– Será un honor ayudarlo y asistirlo en lo que pueda, su Excelencia.
– Bien -Royce se giró de nuevo hacia la ventana. -Puedes retirarte.
Cuando escuchó que la puerta se había cerrado, se apartó de la ventana y se dirigió al vestidor. Se desnudó y después se dio un baño; mientras se secaba con la toalla de lino que había dejado preparada junto a la palangana, intentó pensar. Debería estar haciendo una lista mental con todas las cosas que tenía que hacer, haciendo malabarismos con el orden en el que hacerlas… pero lo único que parecía capaz de hacer era sentir.
Su cerebro parecía obsesionado con lo intranscendente, con asuntos que no eran de importancia inmediata. Como el de por qué su padre se había mudado de los aposentos ducales inmediatamente después de su confrontación.
Aquel acto olía a abdicación, aunque… no podía entender cómo tal proposición podía entrelazarse con la realidad; no encajaba con la imagen mental que tenía de su padre.
Su equipaje contenía una muda completa de ropa limpia: camisa, pañuelo, chaleco, chaqueta, pantalón, medias y zapatos. Se vistió, e inmediatamente se sintió más capaz de ocuparse de los desafíos que le esperaban tras la puerta.
Antes de volver desde el dormitorio hasta la sala de estar miró a su alrededor, evaluando las instalaciones.
Minerva (su ama de llaves) había hecho bien. Aquellas habitaciones no solo eran apropiadas debido a que ahora era el duque, sino que la atmósfera general era buena… y tenía la sospecha de que su vieja habitación ya no encajaba con él. Ciertamente, apreciaba el espacio más amplio, y las vistas.
Caminó hasta el dormitorio y su mirada recayó sobre la cama. Estaba seguro de que la apreciaría, también. La masiva cama de roble con dosel, con un decadente colchón grueso, sábanas de seda y gruesas almohadas, dominaba la enorme habitación. Estaba frente a la ventana; la vista siempre sería apacible, e interesante.
En ese momento, sin embargo, tranquilidad no era lo que necesitaba; cuando su mirada volvió a la colcha escarlata con bordados dorados, y se detuvo en las sábanas de seda escarlata, su mente le proporcionó una visión de su ama de llaves, reclinada allí.
Desnuda.
Consideró la visión, deleitándose en ella deliberadamente; su imaginación estaba más que dispuesta para aquella tarea.
La pequeña Minerva ya no era tan pequeña…
Como había sido la protegida de su madre, y por tanto había estado bajo la protección de su padre, también, esto normalmente la colocaría fuera de su alcance, de no ser porque tanto su padre como su madre estaban ahora muertos, y ella estaba aún allí, en su casa, una soltera establecida de su clase, y tenía… ¿cuántos? ¿Veintinueve años?
Entre los de su clase, bajo la evaluación de cualquiera, ella sería ahora pan comido, a no ser que… aunque Royce había desarrollado una inmediata e intensa lujuria por ella, ella no había mostrado ningún indicio de corresponder su interés; había parecido fría, tranquila, como si su presencia no le hubiera afectado.
Si hubiera reaccionado ante él como él lo había hecho ante ella, Minerva estaría allí ahora… más o menos como Royce la estaba imaginando, risueña y adormilada, con una sonrisa de satisfacción curvando sus exuberantes labios mientras yacía extendida, sin ropa, y completamente embelesada, en su cama.
Y él se estaría sintiendo mucho mejor de lo que se sentía ahora. La indulgencia sexual era la única distracción capaz de alejar la violencia de su temperamento, lo único capaz de adormecerla, de agotarla, de drenarla.
Dado que su temperamento estaba tan inquietamente excitado, y que buscaba desesperadamente una salida, no le sorprendía haberse fijado inmediatamente en la primera mujer atractiva que se había cruzado en su camino, convirtiéndose en un segundo en una lujuriosa pasión. Lo que le sorprendía era la intensidad, la increíble claridad con la que todos sus sentidos y todas las fibras de su ser, se habían concentrado en ella.
Posesiva y absolutamente.
Su arrogancia conocía pocas ataduras, aunque de todas las mujeres que alguna vez le habían llamado la atención… él había tenido la de ellas antes. Desear a Minerva y que ella no lo deseara a él, lo había desconcertado.
Desgraciadamente, el desinterés de la mujer y su consecuente estado de perturbación no había apagado su deseo por ella ni lo más mínimo.
Solo tenía que sonreír y aguantarse… continuar controlando su temperamento, negándole la liberación que buscaba, mientras ponía tanta distancia entre ellos como fuera posible. Ella era su ama de llaves, pero una vez que hubiera descubierto quién era su administrador, su agente y el resto de hombres que eran responsables de velar por sus intereses, podría reducir su contacto con ella.
Miró el reloj sobre la repisa de la chimenea. Habían pasado cuarenta minutos. Era el momento de acudir al estudio y acomodarse en él antes de que ella llegara para hablarle.
Necesitaría un par de minutos para acostumbrarse a la butaca tras el escritorio de su padre.
Caminando desde la sala de estar, levantó la mirada… y vio sus esferas armilares alineadas a lo largo de la repisa de la chimenea opuesta, con un espejo detrás que creaba el lugar de exposición perfecto. Examinó la colección, acariciando despreocupando con sus dedos a sus olvidados amigos de antaño, y se detuvo ante uno, con los dedos detenidos en una curva dorada mientras los recuerdos de su padre regalándoselo en su dieciocho cumpleaños se deslizaban a través de su mente.
Después de un momento, se liberó del recuerdo y siguió adelante, estudiando cada esfera con sus entrelazadas curvas de metal pulido.
Las criadas, e incluso los lacayos, se negaron a tocarlas por temor a que se desarmaran en sus manos.
Se detuvo y miró con mayor minuciosidad, pero no estaba equivocado. No solo había quitado el polvo a cada esfera; todas habían sido cuidadosamente pulidas.
Miró de nuevo la hilera de esferas, y después se giró y caminó hasta la puerta.
CAPÍTULO 02
Una armadura como la que ella necesitaba no era fácil de encontrar.
Miró el reloj de la habitación de la duquesa y se dijo a sí misma que solamente tenía que aguantar. Había pasado apenas una hora desde que había dejado a Royce; no podía esconderse para siempre.
Suspiró y se levantó, alisándose su vestido negro. Llevaría sus ropas de luto durante los siguientes tres meses; afortunadamente, el color le sentaba bastante bien.
Era un pequeño consuelo al que aferrarse.
Cogió los documentos que había preparado y se dirigió a la puerta. Royce debería estar en el estudio, ya acomodado; salió al pasillo, esperando haberle dado tiempo suficiente. Gracias a su encaprichamiento por él y a la consecuente observación minuciosa a la que lo había sometido siempre que habían estado en el mismo lugar (lo que abarcaba todo el tiempo que Royce había pasado en Wolverstone o en la mansión de Londres desde que él tenía catorce años, cuando ella se unió a la casa, a los seis años, y se sintió instantáneamente enamorada al posar sus ojos sobre él, hasta que cumplió los veintidós), lo conocía mucho mejor de lo que él seguramente se imaginaba. Y había conocido a su padre incluso mejor; los asuntos que tenían que discutir, las decisiones que Royce tendría que tomar aquel día, y los que siguieran, no serían fáciles, y seguramente tendrían un alto coste emocional.
En el momento del enfrentamiento en White's, Minerva estaba en Londres con su madre; ambas habían escuchado suficientes informes del altercado para tener una idea bastante clara de lo que había ocurrido en realidad, a pesar de las palabras que se dijeran. Dado el desconcierto de Royce al oír que su padre había mudado los aposentos ducales, no estaba totalmente segura de que él (Royce) tuviera una visión tan clara del antiguo debacle como ella. Además de cualquier otra cosa, en aquel momento había estado furioso. Aunque su intelecto era formidable, y su poder de observación por lo general era desconcertantemente preciso, cuando estaba bajo la furia de los Varisey sospechaba que sus facultades más elevadas no trabajaban del todo bien.
Las de su padre, ciertamente, no lo hacían, como aquel día había demostrado.
Sin embargo, era el momento de meterse en la boca del lobo. O, en este caso, de molestar al nuevo lobo en su estudio.
Los pasillos de la enorme casa estaban a menudo tranquilos, pero en ese momento el servicio trabajaba incluso más silenciosamente; ni siquiera sonidos distantes perturbaban la paz.
Caminó tranquilamente a través de aquella artificial quietud.
