Se supone que no debería haber pasado nada de esto.

– Entiendo que te sintieras furioso. Sentirte forzado, atrapado en el matrimonio, no debería importarte, pero te afecta. Porque sabes que a mí sí me importa. Estabas enfurecido por mí; también por ti, pero menos.

Aquel incidente le había otorgado exactamente lo que quería, y para lo que había estado trabajando, que no era otra cosa que el acuerdo matrimonial. Pero en lugar de sentirse complacido, él, todo un noble que pocas veces se disculpaba, se había disculpado abiertamente por algo que no había sido culpa suya. Porque aquello era algo que ella no deseaba, y el protector que había en su interior le decía que debería haber hecho cualquier cosa para evitar que todo aquello se hubiera producido, pero no lo hizo.

Durante todo el día, Minerva tan solo vio en él el amor en activo. Desde el suceso en las almenas, había visto cómo el amor reducía a un hombre acostumbrado a dar órdenes durante toda su vida, a una bestia herida y encabritada.

Mientras una parte femenina muy remarcada de ella se regodeaba de haber vencido a aquel campeón tan impetuoso, también era verdad que había tenido que ir desmontando paulatinamente aquel temperamento tan impetuoso que tenía, en lugar de provocarlo. Había estado esperando a que las cosas se calmaran para cogerlo de un humor en el que fuera más fácil que creyera en lo que ella tenía que decirle.

Ella lo miró a los ojos, tan oscuros e indescifrables como siempre.

– Tenía planeado hablar contigo ahora, ahora que ya ha caído el sol, cuando estuviéramos solos -dijo mirando a su alrededor, -aquí, en tus aposentos.

En aquel momento, lo miró a la cara.

– En tus apartamentos ducales.

Dando un paso adelante, sus ojos se clavaron en los suyos, poniéndole una mano sobre su corazón.

– Te lo iba a decir justo esta mañana, cuando lo decidí… había decidido aceptar tu propuesta, en cuanto me la hicieras, y te lo iba a decir para que te sintieras libre de hacerlo cuando lo creyeras oportuno, sabiendo que yo iba a aceptar.

Pasaron varios minutos. Él mantenía su quietud.

– ¿Esta mañana?

La esperanza estaba batallando con el escepticismo, pero parecía que la esperanza iba ganando. Ella sonrió.

– Puedes preguntarle a Letitia, Clarice o Penny, y te lo confirmarán, puesto que ellas ya lo sabían, y es por eso por lo que no me siento disgustada ni abrumada. No suelo ponerme así nunca. Sí, estoy furiosa, pero contra eso… -dijo marcando aún más su sonrisa, dejando que él dedujera la profundidad de sus palabras, así como la alegría y la seguridad de la que rebosaba su corazón. -Estoy entusiasmada, encantada, extasiada. No me importa lo que haya podido hacer Susannah, ni lo que pueda estar por venir; en realidad, entre nosotros, nada ha cambiado.

Sus manos se deslizaron hacia su cintura. Ella alzó las suyas, para cogerle su cara, y mirar en la profundidad de sus ojos.

– La única cosa que es posible que hayamos perdido es precisamente ese momento, pero tampoco me importa mucho haberlo perdido, o mejor dicho, que nos lo hayan quitado. A partir de esta mañana, en lo que a mí respecta, lo importante somos nosotros, nuestra causa, y desde ese momento, ahora que ya lo sabes, tan sólo habrá una causa: la nuestra. Es la mejor causa que podemos seguir por nuestro bien, por la que dar nuestras vidas, si hiciera falta. Ambos lo sabemos. Desde este momento, dedicaremos nuestra vida a ella, de trabajar por ella, de incluso luchar por ella, por una vida conjunta.

Perdida en sus ojos, ella dejó que pasaran algunos segundos.

– Yo quería, necesitaba, decirte que si era eso lo que querías, que si eso era lo que podías ofrecerme, yo aceptaría sin pensarlo, porque eso es lo que yo quiero también.

Pasaron varios minutos más. Su tórax se hinchó cuando él tomó una larga bocanada.

– Entonces, ¿estás de acuerdo en dejar atrás ese "bache", dejar que pase a la historia, y seguir adelante?

– Sí, eso es exactamente lo que deberíamos hacer.

Él sostuvo su mirada durante un rato, fijándose luego en sus labios, en sus rasgos, sintiéndose cada vez más aliviado y tranquilo. Las manos de ella se posaron en sus hombros. El tomó una de ellas, llevándosela a los labios. Sus ojos aún seguían atrapados en los de Minerva, mientras besaba la yema de sus dedos.

