Casi suspiró de alivio cuando el hombre dijo:

– El tiempo está de mi lado, tengo más de una hora antes de que el criado le dé la nota a Royce. Tengo más que tiempo para disfrutar y matarla, y después disponerlo todo para darle una bienvenida.

Los hechos se hicieron evidentes en cuanto desapareció el mareo mental que había estado sufriendo desde que despertó.

Tesoro. Phillip había dicho la palabra tesoro. Él era el último traidor de Royce.

De eso trataba todo aquello. Había pensado que, acabando con ella, rompería en dos a Royce.

El esfuerzo que tuvo que hacer para reprimir su reacción, para no dejar que sus mandíbulas, que sus facciones, se tensaran, para no dejar que sus manos se cerraran en un puño, alcanzar el cuchillo que tenía, por una razón totalmente diferente, sujeto a su muslo, fue inmensa.

Ella podría matarlo con aquel cuchillo, pero Phillip era fuerte, era de la misma complexión que Royce. Si bien aún creía que estaba inconsciente, parecía que por ahora podría seguir con aquella pantomima. Siempre que él creyera que aún le quedaba tiempo, su mejor estrategia era dejarlo allí esperando y charlando.

Y así darle a Royce el tiempo suficiente para que llegara.

Ella sabía que lo haría.

¿Durante cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Cuándo tiempo hacía que había dejado el salón de baile? El plan de Phillip tenía un gran agujero, uno que él no había previsto. Puede que no fuera un Varisey, pero, al igual que Royce, no comprendía qué era el amor en realidad.

No comprendía que Royce simplemente sabría lo que había pasado, que él siempre la protegía, incluso en un salón de baile repleto de gente. Nunca esperaría una hora para comprobar a dónde se había ido. Ella dudaba mucho que tan siquiera hubiera esperado diez minutos, lo cual significaba que el plan de rescate ya estaba en marcha.

Ahora, Phillip parloteaba sobre su padre, su abuelo, de cómo siempre habían elogiado a Royce, y a él nunca, y de cómo ahora verían que Royce no era nada.

El abuelo de Royce hacía mucho tiempo que estaba muerto.

Minerva no necesitaba más pruebas para conocer el estado mental de Phillip.

Ella se esforzó en escucharle, para así poder seguir sus movimientos. Cuando estuvo segura de que estaba a cierta distancia, abrió los ojos rápidamente, para inmediatamente volver a cerrarlos, lanzando un suspiro mental de alivio.

Había cerrado las puertas del molino.

Resistiéndose a sonreír de alegría, luchó por seguir manteniendo todos sus músculos flácidos.

No le resultó muy sencillo cuando Phillip dejó de hablar, para luego posicionarse junto a la piedra del molino. Ahora, ella estaba plenamente consciente, sintiendo su proximidad. Al igual que Royce, él era alto, musculoso e irradiaba calor, y reprimir la repulsión que sintió en aquel momento fue lo más difícil que había tenido que hacer en su vida.

Luego oyó un sonido. Sus brazos se movían.

El se inclinó sobre ella.

– ¡Vamos, maldita, despierta!

Y entonces, ella descubrió que había cosas peores que la repulsión por reprimir.

El instinto llegó a sus límites. Ella tan sólo tuvo un instante de aviso, un solo instante para gritarse a sí misma que se relajara, y que por el amor de Dios, no reaccionara.

Fue entonces cuando él le pinchó el brazo con la aguja de su pañuelo.

Royce esperó en el vestíbulo a tener a todos sus hombres reunidos. Las damas también estaban presentes. Todos estaban demasiado preocupados como para volver al salón de baile.

Christian apareció por la puerta.

– Ya estamos todos.

Royce pasó su mirada por aquella serie de rostros mortalmente serios.

– Mi primo, Phillip Debraigh, ha secuestrado a Minerva. Es nuestro último traidor, ese al que yo no pude aprehender. Tal y como yo lo veo, esto tiene que ser una venganza contra mí. La diadema que llevaba Minerva, y que yo le había regalado, era parte de su tesoro de treinta piezas. Por lo visto, se la ha llevado a algún sitio en el exterior.

»Aunque el castillo es enorme, está atiborrado de invitados, y los criados no paran de dar vueltas continuamente por todos lados. Eso él lo sabe, y no querrá arriesgarse a hacer algo de puertas para adentro -dijo mirando al exterior, -pero fuera hay un número determinado de lugares donde ha podido esconderse, y eso nos da una oportunidad de rescatar a Minerva, y capturarlo.

Volvió a mirar aquellos rostros de gesto preocupado.

– Se la llevó hace menos de quince minutos, así que no esperará que nos hayamos percatado de su ausencia tan rápido, por tanto tenemos un poco de tiempo para realizar un plan.

Rupert, a su izquierda, miró a los ojos a Royce.

– Sea lo que sea que hagamos, la discreción tiene que ser absoluta. No importa que él sea el traidor, y que merezca morir como un perro. No puedes acabar lanzar al desprestigio a toda la familia Debraigh. Tú, especialmente, no puedes hacerlo.

Y decía aquello porque los Debraigh eran familia de su madre, y siempre los habían apoyado. Decía aquello porque su abuelo Debraigh había sido una columna en su vida formativa.

Royce asintió.

– Mientras nos sea posible, intentaremos mantener esto en secreto, pero no arriesgaré la seguridad de Minerva, ni tan siquiera por los Debraigh.

Miró de nuevo al grupo de mujeres, Letitia, Clarice, Rose y el resto.

– Las damas nos darán cobertura. Deberéis volver al salón y expandir algún tipo de historia, de que hemos ido a una reunión de última hora o cualquier cosa que os podáis inventar como excusa. Tendréis que ocultar vuestra preocupación, hacedlo ver como si fuera irritación, enfado, resignación… cualquier cosa, pero sabed una cosa importante. Nunca podremos resolver esto con éxito sin vuestra ayuda.

Clarice asintió.

– Nosotras nos ocuparemos, vosotros partid -dijo haciéndoles un gesto con la mano. -Haced eso que se os da tan bien, y traed a Minerva de vuelta.

El tono bélico que empleó reforzó las miradas de las otras damas.

Royce asintió de nuevo, y miró a los hombres.

– Vayamos a las almenas.

Los condujo hasta las escaleras que conducían a las almenas a paso ligero. Tan solo por prevenir la posibilidad de que se hubiera equivocado con Phillip y este estuviera oculto en algún lugar de la casa, Handley, Trevor, Jeffers, Retford y Hamilton también fueron alertados, realizando una discreta búsqueda por todo el castillo; pero mientras se dirigía a las almenas, esperando a que los otros se le unieran, sabía que no se había equivocado. Phillip estaba fuera, en algún lugar en las cercanías, y los puntos más relevantes de estas eran perfectamente visibles desde una vista con perspectiva.

Agarrando con sus manos la piedra, miró al horizonte.

– Tiene que habérsela llevado a una de las estructuras. No hay muchas, allí está…

De repente, enmudeció. Había ido al mismo sitio donde había estado anteriormente con Minerva, dos veces. La vista daba al norte, con el desfiladero que llevaba a Cheviots, y Escocia, más allá.

El molino estaba a la vista.

Se enderezó, fijando su vista en aquella estructura.

– Se la ha llevado al molino.

Todos se agolparon contra las almenas, intentando divisar algo.

Antes de que cualquiera pudiera preguntar, él habló:

– No hay nadie en todo el condado que pueda cerrar esas puertas. Por razones obvias, siempre las dejamos medio abiertas.

Christian estaba inspeccionando el terrero, al igual que los demás.

– Tiene dos plantas.

– ¿Podemos surcar la corriente?

– No con facilidad ni seguridad.

– Entonces -dijo Devil Cynster, poniéndose firme y levantando una ceja, -¿cómo vamos a hacerlo?

En un par de frases, él les contó su plan.

No es que les pareciera del todo bien, pero no protestaron.

Minutos después, salieron del interior y salieron a los jardines, y, silenciosamente, una pequeña fuerza de hombres mortífera se propuso hacer una única cosa.

Acabar con la existencia del último traidor.

Royce iba a cabeza del grupo, con el rescate de Minerva sana y salva como único propósito.

CAPÍTULO 22

Minerva sintió el pinchazo de la aguja del pañuelo de Phillip, más como una oleada de terror que como otra cosa.

Había intentado no saltar, pero sus músculos se tensaron. Phillip se dio cuenta. La abofeteó, la zarandeó, pero cuando ella se removió, balbuceando, para luego caer de nuevo en estado comatoso, pronunció una obscenidad y se alejó una vez más enfadado.

Había empezado a caminar de nuevo, pero esta vez más cerca, mirándola todo el tiempo.

