Minerva no podía borrar la sonrisa de su rostro. El era quien era manipulador hasta los huesos. Había dispuesto ante ella de manera muy elocuente lo que él sabía que sería el mayor atractivo que pudiera ofrecer… pero también era sincero. Total e indiscutiblemente, estaba hablando desde su corazón.
Si necesitaba de más prueba para convencerse, tener fe y seguir adelante, y de que podía aceptar aquel trato y convertirse en duquesa, ya las había conseguido. Todo lo que le había dicho estaba basado en el "afecto". Creyó que sus palabras eran sólidas, tan inamovibles como los cimientos de la torre en la que estaban.
Ella ya sabía que aquella emoción ya vivía, retenida, pero fuerte y llena de vida, en su interior. Para asumir aquel sino, aquel desafío, destino que le ofrecían tan libremente, y que jamás se hubiera atrevido siquiera a imaginar.
Dándole la vuelta, la miró al rostro, fijamente a sus oscuros ojos. Eran tan indescifrables como siempre, pero sus labios se torcieron en una mueca.
– Sé que no debería… que no debería presionarte -dijo sosteniéndole la mirada. -Sé que necesitas tiempo para asimilar todo lo que he dicho, todo lo que ha pasado entre nosotros, pero me gustaría que supieras cuánto significas para mí, para que así, tu deliberación se realizara… de manera completa.
Ella sonrió ante aquello. A pesar de su indudable inteligencia, todavía no se había dado cuenta de que el amor no necesitaba de largas horas de meditación.
Él le devolvió la sonrisa.
– Y ahora, te voy a dejar todo el tiempo del mundo para que decidas. No diré más, no hasta que me digas que quieres volver a hablar sobre este tema.
Bajando su cabeza, acarició muy levemente sus labios con ternura.
No era algo que pretendiera, pero en su tono ella percibió algo que le recordó que, en un hombre como aquel, concederle tiempo era todo un regalo.
Su declaración impactó de lleno en su mente. Aquel presente no solicitado, y totalmente innecesario, merecía sin embargo un reconocimiento. Viendo cómo sus labios se separaban, ella se puso de puntillas, presionando sus labios contra los de él. Estaban solos, nadie podía verlos.
Alzado sus brazos, envolvió su cuello con ellos, apretándose aún más contra él. Las manos de él se deslizaron hasta su cintura, sosteniéndola durante un instante. Luego rió levemente, inclinando su cabeza, y dándole un beso aún más profundo.
Y se dejó caer, en ese placer que era el deseo mutuo.
Por un largo rato, se saborearon el uno al otro, intercambiando la calidez de sus cuerpos, aquel bienestar inherente.
Inmediatamente, el fuego de la pasión se apoderó de ellos.
Ninguno de los dos lo había invocado, pero de repente, las llamas aparecieron, lamiendo lujuriosamente sus cuerpos, tentándolos, atrayéndolos…
Ambos estaban excitados, sintiéndose, viendo cuál era la dirección que tomaba el otro.
Ambos se rindieron, agarrándose, apresándose.
Las manos de él se movieron rápidamente, acariciando su espalda con un toque de seguridad y pasión. Ella hundió sus manos en su pelo, sujetándolo mientras se daban un voraz beso, mientras le exigía más y más.
Amasando sus pechos, besándola lentamente, la aprisionó contra los inquebrantables muros de las almenas.
En necesidad mutua, su sangre hervía, y mientras ella depositaba sus manos en sus ingles, él le levantaba las faldas. La pasión mutua los estaba dejando sin aliento, hambrientos, y mientras él la alzaba, sujetándola contra la piedra, hundiéndose en ella, y luego profundizando aún más.
El placer de ambos los atrapó, respirando a bocanadas, pecho contra tórax, y así se quedaron, paralizados, frente contra frente, compartiendo hasta la misma respiración, mientras sus lujuriosas miradas se cruzaban, bebiendo de la exquisita sensación que producía aquella unión, dejando que los empapara hasta los mismos huesos.
Luego él cerró sus ojos, y rugió, mientras ella gemía, buscando cada uno los labios del otro, dejando que una rendición mutua se batiera sobre ellos, atrapándolos.
Un pequeño chasquido fue toda la advertencia que pudieron percibir.
– ¡Dios mío!
Aquella exclamación fue como si les hubieran tirado un jarro de agua helada sobre ellos.
Al grito le siguieron un coro de suspiros, y otras expresiones de aturdimiento.
Con la cabeza levantada, y la espalda en un rictus, Royce pensó más rápido que nunca en su vida.
Mujeres, damas, y un número indeterminado de personas, estaban apilados en la puerta por la que ellos habían entrado, a unos cuatro metros de distancia.
Alguien los había llevado hasta allí, pero aquello no era ahora mismo su principal preocupación.
Sujeta entre sus brazos, apoyada en una mano que la estaba sujetando por el trasero, y en el hecho de que la tuviera profundamente penetrada, Minerva estaba totalmente rígida. Sus manos estaban cerradas en dos puños en las solapas de él, con su cabeza oculta en su pecho.
El se sentía como si le acabaran de dar un golpe con una maza de combate.
Sus hombros, anchos, impedían que las mujeres que estaban tras él pudieran ver a su acompañante, al menos no su rostro, ni su cuerpo. Lo que sí podrían ver era su recogido, con un delator adorno hecho de espigas blancas, sobre el hombro de él, y aún más irrecusable, las inconfundibles medias que se sujetaban alrededor de los muslos de él.
No habría manera de disimular la situación, en absoluto.
Un beso ya hubiera sido suficientemente malo, pero aquello ya…
Tan solo había una manera de proceder.
Dejando libre a Minerva de su asidero, él se apartó de ella. Dada su envergadura, se precisó de una maniobra que incluso viendo el espectáculo desde atrás, no dejó duda de lo que estaban haciendo. Sus rodillas se deslizaron por sus muslos hasta posarse en el suelo, mientras sus faldas volvían a su sitio.
– No te muevas -le dijo él en un murmullo, abrochándose rápidamente los botones de sus pantalones.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, totalmente aturdida.
Sin prestarle atención al grupo de personas, él inclinó su cabeza, besándola firmemente, para luego ponerse totalmente firme y encararse a su destino.
Su expresión era fría, su mirada, puro hielo, y con ella, se encaminó hacia el grupo de damas, las cuales tenían los ojos como platos, con una mano en el pecho y una expresión tan pasmada como la de Minerva… excepto la de Susannah. Ella se mantenía atrás del todo, mirando a través de los demás.
Centrándose de nuevo entre aquellas que estaban delante del grupo, compuesto en su mayoría por las hermanas de sus amigos de Londres, respiró hondo, y luego dijo lo que tenía que decir:
– Señoras, la señorita Chesterton acaba de concederme el honor de convertirse en mi esposa.
– ¡Bueno! ¡Es la señorita Chesterton! Fuera lo que fuera que hayan pensado los otros -dijo Caroline Courtney, llena de anhelo, mientras circundaba la mesa de billar, haciendo llegar las nuevas noticias. Con los otros hombres presentes, la mayor parte primos de Royce, él se detuvo, atento mientras Caroline soltaba de manera abrupta y precipitada todos los jugosos detalles de cómo Royce y su ama de llaves habían sido pillados in fraganti en las almenas.
– No hay duda en absoluto -les aseguró. -Todos lo vimos.
El, sin embargo, frunció el ceño al oírla.
– ¿Estáis segura de que Royce ya había decidido casarse con ella?
Caroline se encogió de hombros.
– ¿Quién puede decirlo? Lo decidiera cuando lo decidiera, ella es la elegida para el casamiento.
También suspicaz, Gordon afirmó:
– No puedo creer que Royce se haya dejado atrapar de esa manera -Luego, dándose cuenta de lo que había dicho, enrojeció: -No quiero decir que Minerva no pueda ser una duquesa más que aceptable…
Sonrió, dándole las gracias a Susannah. Por fuera, permaneció tranquilo, para luego volver a la mesa y saborear su victoria.
Las noticias viajarían a Londres tan rápido como el cartero pudiera llevarlas. Tan sólo necesitaba levantar un dedo.
Así que ahora, Royce se iba a casar con su ama de llaves, o se veía forzado a casarse con ella, mejor dicho, y aquello no le gustaba. Y aún peor serían los rumores, los susurros tras las sonrisas sarcásticas, las risas del disimulo, las insanas especulaciones en contra de la duquesa.
Inevitables en la alta sociedad.
Y a Royce, todo aquello tampoco le gustaría en absoluto.
Sonriendo, se inclinó sobre la mesa y golpeó una de las bolas, metiéndola limpiamente en la tronera. Luego se alzó de nuevo, y lentamente, dio un rodeo a la mesa, sopesando las posibilidades.
En la sala matinal de la duquesa, Letitia miraba cómo Minerva iba de un lado a otro.
