Al llegar a la puerta, la abrió, entrando a toda prisa en su interior, chocándose contra el pecho de él.
Sus manos rodearon sus hombros, intentando evitar que se cayera, mientras que la puerta se cerraba sola tras ella. El la miró con gesto molesto.
– ¿Dónde…?
Ella alzó una mano.
– Si te interesa saberlo, he estado charlando con las esposas de tus amigos.
Minerva se deshizo de su agarre, echándose hacia atrás, y se desabrochó el vestido.
– Ve al dormitorio, te seguiré en cuanto me sea posible.
Él dudó un momento.
Minerva tenía la impresión de que él quería ayudarla con su vestido, pero parecía que no se fiaba de sí mismo. Le despidió con un movimiento de mano.
– ¡Vete! Cuanto antes lo hagas, antes llegaré yo.
La puerta se cerró tras él silenciosamente, al mismo tiempo que Minerva recordaba que tendría que haberle avisado para que no se desnudara.
– ¡Maldita sea! -dijo mientras luchaba con sus lazos, dándose aún más prisa.
No era feliz en absoluto. Había pasado las últimas semanas deambulado de aquí para allá sin ninguna satisfacción real.
A lady Ashton le había llevado más de lo que esperaba el llegar hasta allí, y luego, en lugar de crearle dificultades a Royce, no había hecho la más mínima escenita. Encima, aquella mujer había, aparentemente, aceptado su día de permiso sin tan siquiera coger una pataleta. ¡Demonio, ni siquiera se contrarió!
Eso era una cosa, pero el que lo rechazara a él era otra muy diferente.
Furioso, fue andando hacia el ala oeste, metiéndose entre las sombras del pasillo que llevaba al torreón de homenaje.
El había ido a su habitación suponiendo que, ya que Royce había rechazado compartir la cama de ella, un hecho del que ella se había dado cuenta cuando ante su sutil pinchacito, Susannah había reaccionado. Después de todo aquello, la deliciosa lady Ashton sería mucho más dócil. Tenía una boca con la que había fantaseado desde que había fijado su interés en ella.
En lugar de eso, la encantadora condesa había rehusado dejarle pasar de la puerta. Dijo padecer una migraña, y dejó clara su intención de marcharse al día siguiente, por lo que necesitaba dormir esa misma noche.
El apretó sus dientes. Que le embaucaran de aquella manera con aquellas excusas tan tontas le hacía hervir la sangre. Decidió volver a su habitación a por un buen trago de brandy, pero en realidad necesitaba algo más potente que el alcohol para borrar la afabilidad de lady Ashton.
Ella lo había mirado, y lo había despachado tranquilamente, como si no mereciera sustituir el lugar de Royce.
Para lograr apartarse aquella imagen, necesitaba algo para reemplazarla. La imagen de Susannah, la hermana preferida de Royce, de rodillas ante él. El la miraría desde arriba, primero de frente, luego desde atrás, mientras ella estaba totalmente a sus órdenes. Si la empujaba con la suficiente fuerza, podría hacer que olvidara a la condesa. Imaginando que le haría a la hermana de Royce lo que tenía planeado hacerle a la amante de Royce, cruzó el pasillo. La habitación de Susannah estaba en el ala este.
Pasaba una de las profundas troneras de las murallas de la torre cuando el sonido de una puerta abriéndose apresuradamente le hizo meterse entre las sombras, ocultándose.
Guardando silencio, esperó a que pasara quienquiera que fuera el que hubiera salido por la puerta.
Unos pasos ligeros pasaron junto a él. Era una mujer, con prisa.
Pasó junto a uno de los ventanucos de la tronera, y la luz de la luna acarició su pelo. Era Minerva.
Verla con aquella prisa no le sorprendió, incluso a aquellas horas de la noche. Verla con aquella prisa en camisón, con una capa ligera sobre los hombros, sí lo hizo.
Salió de entre las sombras y la siguió guardando las distancias, deteniendo su respiración cuando ella se dio la vuelta hacia el pequeño pasillo que llegaba a los aposentos ducales. Llegó a la esquina a tiempo de echar un vistazo alrededor y ver cómo abría la puerta hacia la sala de descanso de Royce.
Silenciosamente, la cerró a su espalda.
A pesar de las obvias implicaciones, no podía creerlo. Así que esperó. Esperó para verla salir con Royce, ya que la habría llamado para tratar algo de suma urgencia, pero…
¿En camisón?
