Letitia se puso en pie.

– Tengo que ir a hablar con Royce.

– ¿Sabes? -dijo Clarice. -Siempre he pensado que nuestros maridos lo trataban con un respeto que, en cierto modo, era casi exagerado, como si fuera alguien con más poder, más habilidad, de la que tal vez nadie pudiera tener, pero después de verlo actuar antes, ya no pienso así en absoluto -dijo levantando las cejas.

– ¿Actuó con mucha furia? -preguntó Letitia.

Clarice lo consideró antes de contestar.

– Casi. Fue como si todo el mundo de repente recordara el emblema de la familia Wolverstone, y de que la figura representada tenía dientes.

– Bueno -dijo Penny, -creo que tenía todo el derecho a ponerse así.

– Y puedes apostar a que lo hizo -contestó Letitia, -y ahora soy yo la que tiene que enfrentarse al lobo.

– Está encerrado en su estudio -le dijo Clarice. -Cuidado con sus ladridos.

– Ladrará, pero no creo que vaya a morder. Al menos, a mí no -dijo Letitia antes de detenerse en la puerta. -O al menos, eso espero.

Y con aquel comentario, abandonó la sala.


Minerva miró con gesto preocupado el vaso, ya medio vacío, y luego lo dejó sobre la mesa. Pasado un momento, se levantó y tiró de la campanilla de servicio. Cuando uno de los sirvientes llevó a la sala, le dijo:

– Por favor, informe a lady Margaret, lady Aurelia y lady Susannah que deseo hablar con ellas. Aquí. Ahora.

El criado hizo una reverencia, más baja de lo normal. Seguramente, ya sabría del cambio de papel del ama de llaves. Seguidamente, se retiró.

Atendiendo ahora la inquisitiva mirada de Clarice, Minerva sonrió.

– Creo que es el momento de que me ocupe de mis quehaceres. Aparte de todo, tengo una boda ducal que organizar, y los festejos terminan mañana por la noche.

Royce estaba juntó a la ventana cuando Jeffers entró, anunciando a Letitia, dándose la vuelta cuando ella finalmente entró.

– ¿Qué tal está Minerva?

Letitia arqueó una ceja.

– Bastante alterada, por supuesto.

El enfado que había mantenido a raya, bien aferrado en su interior, surgió ante la confirmación de lo que ya temía.

Se giró de nuevo para mirar sus dominios sin prestarles atención realmente. Después de un rato, en el que Letitia, sabiamente, guardó silencio, él habló:

– Se supone que no debería haber pasado nada de esto.

Cada palabra iba recubierta de una ira fría y cortante.

Aquellas mismas palabras que habían estado resonando en la cabeza de Royce mientras volvía a Wolverstone, después de tantos años.

Cuando volvió a casa, para enterrar a su padre.

Pero en esta ocasión, la ira era aún mayor.

– No puedo creer, ni entender, por qué Susannah ha hecho una cosa como esta, incluso creyendo, tal y como ella afirma, que lo que intentaba hacer era ayudar.

Ese era otro hecho que lo estaba carcomiendo por dentro, he hizo que se pasara una mano nerviosamente por el pelo.

– ¿Pretendía ayudarnos… obligándonos a casarnos?

Letitia vio el temblor de su mano, pero no lo confundió con un gesto de debilidad. Aquello era pura rabia destilada.

Pero no se sentiría así, tan enfadado, tan enfurecido, si no le importaran, profundamente, los sentimientos de Minerva, y si él no albergara de la misma forma sentimientos igualmente profundos.

Ella era una Vaux, una experta en las situaciones emocionales, en leer entre líneas, las pasiones que yacían bajo las apariencias; pero si se atrevía a decirle lo complacida que se sentía al verlo tan alterado, él le arrancaría la cabeza de un bocado.

Además, su labor allí era otra. Levantando su cabeza, preguntó imperiosamente:

– El anuncio… ¿Lo has escrito ya?

Ella esperaba que su tono al menos recondujera su atención.

El siguió mirando el exterior. Pasó un minuto, en el que ella esperó.

– No -dijo después de un rato, -pero lo haré.

– Hazlo -dijo en un tono de voz mucho más suave, -sabes que debe hacerse, y con urgencia.

Dándose cuenta de que él estaba a orillas del mar, dispuesto a surcar un océano tormentoso de sentimientos que, de entre todos los hombres, él era el menos preparado para la tarea, prosiguió:

– Haz que tu secretario lo escriba, y luego muéstraselo a Minerva para que dé su consentimiento. Sea como sea, debe estar camino de Londres esta misma noche.