– Entiendo que fuera la última cosa que quisieras que hubiera pasado, pero créeme, en esas circunstancias, no había nada que pudieras haber hecho.
– Lo sé.
Habló en un tono cortante, luego giró sobre sus talones.
– Estaba allí, y fue horrible.
– Toma -Penny le pasó un vaso con al menos tres dedos de brandy. -Charles asegura que esto suele ayudar -dijo tomando un sorbo del vaso, -y creo que tiene razón.
Minerva cogió el vaso, tomando un largo trago, sintiendo cómo aquel líquido abrasador atravesaba su garganta, pero luego, el calor se extendió por su cuerpo, derritiendo algún témpano de su helada furia.
– ¡Me siento tan inútil! ¡Ni siquiera puedo pensar!
– Viniendo de una Vaux, aquella escena hubiera sobrepasado todas mis capacidades histriónicas.
Letitia también estaba tomándose un brandy a pequeños sorbos. Sacudiendo la cabeza, continuó:
– No había nada que pudieras haber hecho para que no ocurriera lo que ocurrió.
Estando más alterada de lo que nunca hubiera estado nunca, Minerva ni recordaba haber dejado las almenas. Con una voz de la que se hubieran podido ver caer carámbanos de hielo, Royce había hecho saber a las allí congregadas, sin ninguna sutileza, que aquellas almenas, y el torreón entero, eran una zona privada. Inmediatamente, todos se apresuraron a dejar el lugar bajando las escaleras con bastante celeridad. Una vez se fueron, se dio la vuelta, y, tomándola de la mano, la llevó abajo, trayéndola hasta allí.
Ahora ella estaba temblando… de rabia.
Estaba incandescente de furia, pero, como era normal, poco se veía en el exterior. Él la besó ligeramente, apretando su mano.
– Espera aquí-le dijo, para luego marcharse.
Minutos después, Letitia llegó, muy preocupada, dispuesta a darle consuelo y ayudarla. Había sido una persona que la escuchaba cuando Minerva tenía que desahogarse, negándose en redondo a no oír todo lo que ella tenía que contarle, sobre todo, aquel momento supremo cuando ella aceptó a Royce, rindiéndose a su amor.
Penny se había unido a ella hacía tan solo unos minutos, portando una bandeja con una botella de brandy y cuatro vasos. Había escuchado durante un rato, pero ahora había dejado la bandeja en la mesa, y apuró uno de los vasos.
La puerta se abrió, y Clarice entró. Penny le pasó un cuarto vaso. Clarice se lo agradeció asintiéndole con la cabeza, y mientras lo tomaba a sorbos, se sentó en el sofá que estaba frente a Letitia. Ella las miró a los ojos.
– Entre nosotros, Royce, Penny, Jack y yo, y, para más sorpresa, Susannah, creo que hemos logrado aliviar las cosas. Hemos dicho que nosotras tres ya sabíamos de la existencia del compromiso, lo que, dado tu estado esta mañana, y lo que naturalmente le siguió, es verdad, y también hemos dicho que, de hecho, es por lo que estamos aquí, para ser testigos del compromiso ante las grandes damas.
Minerva frunció el entrecejo, y tomó otro sorbo.
– Recuerdo a Royce murmurando algo sobre retorcerle el cuello a Susana. ¿Entonces no fue ella la que llevó a las damas hasta las almenas? Si en verdad fue ella y no lo hace él, lo haré yo misma.
– Sí, lo hizo -dijo Penny, -pero créeme o no, creyó que estaba ayudando. Creía que era la ayudante de Cupido, o algo así-dijo Penny encogiéndose de hombros.
Minerva sonrió.
– Ella y yo estamos ahora mucho más unidas que cuando éramos jóvenes. Siempre nos hemos llevado bien, pero ahora, nuestra conexión ha quedado un poco… distanciada.
Suspirando, se dejó caer al sofá que estaba junto al de Letitia.
– Supongo que eso lo explica todo.
Charles tenía razón. El brandy ayudaba, pero la furia todavía surcaba sus venas. Gracias a Susannah, Royce y ella habían perdido lo que hasta entonces había sido un maravilloso momento.
– ¡Maldición! -dijo enfadada tomando otro sorbo.
Gracias a Dios, el incidente de las almenas y sus consecuencias no habían cambiado nada de aquello. Literalmente, le daba las gracias a Dios por haber podido ordenar sus pensamientos. Si ella no hubiera…
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