo daba, ella podría pedir, y esperar, su amor a cambio. Así es como funcionaba el amor; eso lo sabía.
Pero él no sabía si podía amar.
El podía ver hasta ahí, pero no más allá.
Si en lo más profundo de su alma de Varisey, tan profundo que ningún otro Varisey lo hubiera encontrado nunca, estaba escondido el amor, una naciente posibilidad…
Su problema es que no creía que fuera así.
– ¿Señorita?
Minerva levantó la mirada de su escritorio en la sala matinal de la duquesa.
– ¿Sí, Retford?
El mayordomo había entrado y estaba junto a la puerta.
– La condesa Ashton ha llegado, señorita… una de las invitadas de lady Susannah. Desdichadamente, lady Susannah está fuera, montando.
Minerva hizo una mueca interiormente.
– Yo bajaré -Dejó a un lado su pluma y se levantó. Royce había cabalgado hasta la frontera para visitar a Hamish, presumiblemente para discutir de las ovejas y del ganado que iba a venderle; Minerva había esperado aprovechar el tiempo para ponerse al día con su correspondencia, que había dejado de lado últimamente.
Pero el deber la llamaba.
Consultó la lista que había en uno de los extremos de su escritorio, y después se giró hacia la puerta.
– Pondremos a la duquesa en el ala oeste… estoy segura de que Cranny tendrá la habitación preparada. Por favor, pídele que envíe una doncella, ¿o la duquesa ha traído alguna?
– No, señorita -Retford se retiró hacia el pasillo. -Hablaré con la señora Cranshaw.
Retford siguió a Minerva mientras atravesaba el pasillo y bajaba las escaleras principales. En el enorme vestíbulo debajo, una dama, curvilínea y de cabello oscuro, estaba examinando su reflejo en uno de los grandes espejos.
Un sombrero demasiado moderno coronaba la elegante cabeza de lady Ashton. Su vestido era lo último en moda, lujoso y hermosamente cortado en seda color marfil con hilos de seda magenta; sus faldas susurraron mientras, con una despreocupada sonrisa curvando sus delicadamente coloreados labios, la dama se adelantó para encontrarse con Minerva.
Bajando el último peldaño, Minerva sonrió.
– ¿Lady Ashton? Soy la señorita Chesterton… El ama de llaves. Bienvenida al castillo Wolverstone.
– Gracias -Aunque era de altura simular a Minerva, lady Ashton poseía unos rasgos clásicos, una complexión de porcelana y un porte agradable y decidido. -Supongo que Susannah está deambulando por ahí, dejándome para que le importune a usted.
La sonrisa de Minerva se amplió.
– No me importuna, se lo aseguro. Han pasado ya algunos años desde la última vez que el castillo dio una fiesta… el personal está deseando que llegue.
La condesa inclinó la cabeza.
– ¿Una fiesta?
Minerva dudó.
– Sí… ¿No se lo menciono Susannah?
Con una suave sonrisa en los labios, la condesa bajó la mirada.
– No, pero no había razón para que lo hiciera. Ella me ha invitado por otra razón.
– Oh -Minerva no estaba segura de a qué se refería. -Estoy segura de que Susannah le hablará de la fiesta cuando vuelva. Mientras tanto, si me acompaña, le enseñaré su habitación.
La condesa consintió en subir las escaleras junto a Minerva. A la mitad, se dio cuenta de la mirada de soslayo de lady Ashton, y giró la cabeza para mirarla.
La dama sonrió con ironía.
– No he querido preguntar al mayordomo, pero Royce… aunque supongo que debería llamarlo Wolverstone, ¿no es así? ¿Está por aquí?
– Creo que ha salido a cabalgar.
– Ah -La condesa miró hacia delante, y después se encogió de hombros. -Tendrá que hacer frente a que nos encontremos de nuevo con otra gente alrededor, entonces… si lo ve, debería mencionarle que estoy aquí. Susannah me mandó a llamar hace una semana, pero yo no estaba en Londres, así que he tardado más en llegar.
Minerva no estaba segura de qué entender de eso. Se sujetó al hecho más pertinente.
– Conoce a Royce.
La condesa sonrió, y su rostro se transformó en el de una perturbadora seductora.
– Sí, por supuesto -Su voz bajó hasta convertirse en un ronroneo. -Royce y yo nos conocemos muy bien el uno al otro -Echó un vistazo a Minerva. -Estoy segura de que en realidad no le sorprende, querida… ya debe saber cómo es Royce. Y aunque fue Susannah quien me escribió la invitación, dejó claro que me llamaba debido a Royce.
Un frío puño de hierro agarró el corazón de Minerva; la cabeza le daba vueltas.
– Ya… entiendo -La condesa debía ser la dama a la que Royce había elegido. Pero Susannah le había preguntado a Minerva si ella lo sabía… aunque quizá eso fue antes de que Royce pidiera a Susannah que escribiera a la condesa.
Pero ¿por qué Susannah, en lugar de Handley?
Y seguramente la condesa estaba casada… No, no lo estaba; Minerva recordaba haber oído que el conde de Ashton había muerto varios años antes.
Atravesaron el corto pasillo que conducía a los aposentos ducales y el ala oeste. Se detuvo ante la puerta de la habitación que se había asignado a la condesa, cogió aliento sobre la constricción que apretaba su pecho y se giró hacia la dama.
– Si le apetece té, haré que le suban una bandeja. Si no es así, el gong del almuerzo sonará en una hora aproximadamente.
– Creo que esperaré. ¿Wolverstone volverá para el almuerzo?
– No podría decirlo.
– No importa… Esperaré, y lo veré.
– El lacayo subirá su equipaje. Una doncella estará con usted en breve.
– Gracias -Con una inclinación de cabeza y una elegante sonrisa, la condesa abrió la puerta y entró.
Minerva se giró. La cabeza le daba vueltas, pero eso era el último de sus malestares. Se sentía enferma… porque su corazón estaba congelado, y le dolía… y eso no tenía que estar ocurriendo.
Ni Royce ni Susannah ni el resto del grupo regresaron para el almuerzo, por lo que Minerva tuvo que ocuparse sola de la condesa.
No es que fuera una tarea difícil; lady Ashton (Helen, como le pidió que la llamara) era una dama extremadamente bella y sofisticada, con un temperamento y unos modales aún más delicados, y una sonrisa fácil.
Sin importar las circunstancias, sin importar las súbitas agonías de su estúpido, estúpido corazón, sin importar su instintiva inclinación, Minerva encontraba difícil que Helen le disgustara; era, en toda la esencia de la palabra, encantadora.
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