Royce se hundió en una de las butacas, y atrajo a Minerva hasta su regazo.
– Cuéntame.
Apoyándose contra su pecho, con los brazos del duque a su alrededor, Minerva le relató tanto como podía recordar.
– ¿Así que era la atención de su padre y mi abuelo lo que anhelaba?
– No solo su atención… su apreciación, y el reconocimiento, de que era igual a ti. Se sentía… impotente, en lo que se refería a ellos. No importaba lo que hiciera, ni lo que consiguiera, porque ellos nunca se fijaron en él.
Royce negó con la cabeza.
– Nunca me di cuenta -Hizo una mueca. -Al menos, no de que me alabaran a mí, y no a Phillip, pero yo rara vez estaba allí para oírlos -Agitó la cabeza de nuevo. -Mi tío y mi abuelo estarían horrorizados si supieran que fueron la causa de tales actos de traición.
– Esa era la causa subyacente -Lo corrigió Minerva. -Pero ellos eran totalmente inconscientes… todo formaba parte de la obsesión de Phillip. Él lo tergiversaba en su mente. Nadie puede ser culpado.
Royce arqueó una ceja.
– ¿Ni siquiera yo?
– Tú menos que nadie.
La ferocidad en su tono de voz y en sus ojos cuando giró la cabeza para mirar los suyos, lo consoló.
Minerva frunció el ceño.
– Hay una cosa que me tiene desconcertada… Si Phillip te quería muerto, ¿por qué te rescató del río? Seguramente hubiera sido fácil no cogerte, y entonces tu muerte hubiera sido un triste accidente.
Royce suspiró.
– Pensándolo ahora, creo que tenía intención de dejar que me ahogara. No pudo hacerlo durante el rescate porque todos los demás estaban allí, pero siendo el último de la hilera… -Apretó sus brazos alrededor de Minerva, como si necesitara sujetarse a su calidez, a su presencia física. -En aquel momento, pensé que no iba a ser capaz de alcanzar su mano. Estaba fuera de mi alcance… o eso creí. Desesperado, hice un esfuerzo hercúleo… y me las arreglé para agarrar su muñeca. Y una vez que lo hice, él no podía haberse soltado con facilidad de mí, no sin que resultara obvio. Así que tuvo que tirar de mí. Que perdiera esa oportunidad fue simplemente cuestión de suerte.
Minerva movió la cabeza contra la chaqueta de Royce.
– No. Tú no tenías que morir… él sí. Su tiempo tras ser el último traidor se había agotado.
Royce dejó que su certeza penetrara en su interior, calmándolo, reasegurándolo. Entonces se movió, inquieto.
– A propósito… -Buscó en su bolsillo, y sacó su cuchillo. Lo sacó para que ambos pudieran verlo. -Esto, si no recuerdo mal, una vez fue mío.
Minerva lo cogió y lo giró en sus manos.
– Sí, lo era.
– ¿Por qué diablos lo llevabas hoy, precisamente?
Royce inclinó la cabeza para poder ver su rostro. Los labios de Minerva se curvaron con puro afecto.
– Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul. Tenía la tiara, como algo muy viejo; mi vestido, como algo nuevo; el adorno de la boda de mi madre, como algo prestado; pero no tenía nada azul -Señaló el zafiro de color azul que había en la empuñadura de la daga. -Excepto esto… y parecía encajar extrañamente -Su sonrisa se amplió, y lo miró a los ojos. -Pensaba que lo descubrirías cuando volviéramos aquí para continuar con nuestra celebración.
Royce se rió; no lo habría creído posible después de todo lo que había ocurrido, pero la mirada en los ojos de Minerva (la sencilla sugerencia) lo hizo reír. Volvió a concentrarse en la daga.
– Te la di cuando tenías, ¿cuántos? ¿Nueve años?
– Ocho. Tú tenías dieciséis. Me la diste aquel verano, y me enseñaste a lanzarla.
– Había un soborno involucrado, creo recordar.
Minerva resopló.
– Tú tenías dieciséis años… había una chica involucrada. No era yo.
Royce lo recordó, y sonrió.
– La hija del herrero. Ya me acuerdo.
Minerva miró su sonrisa, esperando… Royce la vio mirándolo, y levantó una ceja arrogantemente divertida. Ella le sonrió… traviesamente.
– Sigue recordando.
Ella lo había observado mientras lo hacía. Su sonrisa flaqueó, y después desapareció.
Con una expresión inescrutable, la miró a los ojos.
– Nunca me contaste cuánto viste en realidad.
Fue su turno de sonreír con cariño ante el recuerdo.
– Lo suficiente -y añadió. -Lo suficiente para saber que tu técnica ha mejorado significativamente desde entonces.
– Eso espero. Fue hace veintiún años.
– ¿Y no has estado viviendo en un monasterio?
Royce ignoró el comentario. Frunció el ceño.
– Otra cosa que no te he preguntado nunca… En esa época, ¿me seguías muy a menudo?
Minerva se encogió de hombros.
– Cuando cabalgabas no… Me habrías visto.
Prosiguió un breve silencio, y después el duque preguntó:
– ¿Con qué frecuencia me espiabas?
Minerva lo miró a la cara, y arqueó una ceja.
– Estás empezando a parecer tan aturdido como estabas en el molino.
La miró a los ojos.
– Es la reacción normal ante la revelación de que soy el único e involuntario responsable de la extensa educación sexual de mi esposa a una edad precoz.
Minerva sonrió.
– No pareces tener ninguna objeción ante el resultado.
Royce vaciló, y después dijo:
– Solo dime una cosa… yo era el único, ¿no?
Ella se rió, y se echó hacia atrás en sus brazos.
– Puede que fuera precoz, pero solo estaba interesada en ti.
El duque suspiró, y la abrazó con fuerza.
– Quizá es el momento de recordarte algunas de las mejoras técnicas que he asimilado a través de los años.
– Uhm… Quizá -Se movió sinuosamente contra él, acariciando su erección con su trasero. -Y quizá podrías incluir algo nuevo, algo más novedoso y atrevido -Él miró sobre su hombro. -Quizá deberías extender mis horizontes.
Su tono hizo de aquello último una imperativa demanda ducal.
Royce se rió y se incorporó, cogiéndola en brazos. La llevó hasta el dormitorio; se detuvo junto a la cama, y la miró.
– Te quiero… te quiero de verdad -Las palabras fueron dulces, de corazón, y estaban llenas de sentimiento… de descubrimiento, de alegría, y de fe. -Incluso cuando te niegas a hacer lo que te digo. Quizá incluso porque te niegas a apartar la mirada, a no ver mi lado violento.
Las palabras de Minerva fueron tan sentidas como las de Royce.
– Amo todo lo que eres… lo bueno, lo malo, y todo lo que hay en el centro -Colocó una palma contra su mejilla, y sonrió mirándolo a los ojos. -Incluso me gusta tu mal carácter.
Royce resopló.
– Debería obligarte a poner eso por escrito.
Minerva se rió, y atrajo su cabeza contra la suya. El duque la besó, y la dejó sobre la cama, sobre la colcha escarlata y dorada.
Suya. Su duquesa.
Su vida. Su todo.
Tarde, mucho más tarde, Minerva estaba desnuda en las sábanas de seda escarlata, observando la última luz desvanecerse en las lejanas colinas. Junto a ella, Royce estaba acostado sobre su espalda, con un brazo metido bajo su cabeza y el otro abrazándola.
Estaba tranquilo, igual que ella. Minerva estaba precisamente donde tenía que estar.
Sus padres, pensó ella, se habrían sentido satisfechos. Había cumplido sus promesas… posiblemente, del modo que ellos siempre habían deseado. La habían conocido bien, y, según había llegado a darse cuenta, habían comprendido a Royce incluso mejor de lo que él creía.
