Minerva cogió los pliegues de su camisón, tiró de ellos y se lo quitó.
Royce estuvo sobre ella antes de que pudiera liberar sus manos. Con una ola de músculos la dejó acostada sobre la cama.
Antes de que Minerva pudiera parpadear estaba extendida, desnuda, sobre su espalda, sobre la colcha dorada y escarlata, con él encima de ella, y una pesada mano cerrada sobre las suyas sujetándola y dejándola con los brazos extendidos sobre su cabeza.
Se alzó sobre ella y colocó su cadera junto a la de Minerva; apoyándose en el brazo que mantenía sus manos cautivas, miró el cuerpo de la ama de llaves mientras esta yacía a la vista, desnuda y desvalida, para su deleite.
Para su posesión.
Levantó la mano libre y la colocó sobre su carne. La usó para excitarla de forma rápida, eficiente, implacable, hasta que ella se retorció, hasta que su cuerpo se arqueó y se elevó sin poder evitarlo bajo aquella mano demasiado conocida, anhelando, buscando.
Con la mano ahuecada entre sus muslos, ocupada en su resbaladizo e hinchado sexo, con dos largos dedos enterrados en su vagina profundamente, bajó la cabeza y posó su boca sobre un pecho.
Lamió, chupó, mordisqueó, y después atrajo el dolorido pezón hasta su boca y lo succionó tan ferozmente que, arqueando el cuerpo, Minerva gritó.
Liberó su torturada carne y la miró a la cara, atrapó sus ojos, e introdujo los dedos con fuerza en su interior… observó cómo jadeaba e instintivamente levantaba las caderas, queriendo, deseando, alcanzar la conclusión.
A través del latir de su corazón en sus oídos, escuchó que murmuraba algo profundo, oscuro y gutural… Minerva no pudo descifrar las palabras.
Su piel estaba tan dolorida, tan insoportablemente sensible, que parecía que estaba ardiendo… ardiendo totalmente con insaciable deseo. Habían pasado apenas unos minutos desde que Royce la había extendido sobre la cama, y ya la había reducido a aquello… a necesitarlo en su interior más de lo que necesitaba respirar.
Sus dedos se retiraron de ella. Minerva abrió los ojos que no sabía que había cerrado mientras él se movía sobre ella.
Minerva tiró, intentando liberar sus manos, pero Royce no se lo permitió.
– Después -gruñó.
Entonces su cuerpo bajó sobre el de Minerva y sus pulmones se quedaron paralizados.
Royce estaba desnudo hasta la cintura (el vello en su torso erosionaba sus pechos, manteniendo sus pezones dolorosamente erectos) pero aún tenía los pantalones puestos. La tela de lana, aunque estaba delicadamente trabajada, raspó la piel desnuda de sus piernas, y la hizo jadear mientras le arañaba el interior de los muslos cuando Royce, con sus piernas, separaba las de Minerva y colocaba sus caderas entre ellas.
La piel de su espalda ya estaba en carne viva, acariciada por la ruda textura de la colcha. Sus sentidos se tambalearon bajo el impacto concertado de tanta estimulación sensorial… de su peso clavándola a la cama, de la anticipación que aumentaba mientras sentía que él se movía entre sus muslos y liberaba su erección.
Colocó el amplio glande en su entrada, y después agarró su cadera y empujó con fuerza hacia ella. La llenó con una única y poderosa embestida, y después salió y la penetró de nuevo incluso más profundamente.
La sostuvo abajo y la cabalgó, con largas, poderosas y fuertes embestidas; cada empujón la movía en parte bajo él, cada centímetro de su piel, cada nervio, se erosionaba cada vez.
Royce la observó, observó su cuerpo ondulándose bajo el suyo, tomándolo en su interior, deseoso y aceptante. Contempló su rostro, vio la pasión rebasando el deseo, lo vio reunirse y atravesarla, capturarla en sus calientes volutas, los vio tensarse, agarrarse, dirigirse.
Esperó hasta que Minerva estuvo cerca del clímax. Liberó su cadera, cerró su mano sobre su pecho, bajó la cabeza y tomó su boca, la reclamó, la poseyó, allí, también, mientras su cuerpo se movía sobre el de ella.
Minerva llegó al orgasmo bajo él con más intensidad que nunca antes.
Jadeó, gimió mientras su mundo se fracturaba, pero el clímax siguió y siguió. Royce lo mantuvo así, introduciéndose con fuerza en su interior, haciendo que su cuerpo se moviera ligeramente contra la áspera tela, dejando que sus nervios ardieran incluso mientras la satisfacción interior la atravesaba.