Había pasado la última hora convenciéndose a sí misma de que el inoportuno resurgimiento de su encaprichamiento había sido debido a la sorpresa… porque él había aparecido de repente y casi la había derribado. Que su reacción se debía únicamente a lo inesperado del sentimiento que habían provocado sus fuertes manos sobre sus hombros… y que después la había levantado, literalmente, de sus pies, y la había apartado.
Y que a continuación había seguido caminando.
Aquel era el punto clave que tenía que recordar… que todo lo que había sentido estaba en su cabeza. Mientras lo mantuviera allí, y él siguiera sin saberlo, todo iría bien. Solo porque su antiguo encaprichamiento (que ella creía muerto) hubiera elegido este tremendamente inconveniente momento para volver a la vida, no significaba que ella tuviera que recrearse en él. Tenía veintinueve años; era demasiado mayor para caprichos. Era, total e innegablemente, demasiado prudente para obsesionarse con un caballero, y menos con un noble (y ella conocía bien la diferencia) como él.
Si Royce llegaba a imaginarse siquiera su susceptibilidad, la usaría sin compasión para sus propios fines, y entonces ella y su misión estarían en graves problemas.
La puerta del estudio estaba justo delante. Jeffers estaba de pie, obedientemente, junto a ella. Al mirar la puerta cerrada, Minerva no se sorprendió del todo al sentir cierta cautela forjándose en su interior. La verdad era que… si fuera libre para hacer lo que quisiera, en lugar de actuar como la obediente ama de llaves de Royce y ayudarlo en su nuevo puesto, se hubiera pasado la tarde escribiendo cartas a sus amigos de la región preguntándoles si sería conveniente que les visitara. Pero no podía marcharse aún… aún no era libre para huir.
Había hecho una promesa… Dos promesas, en realidad, aunque eran la misma, de modo que era como si solo hubiese hecho una. Primero a su madre, cuando ésta murió tres años antes, y había hecho la misma promesa el domingo anterior, a su padre. Le pareció interesante (revelador, de hecho) que dos personas que no habían compartido demasiado durante los últimos veinte años hubieran tenido el mismo deseo al morir. Ambos le habían pedido que ayudara a Royce hasta que estuviera adecuadamente establecido como el siguiente duque de Wolverstone. Lo que pretendían decir con "adecuadamente establecido" estaba bastante claro: querían que se asegurara de que Royce estaba totalmente informado de todos los aspectos que concernían al ducado, y de que entendía y colocaba en su lugar todo lo que se necesitaba para asegurar su posición.
Así que, sobre todo, necesitaba verlo casado.
Este suceso marcaría el final de su deuda con los Varisey. Sabía cuánto les debía, y la obligación que tenía con ellos. Había sido una niña de seis años perdida (no pobre, porque tenía tan buena cuna como ellos, pero no tenía familiares que cuidaran de ella), y ellos se habían hecho cargo de ella, haciéndola una más de la familia en todos los aspectos excepto en el apellido, e incluyéndola de un modo que no tenía derecho a esperar. No lo habían hecho esperando nada de ella a cambio… y esa era una de las razones que la llevaban a cumplir los últimos deseos del duque y la duquesa al dedillo.
Pero, una vez que la esposa de Royce estuviera establecida como su duquesa, y fuera capaz de tomar las riendas que ella manejaba actualmente, su papel allí habría terminado.
Lo que haría a continuación, lo que haría de su vida, era una perspectiva que, hasta la noche del domingo anterior, no había meditado. Aún no tenía ni idea de lo que haría cuando su tiempo en Wolverstone llegara a su fin, pero tenía ahorros más que suficientes para mantenerse en el lujo al que, gracias a los Varisey, estaba ahora acostumbrada, y había un mundo entero más allá de Coquetdale y Londres para explorar. Todas eran excitantes perspectivas que tenía que considerar, pero eso lo haría más tarde.
Justo ahora tenía un lobo (posiblemente magullado, e inclinado a mostrarse agresivo), con el que tratar.
Se detuvo ante la puerta del estudio, saludó a Jeffers con una inclinación de cabeza, llamó una vez, y entró.
Royce estaba sentado detrás del enorme escritorio de roble. La mesa estaba tan limpia que resultaba poco natural, desprovista de los papeles y documentos acordes a lo que se espera del que debe ser el corazón administrativo de una propiedad tan grande. Tenía las palmas de sus manos de largos dedos posadas sobre el escritorio, y levantó la mirada cuando Minerva entró; durante un fugaz instante la chica pensó que parecía… perdido.
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