Lentamente.

El instante fue realmente fascinante. Ella no podía apartar su mirada de las llamas que rodeaban los de él.

– Minerva, mi amante, mi dama, mi corazón, ¿te casarás conmigo?

Ella parpadeó una, dos veces, notando cómo su corazón, literalmente, se hinchaba.

– Sí.

Una palabra tan corta, y aun así, sopesó cada gramo de su convencimiento, su resolución, y su disfrute al saberlo. Había más que quería decir. Alzando su otra mano libre, posó sus dedos sobre su delgada mejilla, ligeramente perfilada por los angulosos pómulos de un rostro que mostraba tan poco de su interior, incluso en momentos como este.

Ella sintió su corazón palpitar a un ritmo frenético cuando volvió a fijarse en sus ojos, sonriéndole.

– Me casaré contigo, Royce Varisey, y estaré siempre a tu lado. Criaré a tus hijos, y juntos, nos enfrentaremos a cualquier cosa que el futuro pueda traernos, haciéndolo lo mejor que podamos, por Wolverstone, y por ti.

Él era un Wolverstone, pero aquello no era todo lo que él era. Bajo aquello había un hombre que merecía ser amado. Así que ella lo haría, y dejaría que él lo supiera con tan solo mirarla a los ojos.

Royce estudió aquellas tonalidades otoñales, aquellos dorados brillantes, los apasionados marrones, aquellas misteriosas vetas verdes, sabiendo a la perfección cuánto significaba para él, y él sabía que era el hombre más afortunado del mundo. Lentamente, agachó su rostro hasta el de ella, esperando a que ella se acercara, para luego bajar sus labios hasta los de ella.

Y aquel simple beso selló su pacto.

El sentimiento de amor que siguió aquello reflejó su beso. De manera simple, sin complicaciones, sin disimulos… y sobre todo, ella tenía razón. Nada había cambiado. La pasión, el fervor, el calor, eran los mismos. Si algo más profundo, más amplio, más intenso, nacía a través de la aceptación, de las simples declaraciones que ambos habían realizado, y que los habían unido en mente, cuerpo, corazón y alma, afrontando su futuro, juntos…

Aquello les llevaba a la aventura de afrontar algo nuevo, algo que nunca antes había pasado en su familia, y que no era otra cosa que tener un matrimonio forjado en el amor.

Tumbándose desnuda tras él entre aquellas sábanas de seda escarlata, envolviendo con sus brazos su cuello, mientras se arqueaba incitándolo. Encima de ella, tan caliente y excitado como ella, se deslizó hasta el abrigo de su cuerpo, notando cómo ella se abrazaba a él con fuerza, agarrándose.

Quedándose boquiabierto, y levantando su cabeza, cerró sus ojos, manteniendo el agarre, con los músculos tensos, reprimiéndose mientras luchaba consigo mismo por concederse aquel momento, aquel instante imposible de describir mientras sus cuerpos se enganchaban, aquel instante de flagrante intimidad antes de que comenzara la danza.

De repente, notó que su parte lumbar se deslizaba, soltándose del asidero que él mantenía, cogió una amplia bocanada de aire, y miró hacia abajo. La miró a aquellos ojos dorados que tenía tras las pestañas.

Te quiero.

Quería pronunciar aquellas palabras, estuvo a punto de decirlas, pero no sabía, ni siquiera en ese momento, si verdaderamente las sentía y eran ciertas. El quería que fuera así, pero…

Ella le sonrió, comprendiéndolo. Alzando una de sus manos, lo cogió por la nuca, atrayendo sus labios hacia los suyos, besándolo, como una invitación descarada a que se abandonara.

Él aceptó la invitación, y se dejó ir, dejando que la pasión se apoderara de ellos. Dejó que sus cuerpos se fundieran, rindiéndose al deseo, la necesidad, el hambre.

Abriendo sus ojos, él la miró al rostro, reluciente de pasión, extasiada en su claudicación. Era el rostro de su mujer, su dama, su próxima esposa. Suya para siempre.

Entregada enteramente a él.

Olvidó por completo las preocupaciones del día, dejando que su pasión los cubriera como si fuera una ola, hundiéndolos en las profundidades. Se dejó ir, sellando su pacto.

Y se entregó completamente a ella.