Minerva se agitó, y se acercó más a su musculado cuerpo… un cuerpo que había explorado completamente, y que ahora consideraba totalmente suyo. Con los ojos aún en el lejano paisaje, murmuró:
– Hamish me dijo que el amor era una enfermedad, y que podía saberse quién la tenía buscando los síntomas.
A pesar de que no podía verlo, supo que Royce había sonreído.
– Hamish es, frecuentemente, una fuente de sabiduría. Pero no le cuentes que he dicho eso.
– Te quiero -Una afirmación que ya no era una gran revelación.
– Lo sé.
– ¿Cuándo lo supiste? -Una cosa que ella aún no había descubierto. -Intenté negarlo con todas mis fuerzas, intenté esconderlo… llamarlo de otro modo -Se giró en sus brazos para mirar su rostro. -¿Qué fue lo que hice que te hizo sospechar por primera vez que sentía algo por ti?
– Lo supe… -Bajó su mirada para corresponder sus ojos. -La tarde que llegué aquí, cuando me di cuenta de que habías pulido mis esferas armilares.
Minerva arqueó las cejas, lo consideró, y persistió.
– Y ahora sé que tú sabías que me querías.
– Uhm… -El sonido era un ronroneo.
– Confiésalo… ¿cuándo te diste cuenta por primera vez?
Royce sonrió; sacó el brazo de detrás de su cabeza, cogió un mechón perdido de su cabello, y lo metió cariñosamente tras su oreja.
– Supe que sentía algo, más o menos, desde esa primera noche. Continuó haciéndose más fuerte, pero no me di cuenta, ni siquiera me imaginé, por razones obvias, que eso pudiera ser amor. Pensaba que era… al principio lujuria, después cariño, después un montón de emociones similares conectadas que no estaba acostumbrado a sentir. Aunque sabía lo que eran, y podía darles nombre, no sabía que era el amor lo que me había hecho sentirlas -La miró a los ojos. -Hasta hoy, no he sabido que te amaba… que, sin ninguna duda, daría mi vida por ti.
A pesar de su felicidad, Minerva frunció el ceño.
– A propósito, hablo en serio. Nunca, nunca, vuelvas a hacer eso… de poner tu vida después que la mía. ¿Cómo podría querer vivir yo, si tú murieras? -Entornó los ojos. -Aunque valoro el sentimiento, prométeme que nunca entregarás tu vida a cambio de la mía.
Royce mantuvo su mirada con firmeza, tan serio como ella.
– Si me prometes que no dejarás que te atrape un maniaco asesino.
Minerva pensó, y después asintió.
– Te prometo que lo intentaré.
– Entonces, yo también te prometo que lo intentaré.
Minerva miró sus oscuros ojos, y supo que eso nunca ocurriría.
– ¡Uhm!
Royce hizo una mueca, se inclinó le dio un beso en la nariz.
– Duérmete.
Aquella era una orden que él siempre parecía tener a punto. Como si escuchara sus pensamientos, Minerva suspiró, se acurrucó en el interior de su brazo, con la cabeza sobre su hombro y su mano sobre su corazón.
Royce sintió que se relajaba, sintió la consoladora calidez de su piel contra su cuerpo, casi acariciando al primitivo ser de su interior.
En la ahora tranquila quietud de su mente, pensó que era extraño que, semanas antes, se hubiera apresurado a volver a Wolverstone para enterrar a su padre y asumir el mando del ducado, y se acordó de que las incertidumbres, y la soledad, habían quedado atrás.
Desde entonces, gracias a Minerva, el Destino había posado sus manos sobre él. Ahora podía rendirse; por fin, estaba en paz.
Por fin podía amar, había encontrado el amor, y su amor lo había encontrado a él.
Esto no tendría que haber sido así.
Aquello era lo que había pensado, pero ahora sabía más.
Así era precisamente como tenía que ser.
Stephanie Laurens
Stephanie Laurens nació en Ceylan (actualmente Sri Lanka). Cuando tenía cinco años, su familia se trasladó a Melbourne, Australia. Allí Stephanie cursó sus estudios. Se graduó de Doctora en Bioquímica.
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