Él no respondió inmediatamente, pero asintió, de forma cortante.

– Así se hará.

– Bien -dijo mientras hacía una mínima reverencia y se daba la vuelta para salir por la puerta.

Él la miró de una manera conmovedora.

– ¿Puedes decirle a Margaret que ella será la anfitriona esta noche?

Con la mano en el pomo, ella giró su cabeza para mirarlo.

– Claro, por supuesto.

Su pecho sudaba, y por primera vez, la miró a los ojos.

– Dile también a Minerva que iré a verla dentro de poco, una vez que el anuncio haya sido redactado.

Una vez que pudiera controlar su temperamento. Como Vaux, Letitia lo sabía todo sobre el temperamento, percatándose totalmente del significado del movimiento de sus ojos.

– Yo cenaré en mis aposentos -dijo finalmente.

– Yo le haré compañía a ella hasta entonces. Clarice, Jack y Penny saldrán, para asegurarse de que no hay ninguna… charla inapropiada que infunda rumores. Me reuniré con ellas una vez vengáis a por Minerva.

– Gracias.

Volviéndose hacia la puerta, ella sonrió, sabiendo que ahora él no la podía ver.

– Créeme, para mí es todo un placer.

Una vez más, se detuvo con la mano en el pomo.

– Ya hablaremos sobre la boda mañana.

Él le contestó con un gruñido.

Al menos, no fue un bocado. Finalmente, salió de la habitación, cerrando la puerta tras ella. Viendo a los criados de Royce, con sus rostros pálidos como la pared debido al miedo, sonrió de nuevo, esta vez de manera magnificente.

– A pesar de todo esto, todo va a salir muy bien.

Y con aquello, se apresuró a dejar la sala matinal, para contarle a Minerva todo lo que había visto, oído… y deducido.

A Minerva ya se le había pasado gran parte de su enfado para cuando Royce fue a reunirse con ella en el salón matinal. Habiendo hablado con las hermanas de Royce, luego con las damas, para asegurarse de que todos supieran lo decepcionada que estaba con la inadecuada intromisión de Susannah, habiéndose hecho ya sus expectativas como próxima duquesa de Wolverstone, y las pocas repercusiones que todo aquello había traído, ahora se sentía mucho más tranquila y serena, mientras miraba por la ventana, simplemente, supervisando que todo fuera bien en los dominios de Royce.

La mirada de Royce se fijó en ella en el mismo instante en el que abrió la puerta, pero ella no se giró.

Letitia, que estaba sentada en el sofá frente a la puerta, se levantó al verle entrar.

– Ya me iba a ir para abajo -dijo mientras se dirigía a la puerta.

Royce esperó a que saliera, manteniéndole la puerta abierta. Ella posó su mano cariñosamente en su brazo, para luego girarse hacia Minerva.

– Te veré por la mañana.

Aún sin apartar la mirada de la ventana, Minerva asintió, de una manera corta y seca.

Finalmente, Letitia dejó la habitación.

Él cerró la puerta, dudó, y rezó a todos los dioses que le pusieran escuchar, pidiendo que Minerva no se echara a llorar. Las lágrimas femeninas normalmente no le solían afectar, pero las de ella le harían perder el control, destrozando la templanza que hasta ahora había logrado estar guardando, y solo esos dioses sabrían contra qué, o contra quién, arremetería. No contra ella, por supuesto, pero…

Respirando profundamente, reforzando sus defensas, incluso aquellas emocionales que rara vez utilizaba, caminó hasta ponerse a su lado.


Eran las primeras horas de la tarde. Más allá de la ventana, las sombras se extendían, creando un casi transparente baño de color púrpura sobre sus tierras. Con la espalda muy recta, con los brazos cruzados, Minerva contemplaba el panorama, pero él diría que no estaba mirando a ningún lugar en concreto.

Parándose junto a ella, inclinó su cabeza para poder admirar mejor sus facciones. Ella giró su cabeza, y lo miró a los ojos. Su expresión era comedida, serena, y era más de lo que él había esperado. Sus ojos, sin embargo, tenían una mirada inusualmente cortante, dura, más indescifrable de lo que él hubiera podido ver nunca, pero aun así, no pudo percibir ni un atisbo de lágrimas.

Con la mandíbula firme, hizo un leve gesto con la cabeza hacia la puerta.