– Maldita seas cien veces. ¡Despierta de una vez! Quiero que estés despierta para que sepas qué es lo que te estoy haciendo, quiero que ofrezcas resistencia. Quiero oírte gritar mientras me abro paso dentro de ti. Te he traído aquí específicamente para eso, para mantenerte lo suficientemente alejada de la casa, y que el ruido del agua impidiera que nadie oyera ningún tipo de sonido, y así poder disfrutar de tus lloros y súplicas.

»Y de tus gritos, por encima de todo, de tus gritos.

»Quiero ver tus ojos, quiero sentir tu miedo. Quiero que sepas todo lo que te voy a hacer antes de acabar contigo.

De repente, se le acercó mucho para decir lo siguiente.

– No vas a morir rápido.

Ella apartó la cara de su aliento, intentando disimularlo como un gesto de sueño intranquilo.

Él le volvió la cara de nuevo, para mirarla fijamente al rostro.

– Estás simulando estar dormida. ¿No es así, Minerva?

Su tono era de burla, y la abofeteó de nuevo. Luego, nuevamente con un tono burlón, dijo:

– Veamos si te despiertas con esto.

Manoseándole los pechos, buscó con unos dedos que se le clavaban un pezón, rodeándolo. Sus senos eran cálidos y blandos, y ella abrió los ojos, mirando lo que tenía enfrente de ella.

Lo vio inclinado sobre ella, con una rodilla apoyada en la piedra de molino, y sus facciones distorsionadas en una máscara de pura maldad, con la vista puesta fija en donde su mano estaba apretando su carne. Sus ojos estaban encendidos, su otra mano estaba alzada, sosteniendo la aguja.

Ella, reuniendo todas sus fuerzas, lo empujó con ambas manos.

Soltando su pecho, él se echó hacia atrás, riendo triunfante. Antes de que ella pudiera hacer otro movimiento, le agarró el brazo. Tirando de él, la medio levantó, zarandeándola como un muñeco.

– ¡Zorra! Ha llegado la hora de tu castigo.

Ella luchó, pero él la zarandeó de nuevo, y luego la abofeteó.

El chasquido de su palma sobre su mejilla resonó por todo el molino.

Algo cayó al suelo.

Phillip se quedó quieto. Allí de pie, con sus rodillas contra la piedra de molino, sus piernas atrapadas, atadas con el lazo de su vestido de novia, y uno de sus brazos sujeto en una dolorosa presa, ella retuvo la respiración y miró hacia el andamio con cuerdas que unía ambos pisos.

El sonido había venido de la parte oriental baja del molino. En aquella parte del edificio no había puertas. Si alguien se aproximaba sin querer ser visto, debía hacerlo por ahí.

– ¿Royce? -dijo Phillip, esperando a continuación, pero nadie respondió.

Ni tampoco se escuchó nada más.

Él la miró, pero inmediatamente, apartó la vista para mirar hacia arriba, fijándose en la barandilla del andamio que unía las dos plantas. Sus ojos buscaron algún espacio abierto en la parte baja que había más allá.

Minerva notó cómo cambiaba su peso de un pie a otro. No estaba seguro de lo que estaba pasando. Aquello no entraba en su plan.

Ella fijó su mirada y sus sentidos en él, esperando su oportunidad.

Royce estaba en alguna parte de la planta baja. Sus sentidos también le decían que él estaba allí, pero Phillip no podía verlo porque había varias alacenas a lo largo de la barandilla. No lo vería a menos que Royce quisiera que lo viera.

Dándose cuenta aparentemente de esto, Phillip gruñó, cogiendo el brazo de ella con ambas manos. Llevándosela de la piedra de molino, la alzó, con su espalda sobre su tórax. Con una mano, la sostuvo justo en esa posición. La agarraba con tal fuerza que ella apenas podía respirar. Con su otra mano, él rebuscaba en su bolsillo. Cuando ella logró girar la cabeza, vio que estaba sacando una pistola.

La mantuvo abajo, a su lado. Ella sintió en su espalda cómo su pecho se tensaba, al igual que el resto de su cuerpo.

La estaba utilizando de escudo, y ella no podía hacer nada. Sus brazos estaban sujetos en una presa contra su cuerpo. Si ella luchaba, él tan sólo tendría que alzarla. Todo lo que podía hacer era apretar las manos en sus faldas, manteniéndolas tan en alto como pudiera, al menos para que sus pies estuvieran libres, y esperar una oportunidad. Esperar al momento justo.