CAPÍTULO 20

A la mañana siguiente, Minerva estaba de pie junto a Royce, mientras que los saludos y aclamaciones que el gentío profería a las nueve parejas gradualmente se fueron disolviendo, él avanzó hasta el balcón desde el cual, anteriormente, se daba por inaugurada la feria. En silencio, los allí reunidos esperaron expectantes a que hablara. Dejó que su mirada pasara por todos aquellos rostros, para luego decir:

– Wolverstone también tiene un anuncio que hacer -dijo mirándola a ella, atrayéndola. Su sonrisa era todo lo que ella quería ver. La calidez de sus ojos la sostuvo, hasta que él le agarró una mano, llevándosela a sus labios, y a plena luz del día ante todos los allí presentes, le besó los nudillos.

– La señorita Chesterton me ha concedido el honor de aceptar ser mi duquesa.

No lo había dicho a voz en grito, aunque su voz se escuchó claramente sobre aquella multitud en silencio.

De repente, la multitud estalló en vítores, hurras y gritos de alegría. El estruendo se alzó como una ola de felicidad desbordada, barriendo la escena. Minerva miró alegre a los congregados, viendo a Hamish, y Molly, con quienes se encontró y habló antes, saludándola con la mano. Todo el personal del castillo estaba allí también. Retford, Cranny, Cook, Jeffers, Milbourne, Lucy, Trevor, y el resto, todos regocijándose ante aquello demostración de alegría y orgullo.

Mirando más allá, vio las caras de muchos de los Wolverstone, todos emocionados, deleitados. Los vio felices y joviales, con la satisfacción en sus rostros, aplaudiendo, riendo, y algunos incluso, llorando de felicidad. Incluso aquellos que habían venido para la fiesta, dispersos aquí y allí entre el gentío, parecían felices de ser parte de aquel bullente regocijo.

Royce alzó una mano, los vítores y silbidos cesaron.

– Nuestra boda se celebrará en la iglesia que tenemos aquí, dentro de tan solo tres semanas. Como sabéis, he vuelto para tomar las riendas del ducado. En tan solo unas semanas he aprendido mucho sobre todo lo que ha cambiado estos años, y lo que aún necesita cambiarse. Al igual que realizo estos votos con la duquesa, y ella conmigo, ambos hacemos otro con vosotros, los Wolverstone, para forjar juntos nuestro futuro.

– ¡Wolverstone! -dijo una voz entre la multitud, y en seguida, esta contestó con el mismo vítor. -¡Wolverstone! ¡Wolverstone!

Minerva miró aquel mar de caras felices, sintiendo cómo el candor de la gente llegaba hasta ella, abrazándola, imbuyéndola. Girando su cabeza, miró a Royce a los ojos, y sonrió.

La mano de él agarró fuertemente la suya, mientras le devolvía una sonrisa abierta, honesta, y finalmente, bajaba aquel escudo protector, de una vez por todas.

¡No, no, no, no, no, no! ¿Cómo podría estar pasando aquello?

Entremezclado en el gentío, rodeado y empujado por aquella estruendosa aglomeración de gente deleitada con las nuevas sobre el casamiento de Royce, permanecía allí, de pie, totalmente pasmado, incapaz de pensar ni de apartar la imagen de Royce y Minerva de pie en el balcón, perdidos en sus miradas.

Royce era un excelente actor cuando quería, y él lo sabía. Minerva tampoco se quedaba atrás…

Negando con la cabeza, deseó poder ignorar lo que sus ojos le estaban diciendo a gritos. Ninguno de los dos estaba actuando. Lo que estaba viendo, lo que todo estaba celebrando y respondiendo, era real.

Royce quería casarse con Minerva.

Y ella quería casarse con él.

Ella estaba enamorada de él, ninguna otra cosa podía deducirse de la suavidad del gesto en su rostro.

Y si bien era casi imposible que Royce la amara, ella sí que le importaba, de una manera más profunda y cálida de lo que jamás pudiera haber imaginado posible.

Minerva no era, ni había sido, ni nunca sería, una más entre la legión de amantes de Royce. Había sido la elegida, durante todo este tiempo, la dama que había deseado, durante toda su vida.

– Se supone que no debería haber pasado nada de esto -dijo, dejando que cada una de las palabras saliera de entre sus dientes apretados, luchando por poder conservar aquella máscara impertérrita que mantenía sobre su rostro.

Se pensó que aquella boda iba a ser una farsa, una comedia, incluso se suponía que tenía que ser dolorosa. En lugar de eso, todas las maniobras que había estado realizando entre el subterfugio le habían otorgado a Royce precisamente lo que Royce quería.