Un reloj en alguna parte marcó los cuartos. Se pasó allí mirando la puerta otros quince minutos, pero Minerva no salió de la habitación.
Aquella era la razón por la que Royce había hecho que la condesa se fuera.
– Bien, bien, bien, bien… -dijo, curvando sus labios en una sonrisa. Y con eso, se dio la vuelta, y se encaminó hacia la habitación de Susannah.
CAPÍTULO 18
Minerva se detuvo dentro de la sala de estar de Royce para coger aire y templar sus nervios. Una sombra en la habitación cambió de forma. Sus sentidos se aguzaron de repente.
Royce surgió de la penumbra, dejando atrás las sombras. Quitándose su capa, y el chaleco. Iba descalzo, pero aún tenía puesta camisa y pantalones. Soltó una copa vacía en una mesita auxiliar.
– Ya era hora.
No es que estuviera de mal humor, pero puso énfasis en cada una de las palabras a medida que se iba acercando a ella.
– Ah… -dijo, captando el mensaje, pero levantando las manos para mantener las distancias.
Aun así, él llegó a su lado, pero no hizo lo que ella esperaba. Sus manos la agarraron por detrás de la cabeza, la inclinó hacia atrás y bajó la suya para capturar su boca con sus labios.
Aquel beso la sobrecogió rebasando todos los límites, sumergiendo cualquier vestigio de racionalidad que le quedara en la marea ardiente del deseo. La pasión se desató. Las llamas del fuego de la atracción les lamieron, chisporroteando, hambrientas.
Ella, como siempre, cayó en la delicia de sentirse deseada con tanta fuerza, de aquella manera, a aquel nivel. Sus manos se cerraron tras su cabeza, mientras que su boca, sus labios, su lengua, la reclamaban y la poseían, vertiendo tal cantidad de pasión desenfrenada, de deseo desatado, a través de ella, que no hizo sino hundirla en el placer, para que ella instantáneamente respondiera con el cimbreo de su cuerpo.
Sus manos apretaron su torso, a través de la fina tela de su camisa, y sintió el calor de su cuerpo, y su dureza. Implacable, exigiendo, casi dirigiéndola, sintiendo que él era todo llamada y lujuria.
A través de su toque y la sujeción de sus manos, sorprendentemente, parecía que la deseara aún con más pasión que la noche anterior. Lejos de menguar, aquella ansia se fue asentando gradualmente, y el apetito de ambos tan solo creció y creció. De manera escalada, y profunda. Sus dedos se introdujeron por su camisa, besándole de nuevo, con una intensidad ecuánime al primero. Si parecía que él jamás podría saciarse de ella, a ella le ocurría lo mismo.
Aquel pensamiento le hizo recordar qué era lo que necesitaba en horas nocturnas. Qué era lo que más deseaba de él. Las otras le habían dado direcciones, no instrucciones. Ya sabía lo que tenía que conseguir, así como también sabía que tendría que improvisar.
¿Pero cómo?
Antes de tan siquiera poder pensarlo, Royce llevó la mano hasta su cabeza, extendiendo con sus manos el cabello de Minerva, para dejar que se entremetiera entre sus largos dedos. La capa de Minerva se deslizó de sus hombros, cayendo para formar un montón de tela detrás de ella. El se apartó de aquel dominante beso para tocar su cuerpo, justo en el momento en el que ella se estaba quedando sin tiempo para planificar su próximo movimiento.
– ¡No! -dijo dando un paso atrás, empujando con su mano el torso de él, intentando zafarse de su abrazo.
El paró, y la miró.
– Hoy quiero ser yo la que lleve el paso en este baile.
Aquel fue un punto crítico; tenía que dejarla hacer a ella, aceptar el rol pasivo, en lugar del dominante, cederle las riendas voluntariamente… y dejar que ella fuera la que condujera.
El nunca había compartido las riendas con ella, no por voluntad propia. Le había dejado explorar, pero siempre bajo su supervisión y permiso, por un tiempo limitado, todo sujeto a sus reglas. El era un señor feudal, un rey de sus dominios; ella nunca esperaría que él hiciera algo parecido a aquello.
Pero aquella noche ella le estaba pidiendo, exigiendo, que no compartiera, sino que cediera su corona. Aquella misma noche, en su habitación, en su cama.
Royce entendió muy bien qué era lo que le estaba pidiendo. Algo que nunca le había concedido a otra, y que nunca concedería, ni tan siquiera a ella, si tuviera opción, pero no era muy difícil de imaginar de dónde había sacado ella aquella idea, ni lo que, tanto en su mente como en la de las que le habían aconsejado, significaba. En resumen, lo que significaría aquella capitulación.
Y habían acertado de pleno.
Lo que significaba que no tenía opción. No si quería que ella llevara su diadema de duquesa.
El deseo ya se había encerrado en su cuerpo. Sentía como crecía en su interior, como su mandíbula se tensaba mientras mantenían la mirada, forzándole a asentir.
– Está bien.
Ella parpadeó. De todas formas, ella quería que dejara de cogerla siempre en brazos para llevarla hasta la cama. Podría desquebrajar su determinación y su discernimiento, pero aquella era una prueba, una que tendría que pasar. Apartándose, extendió ambos brazos.
– Bueno, ¿y ahora qué?
La parte más cerebral de él estaba intrigado por ver qué es lo que ella haría a continuación.
Ella, sintiendo aquel desafío tan sutil, entrecerró sus ojos, le cogió una mano, y tiró de él hacia su dormitorio.
La mirada de Royce se clavó en sus caderas, con aquel suave bamboleo que marcaban bajo la casi traslúcida popelina de un camisón blanco resplandeciente. Ninguno de sus otros camisones era tan provocativo como aquel, con aquellas largas y entalladas mangas, y aquel cuello cerrado con botones hasta su barbilla con pequeños botones, le parecía extremadamente recatado… y erótico.
Ya que conocía tan bien el cuerpo que había bajo aquel camisón, que aquella envoltura tan cerrada tan solo disparaba su imaginación al pensar qué era lo que ocultaba.
Ella lo condujo hasta el pie de su cama.
Soltándole, lo empujó sin mediar palabra para que cayera de espaldas, con sus muslos justo al borde del colchón. Ella lo posicionó en el centro de la cama de cuatro postes, y, agarrándole un brazo, se lo levantó, haciendo que su mano se posara contra la talla que tenía el poste más cercano de uno de sus lados.
– Agárrate ahí, y no te sueltes.
Hizo lo mismo con el otro brazo, poniéndole la mano a la altura del hombro, contra el otro poste tallado. La cama era ancha, pero sus hombros también, y sus brazos igualmente largos. Podía llegar a ambos brazos con facilidad.
Ella luego dio un paso hacia atrás, viendo la estampa, y asintió.
– Bien, así está bien.
¿Para qué? El estaba profundamente intrigado en lo que ella tenía planeado. En todo lo que llevaba ya recorrido en este campo, nunca había considerado nada desde la perspectiva de la mujer. Aquella era una experiencia totalmente nueva, inesperadamente intrigante, intrigante de una manera muy poco usual.
El ya estaba excitado desde el momento que había cerrado sus manos alrededor de su cabeza, desde que sus labios se habían encontrado. El la hubiera tomado contra la puerta de su sala de descanso si ella no lo hubiera detenido, y a pesar de que finalmente lo hizo, aquella peculiar proposición que había realizado hacía que el fuego de su sangre no se hubiera apagado.
Ella lo tenía atrapado en más de una manera.
– No debes soltarte de esos postes bajo ninguna circunstancia, no hasta que yo te deje ir.
Dándose la vuelta, se alejó de él, y el fuego de su interior ardió aún con más fuerza. La siguió con la vista a lo largo de toda la habitación, percatándose de cómo su hambre iba en aumento. La curiosidad se equilibró llegado a cierto nivel, dejándolo esperar con un gesto de paciencia.
Avanzando hasta donde él había dejado sus ropas colgadas en una silla, se agachó para rebuscar entre ellas, para luego enderezarse de nuevo.
El claro contraste entre las sombras que inundaban la habitación y la blancura de la luz de la luna iluminándolo como si fuera un foco le impedían ver qué era lo que ella traía en sus manos hasta que estuvo cerca.
Su pañuelo, metro y medio del más fino y blanco lino. Instintivamente, cargó su peso en sus talones, para salirse de la cama.
Ella se detuvo, mirándolo a los ojos, esperando; entonces él rectificó, echándose de nuevo hacia atrás, y agarrando los postes más firmemente.
Ella soltó un pequeño "humph" de desaprobación y caminó hasta ponerse en uno de los lados de la cama. Los edredones produjeron un pequeño ruido mientras ella se subía, y luego se hizo el silencio. Ella estaba en la cama, un poco apartada de él, haciendo algo. Su mirada no estaba puesta sobre él.
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