No se parecía a nada que hubieran compartido juntos antes. Más evidente, y más poderoso.
Más posesivo.
Minerva no se sorprendió del todo cuando, después de derrumbarse, agotada y exhausta, aunque con los nervios y los sentidos vivos, aún vibrando, él aminoró el ritmo, y después se detuvo y salió de ella.
Abandonó la cama, pero Minerva sabía que no había terminado aún con ella; no había reclamado aún su liberación. Por los sonidos que le llegaron, Royce estaba ocupándose de sus pantalones.
Cerró los ojos y se quedó allí extendida, desnuda y satisfecha, sobre su cama, esperando. No había liberado las manos de su camisón, no había podido reunir aún la energía suficiente.
Y entonces él volvió.
Se arrodilló sobre la cama, agarró sus caderas, y la giró. Minerva se dio la vuelta, preguntándose cómo… Flexionando sus piernas, deslizó una enorme mano sobre el vientre de Minerva, y entonces levantó sus caderas y su espalda de modo que quedó arrodillada ante él. Con las manos aún atrapadas, él tiró de sus brazos para que pudiera apoyarse en sus antebrazos. Se presionó tras ella, con sus rodillas contra la parte de atrás de las de ella, y entonces Minerva sintió la hinchada cabeza de su erección empujando en su entrada.
A continuación, la penetró.
La penetró más profundamente que nunca. Minerva se estremeció y entonces él se retiró y la penetró de nuevo, acomodándose incluso más profundamente en su interior.
Minerva luchó por recuperar su aliento, y perdió todo el que había ganado cuando él la penetró de nuevo con fuerza.
Sosteniéndola contra su cuerpo, abierta e indefensa, marcó un firme ritmo que hizo que tuviera que agarrarse a la colcha mientras él la embestía, y entonces varió la velocidad, luego la profundidad, luego el movimiento de sus caderas, acariciando de algún modo su interior.
Minerva habría jurado que lo había sentido en la garganta.
No estaba segura de que fuera a sobrevivir a aquello, no a aquel grado de escalofriante intimidad. A aquel grado absoluto de posesión física. Podía sentir el trueno en su sangre, podía sentir la ola de caliente necesidad y desesperación física levantarse y edificarse.
Cuando rompiese los arrastraría a los dos.
Jadeando frenéticamente, Minerva se aferró a la realidad cuando él se apoyó contra ella, con un puño hundiéndose en la cama junto a su hombro. Aún mantenía sus caderas arriba, sujetándola, manteniéndola cautiva para su implacable penetración.
Su vientre se curvó sobre la parte de atrás de sus caderas; Minerva podía sentir el calor de su pecho a lo largo de su espalda mientras Royce inclinaba la cabeza. Su aliento cortó su oído, y después se hundió en la curva de su cuello.
– Déjate llevar.
Minerva escuchó esas palabras desde muy lejos; sonaban como un ruego.
– Deja que ocurra… déjate llevar.
Escuchó que su respiración se detenía, y después se presionó profundamente en su interior, sus embestidas se hicieron más breves hasta que apenas se retiraba de ella.
El orgasmo la golpeó con fuerza, en tantos niveles, que gritó.
Su cuerpo parecía vibrar, y vibrar, y vibrar con las sucesivas olas de gloria, cada una de ellas más brillante, más nítida, más resplandeciente mientras la sensación se movía en espiral, entraba en erupción, se escindía, y después parpadeaba a través de cada nervio, se hundía y se mezclaba bajo cada centímetro de sensibilizada piel.
La terminación nunca había sido tan absoluta.
Royce la sostuvo a través de ella. Su erección se hundió más profundamente en el interior de su convulsionada vagina, sintió cada onda, cada glorioso momento de su liberación; con los ojos cerrados la saboreó, saboreó a Minerva, saboreó la realización que encontró en su cuerpo, y en ella.
Su propia liberación lo llamaba, lo tentaba, lo atrapaba, pero aunque había querido tomarla así, aún quería más.
Codiciosamente, pero…
Necesitó un esfuerzo para contener su excitado y hambriento cuerpo, para aminorar gradualmente la velocidad de sus profundas aunque cortas embestidas hasta que se quedó inmóvil en su interior. Se tomó un último momento para deleitarse en la sensación de su vagina agarrando su erección a lo largo de toda su rígida longitud, el ardiente guante de terciopelo que era la fantasía de todos los hombres.
Solo cuando estuvo seguro de que tenía su cuerpo bajo control se arriesgó a salir de ella.
Abrazó su cuerpo con una mano, y con otra quitó las colchas, y después la levantó y la tumbó boca arriba. Su delicada y sonrosada piel se sintió aliviada por la fría seda de sus sábanas.
Se sentó sobre sus tobillos y la miró, con una primitiva parte de su psique deleitándose en ella. Fijó esa imagen en su mente… su cabello que era un arrugado velo de seda extendido sobre sus almohadas, su lujurioso cuerpo lacio y saciado, su piel aún sonrosada, sus pezones aún erectos, sus caderas y sus pechos portando las marcas delatoras de su posesión.
Exactamente como siempre había querido verla.
Inclinó la cabeza ligeramente sobre las almohadas; desde sus largas pestañas, sus dorados ojos brillaron cuando vio a Royce estudiándola. Su mirada recorrió lentamente su cuerpo.
Entonces Minerva levantó una mano, la extendió, y cerró sus dedos sobre su dolorosa erección. Lo acarició lentamente hacia abajo, y después hacia arriba.
Entonces lo liberó, se acomodó en los cojines, extendió los brazos hacia él, y separó las piernas completamente.
Él acudió a ella, entre sus brazos, se colocó entre sus muslos separados, y se hundió, tan fácilmente en su cuerpo, en su abrazo.
Allí donde pertenecía.
Ya no había duda de eso; enterró su rostro en el hueco entre su hombro y su garganta y con largas y lentas embestidas, se entregó a ella.
Sintió que ella lo aceptaba, con sus brazos rodeando sus hombros, y las manos extendidas sobre la espalda, sus piernas elevadas para agarrar sus costados mientras él inclinaba sus caderas y se introducía en ella aún más profundamente.
Mientras ella se abría a él, para que pudiera perderse en su interior incluso más profundamente.
Su orgasmo lo recorrió con largas y vibrantes oleadas.
Con los ojos cerrados, Minerva lo abrazó, sintiendo la dorada dicha de tal apasionada intimidad fluir y desbordarla. Y supo en su corazón, en su alma, que dejar que Royce se marchara iba a terminar con ella.
Iba a devastarla.
Siempre había sabido que aquel sería el precio por enamorarse de él.
Pero lo había hecho.
Podía maldecir su propia estupidez, pero nada cambiaría la realidad. Su realidad juntos, lo que significaba que se separarían.
El destino no se cambia con facilidad.
Royce se derrumbó sobre ella, más pesado de lo que hubiera imaginado, pero Minerva encontró su peso curiosamente consolador. Como si su anterior rendición física quedara equilibrada con la de él.
El calor combinado de sus pieles se disipó y el aire de la noche sopló sobre sus pieles. Retorciéndose, se las arregló para coger el borde de la colcha y, tirando, consiguió subirla hasta que los cubrió a ambos.
Cerró los ojos y dejó que la familiar calidez la envolviera, pero cuando él se agitó y se apartó de ella, Minerva estaba totalmente despierta.
Royce lo notó. La miró a los ojos, y después se dejó caer en los cojines junto a ella, extendió la mano para atraerla hacia él, hacia su lado, su cabeza sobre su hombro.
Así era como dormían normalmente, pero mientras ella lo dejaba envolverla en sus brazos, ella se incorporó para poder mirarlo a los ojos.
Al hacerlo, sintió cierta cautela, aunque, como siempre, su rostro no mostraba nada.
Se recordó a sí misma que estaba tratando con un Varisey (uno desnudo, además), y que por tanto las sutilezas eran un desperdicio, así que fue directa a la pregunta que quería hacer.
– ¿Qué ha pasado con tu regla de las cinco noches?
Royce parpadeó. Dos veces. Pero no apartó la mirada.
– Eso no se aplica a ti.
Minerva abrió los ojos de par en par.
– ¿Sí? ¿Y qué regla se aplica a mí? ¿La de las diez noches?
Los ojos de Royce se entornaron parcialmente.
– La única regla que se aplica a ti es que mi cama (esté donde esté) es la tuya. No hay ningún otro sitio donde vaya a permitirte dormir, excepto conmigo -Levantó una oscura ceja, abiertamente arrogante. -¿Está claro?
Minerva lo miró fijamente a sus oscuros ojos. No era tonto; él tenía que casarse… y ella no se quedaría allí; Royce lo sabía.
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