– Son realmente amables. Me refiero a Letitia, Penny, Clarice y Jack. Estoy segura que mantendrán a todo el mundo en orden para mañana por la mañana.

Su tono era nervioso, casi como el de un hombre de negocios. Determinado. La más firme de las confianzas brillaba tras aquella tranquila fachada. En aquel momento, la confusión se lo tragó. ¿Acaso se sentía… traicionada? ¿Por el destino? ¿Por su hermana, tal vez incluso por las circunstancias? ¿Por él?

El respiró con profundidad.

– Perdona -dijo, mientras sentía cómo su mandíbula se tensaba, -se supone que todo esto no debería haber ocurrido. De todas formas, por mucho que deseáramos que las cosas hubieran ocurrido de otra manera, tenemos que encararnos a la situación tal como es, y hacerlo lo mejor que podamos. Tomar el control, y hacer que trabaje a nuestro favor, y no en nuestra contra.

El, mentalmente, parpadeó aturdido. Ella se comportaba como si se hubieran encontrado con un pequeño bache en el camino. Un desafío al que tuvieran que enfrentarse, y sortear, para luego dejarlo atrás.

No podía ser tan comprensible. Debería sentirse forzada, resentida con aquella situación al menos tanto como él. Seguro que se le estaba pasando algo. El no intentaba ocultar su enfado.

– Estás mucho menos enfadada de lo que había esperado.

Sin embargo, el semblante que reflejaba su rostro era frío y duro, como el acero. Las facciones de él se endurecieron, y la dicción ella se hizo más precisa.

– No estoy complacida, ni mucho menos. Estoy enfadada, casi furiosa, pero no me importa dejar que Susannah se precipite en sus actos y juegue con nuestras vidas.

De repente, él percibió una fuerza que suponía allí, pero que nunca había visto en ella antes. Una fuerza del tipo que solía asociar con lady Osbaldestone, que radiaba directamente de su interior.

– No voy a dejar que Susannah nos quite lo que nosotros, tanto tú como yo, nos merecemos. Sé que no lo entiendes, pero te lo explicaré luego. -Llenos de propósito, Minerva descendió los ojos. -¿Es eso nuestro compromiso?

El miró una hoja de papel que había olvidado que sujetaba entre sus dedos.

– Sí.

Ella extendió su mano, con los dedos temblorosos.

Él le pasó el documento que de una manera minuciosamente genérica había redactado él y Handley.

Dándose la vuelta, se quedó parada justo donde la luz de la tarde la bañaba por completo.

– Royce Henry Varisey, décimo duque de Wolverstone, hijo de Henry Varisey, noveno duque de Wolverstone, y de lady Catherine Debraigh, hija del cuarto conde de Catersham, anuncia su compromiso matrimonial con la señorita Minerva Miranda Chesterton, hija del teniente Michael Chesterton, y de Marjorie Dalkeith.

Ella frunció el ceño.

– Tiene un montón de apartados -dijo ella, con la cara iluminada, devolviéndoselo, -pero por mí está perfecto.

– Entonces, ¿por qué razón, exactamente, no estáis complacida? ¿Qué es lo que pasa y que yo no entiendo?

De pie, delante del enorme ventanal del dormitorio de Royce, divisando las colinas, envueltas por la noche, Minerva dejó que la tensión fuera desapareciendo, finalmente.

Finalmente estaban solos, y finalmente, ella podría hacerle saber sus propios términos, tal y como pretendía.

A petición suya, cenaron en la privacidad de sus aposentos privados. Ella se había ido un momento al dormitorio para permitir así que Jeffers limpiara la mesa y pusiera la habitación en condiciones. Royce la siguió, cerrando la puerta ante el sonido de los platos y la cubertería. Avanzó lentamente hasta ponerse tras ella.

Ella suspiró profundamente.

– Sé que piensas que, manteniéndote aparte, yo me encargaré de la difícil tarea de encararme a nuestros invitados, ávidos de curiosidad, y que acepto no porque me sienta frágil y angustiada, sino porque tu temperamento está siempre tan al borde, que no confío en que tus hermanas, o cualquiera de sus amigos, pudiera hacer o decir algo que lo desatara, y eso no ayudaría a nuestra causa -En ese punto, se giró para mirarlo a la cara. -Sí, nuestra causa. Desde esta mañana, es nuestra causa.

Ella ladeó su cabeza, mirándolo. Cuando se le unió en el salón matinal, su rabia era casi palpable, resonando en las palabras que había grabado en fuego: