Royce alzó su taza de café, ocultando su sonrisa tras ella. Una cosa que había aprendido de su futura esposa era que le encantaban los desafíos. Al igual que en el funeral de su padre, los invitados principales se quedarían en el castillo, así como la mayoría de los miembros de su familia, los cuales habían avisado de su llegada con premeditación. Mientras que él había estado muy ocupado en asuntos legales y de negocios, algunos aún pendientes desde la defunción de su padre, pero la mayoría concernientes a los preparativos necesarios para los acuerdos nupciales, Minerva había estado hasta el cuello con los preparativos de la propia boda.
Hamilton había demostrado ser una ayuda enviada desde el cielo. Después de hablar con Minerva y Retford, Royce se encaminó hacia el norte para hacer las labores concernientes a su secretario, para así dejar a Retford libre y que se ocupara de los asuntos del castillo, mucho más importantes, los cuales habían aumentado dramáticamente tras el anuncio de la boda. Si bien Hamilton era más joven y podría llegar a retrasar a Retford, finalmente los preparativos iban bien, en beneficio de todos.
Royce se dirigió a la página de sociedad de la Gazette del día anterior. Había leído religiosamente cada una de las columnas dedicadas a su próxima boda. Lejos de sentirse halagado, había empezado a sentirse bastante incómodo con el hecho de que empezara a considerarse como "la noticia romántica del año".
– Bueno, ¿qué es lo que dicen hoy? -preguntó Minerva, sin apartar la mirada de las lista. Cuando él le señaló con la cabeza el montón de ejemplares de prensa que tenía a su lado, contestó: -Me preguntaba qué es lo que tendrán que ver ellas en todo eso -dijo refiriéndose a las grandes damas.
Royce leyó atentamente la columna dedicada a su boda, y luego resopló.
– Ésta aún va más allá. Leyéndola parece que tengas entre tus, manos mi cuento de hadas, con una niña de buena cuna, pero huérfana, esclavizada durante décadas como ama de llaves de un castillo ducal para luego, a la muerte del viejo duque, llamar la atención de un misterioso hijo exiliado del duque, el cual es ahora su nuevo señor. Pero en lugar de sufrir la indignidad que acarrea una situación así, tal y como uno debía esperar, ella triunfa a la hora de ganarse el duro corazón del nuevo duque, y termina convirtiéndose en su duquesa.
Con un sonido muy parecido a un "Pse", Royce soltó el periódico encima de la mesa, hablando con un tono de marcado disgusto.
– Si bien es posible que parte de lo que dice aquí sea cierto, han reducido todo hasta un punto muy bizarro.
Minerva sonrió. Se preguntaba cuándo se daría él cuenta de la verdad fundamental que yacía tras todos los reportajes, y que diseccionar las inanidades de los periódicos podrían hacerle descubrir lo que ella y otros ya sabían sobre él, pero nunca ocurría. Los días pasaban, y parecía que tan solo la profunda, frecuente y duradera exposición de sus propias emociones era lo único que abriría sus ojos.
Aquellos ojos eran muy observadores cuando se fijaban en algo o alguien, pero cuando los utilizaba sobre sí mismo, para mirarse interiormente, simplemente, no veían nada.
Recostándose contra el respaldo, Minerva consideró sus propios esfuerzos. Las bodas ducales de aquel país estaban a la cabeza de las listas de cosas complejas de dirigir. Se levantó para dejar la habitación, mirando hacia arriba, lo miró directamente a los ojos.
– Esta noche tienes que estar disponible, y a lo largo de todo el día de mañana, ya que empezarán a llegar los invitados más importantes.
Él le sostuvo la mirada unos instantes, para luego mirar a Jeffers y a Hamilton, de pie junto a la pared que había tras al silla de Minerva.
– Manda a un criado, a uno que pueda reconocer escudos de armas, a las almenas, con un catalejo.
– Sí, su Excelencia -dijo Jeffers.
Tras dudar un poco, sugirió.
– Señor, si se me permite decirlo, podríamos enviar también otro al puente, con una lista de aquellos de los que conviene conocer su llegada, haciéndonos una señal con una bandera, por ejemplo. Debería ser fácilmente visible desde las almenas.
– ¡Es una idea excelente!
Viendo cómo Royce aceptaba la idea, Minerva se giró hacia Hamilton.
– Una vez hayas terminado con las habitaciones, Retford y tú podéis confeccionar una lista. Yo la repasaré, y luego se la daremos a Handley para que haga copias -dijo Minerva, mirando a Royce con las cejas levantadas.
Él asintió en respuesta.
– Handley estará conmigo en el estudio la mayor parte del día, pero creo que le sobrará tiempo por la tarde para hacer las listas.
Minerva sonrió. Letitia tenía razón: había poco de lo que ella no pudiera encargarse, ya fuera Royce, o la casa entera. Había algo bastante satisfactorio en el hecho de ser el general en la primera línea de tropas. Siempre le había encantado su papel de ama de llaves, pero llegado a aquel punto, creía que el de duquesa le iba a gustar aún más. Royce la miró a los ojos; una última mirada, un saludo, y abandonó la habitación. Alcanzando su taza, ella volvió a supervisar las listas.
A la mañana siguiente, salieron de la cama a primera hora, y juntos, cabalgaron hasta Usway Burn. En contra de todas las expectativas de Royce, las casetas y carpas estaban casi terminadas de montar.
Después de comprobar las mejoras, Minerva se sentó en una silla frente a la pared de una de las casetas más grandes, mientras Royce hacía una inspección más minuciosa acompañado del viejo Macgregor.
Uno de los mayores proyectos que Royce había aprobado desde que se hizo con el ducado, que no era otra cosa que el puente sobre el Coquet, fue una prioridad para Hancock. El puente, ahora un puente con calzada, ya estaba acabado, reconstruido, y reforzado. Lo siguiente fueron las casetas, y ahora estaban casi terminadas. En una semana las verían acabadas. Después de aquello, Hancock y su equipo empezarían con el molino, no antes; pero con suerte, el clima les acompañaría, y lo más importante, toda la madera y, aún más importante, todo el cristal que necesitaban. Sellarían el molino antes de invierno, lo cual, aparte del resto, fue un logro que Minerva había pensado poder cumplir antes de que el antiguo duque muriera.
Alzando su mirada, miró a Royce y Macgregor, sumergidos en una discusión, mientras caminaban lentamente a lo largo de los puestos, carpas y casetas de la izquierda. Ella sonrió mientras fueron desapareciendo, y luego dejó que su mente se deslizara de nuevo hacia sus preocupaciones actuales.
Los primeros invitados, toda la familia, habían llegado el día anterior. Hoy, llegarían sus amigos y los de él. Royce había elegido a Rupert, Miles, Gerald y Christian como sus padrinos. Ella había elegido a Letitia, Rose, a su vieja amiga Ellen, a lady Ambervale y a Susannah como sus damas de honor. Se sintió obligada a elegir a una de las hermanas de Royce, y a pesar de aquel estúpido intento de manipulación por parte de Susannah, no había sido malintencionada, y Margaret y Aurelia no hubieran estado cómodas.
Las tres hermanas habían llegado ayer. Las tres habían sido muy discretas en su presencia, percatándose no solo de que ahora ella tenía el beneficio de todo el poder de su hermano, sino de que también conocía todos sus secretos. No es que ella fuera a hacer nada con aquel conocimiento, pero eso ellas no lo sabían.
Una parte de la lista de invitados que él le había pasado le agradeció enormemente la invitación. Eran ocho de sus ex-colegas. Tanto de la boca de Letitia, como de la de Clarice y Clarice, había oído mucho sobre aquel grupo, el que (orinaban los miembros del club Bastión, además de Jack, lord Hendon, y todas sus esposas. Había oído que Royce había destinado la invitación a sus bodas, y ahora resultaba no ser el único sorprendido al recibir la confirmación de asistencia de sus respectivas esposas. Sospechaba que querían darle una lección bailando alegremente en la boda de él.
De todas formas, hacía tiempo que quería conocerlas a todas, aquellas que habían estado codo a codo profesional mente con Royce durante los últimos años.
Durante las siguientes horas intentaron pasar un tiempo para ellos, en el que ella intentó que le contara más sobre lo que había estado haciendo durante aquellos años en los que había estado sin paradero conocido, aquellos años que le eran totalmente desconocidos para ella, y para sus padres. Después de dudar un poco, fue gradualmente bajando la guardia, mientras empezaba a hablar cada vez más libremente de varias misiones que realizó, y sobre los muchos hilos que tuvo que tejer en una red en la que recabar información, tanto militar como civil. Se lo había descrito lo suficientemente bien como para ahora saber más de él, de poder sentir algo más por él, y para entender cómo y de qué manera habían impactado en él los sucesos de aquellos años. Admitió haber matado a sangre fría, no sólo en tierras extranjeras, pero que aquellas muertes habían sido esenciales para la seguridad nacional, así que ella simplemente parpadeó, y asintió.
Le habló sobre las recientes aventuras de los miembros del club Bastión. También le habló sobre el hombre al que él había bautizado como "el último traidor", el enemigo del que Clarice había hablado anteriormente, un inglés, un caballero de la alta sociedad, alguien con contactos en el Ministerio de Guerra, que había traicionado a su país por una recompensa francesa, y había asesinado de nuevo por escapar de Royce y sus hombres.
Al terminar la guerra, Royce deambuló por Londres, siguiendo cualquier rastro que pudiera haber dejado el último traidor. Fue el único fallo que admitió.
Para su alivio, también admitió que había olvidado esa persecución. Habló de ella como si ya fuera parte de la historia, no como una actividad reciente. Como si pudiera admitir que aquel fallo tan sol o le fortaleció. Sabía lo suficiente como para poder apreciar todo aquello, que un hombre tan poderoso como él supiera cuándo retirarse, viéndolo como un gesto de fortaleza y no de debilidad.
Durante las siguientes semanas, él le habló de una manera abierta, y a cambio pidió saber también detalles de cómo había pasado ella aquellos mismos años, dejándole entrever lo poderoso que podía llegar a ser aquel casamiento, más aún en la realidad que supondría tener su amor.
Un amor que él todavía no era capaz de dar.
Emergiendo de entre las casetas, intercambió una despedida con Macgregor, estrechando la mano del anciano. Se volvió hacia ella, que lo miró a los ojos, y arqueó una ceja.
– ¿Estás lista?
Ella sonrió, se levantó y le cogió de la mano.
– Sí.
Estaba de nuevo de vuelta en Wolverstone, bajo el techo de su enemigo. A pesar incluso de tener que compartir habitación con Rohan, no le importaba. Allí estaba él, invisible entre la multitud congregada. Todo el mundo podía verle, pero en realidad, nadie lo veía; no a su verdadero yo, al menos. Estaba oculto, para siempre encubierto.
Nunca nadie podría descubrirlo.
Sus planes estaban ya muy avanzados, al menos en teoría. Ahora, todo lo que tenía que hacer era encontrar el lugar preciso para contemplar su victoria final.
No debería de ser muy difícil. El castillo era enorme, y había varias construcciones en los jardines a las que la gente prestaría poca atención. Tenía dos días para encontrar el lugar perfecto.
Dos días antes de poder actuar.
Dos días para poderse ver libre por fin del tormento.
Del tormento de aquel negro y corrosivo terror.
Para cuando llegó el miércoles, el castillo estaba a rebosar, literalmente hasta la bandera. Con tantos miembros de la alta sociedad a los que atender, la cantidad de criados visitantes había provocado que el número de alojamientos bajo las escaleras, o mejor dicho, en los áticos, hubiera llegado a su límite.
– Incluso tenemos a gente en la sala de planchado -le dijo Trevor a Minerva cuando se encontraron en el pasillo mientras él llevaba una pila de fulares perfectamente planchados. -Estamos llevando las tablas de planchado al lavadero. No creo que vayamos a hacer mucha colada en los próximos dos días.
Ella le sonrió.
– Al menos, ahora todo el mundo se irá al día siguiente.
– Eso espero -dijo Trevor con el gesto torcido, -el tiempo durante el que podemos sustentar a tanta gente es limitado.
Ella rió ante el comentario, y se dio la vuelta. En realidad por ahora estaban resistiendo bastante bien, incluso estando el castillo más repleto de gente de lo que nunca hubiera visto. Todas las habitaciones para invitados estaban ocupadas, incluso las de la torre. Las únicas habitaciones de aquella planta que habían quedado libres eran su sala matinal, la sala de descanso de Royce y el estudio.
Su sala matinal. Royce había empezado a llamarla así hacía unas semanas, y a ella se le había pegado el hábito.
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