Deseaba a su ama de llaves con una intensidad que lo sorprendía, aunque su desinterés descartaba que pudiera tenerla. Él nunca había perseguido a una mujer, nunca había seducido activamente a una dama, en toda su vida, y a su edad no tenía intención de empezar.
Después de vestirse para cenar (dando las gracias mentalmente a Trevor por haber previsto la necesidad) fue al salón armado con un catecismo diseñado para distraerlos a ambos. Ella se había mostrado dispuesta a ayudarle a recordar las familias locales, tanto de la clase alta como de la burguesía, desde los Alnwick a los Percy, y después prosiguió describiendo los cambios de la sociedad local… quiénes eran ahora los principales creadores de opinión, y qué familias habían desaparecido en la oscuridad. Así ocuparon los minutos antes de que Jeffers los llamara para que acudieran al comedor, y el resto de la cena.
No es que la situación hubiera cambiado mucho; con unos ajustes menores, su visión previa de aquella parte del mundo aún prevalecía.
Cuando Retford retiró los platos, Minerva se levantó con la intención de dejarlo con una solitaria copa de oporto. En lugar de esto, él optó por seguirla hasta la biblioteca, y por el whisky que su padre guardaba allí.
Había decidido prolongar la tortura de estar en su presencia, porque no quería quedarse solo.
Cuando le preguntó por qué usaba la biblioteca en lugar del salón, ella le había comentado que, después de la muerte de su madre, su padre había preferido que ella se sentara con él allí… De repente, al recordar que era él, y no su padre, el que caminaba junto a ella, se había detenido. Antes de que pudiera preguntarle si prefería que se quedara en el salón, Royce le había dicho que tenía que hacerle algunas preguntas más, y le había hecho un gesto para que siguiera.
Cuando llegaron a la biblioteca, se sentaron; mientras Retford le servía el whisky, le preguntó por la casa de Londres. Ese tema no había tardado demasiado en agotarse; excepto el mayordomo, que ya no era Hamilton, todo lo demás era como había supuesto.
Un extrañamente confortable silencio había seguido a continuación; ella era, al parecer, una de esas raras mujeres que no necesitan llenar cada silencio con parloteo.
Al parecer, de nuevo, Minerva había pasado las noches de los tres últimos años sentada con su padre; no era sorprendente que se hubiera acostumbrado a los largos silencios.
Desafortunadamente, aunque el silencio normalmente le hubiera agradado, aquella noche le hacía presa de pensamientos cada vez más ilícitos sobre ella; los cuales, en ese momento, la desnudaban lentamente, desenvolviendo sus curvas, sus esbeltas piernas, e investigando sus huecos.
Todo aquello parecía estar terriblemente mal, y ser casi deshonroso.
Interiormente frunció el ceño… Minerva era la pura imagen del decoro femenino, totalmente inconsciente del dolor que le estaba provocando, con su aguja centelleando mientras trabajaba en una labor del mismo tipo de bordado que su madre había preferido; petit point, creía que se llamaba. Técnicamente, dejarla vivir sin compañía bajo su techo podría considerarse escandaloso, pero teniendo en cuenta su puesto, y el tiempo que llevaba viviendo allí…
– ¿Cuánto tiempo llevas siendo el ama de llaves aquí?
Ella levantó la mirada, y después volvió a su labor.
– Once años. Asumí el cargo cuando cumplí dieciocho años, pero ni tu madre ni tu padre consintieron que se me considerara el ama de llaves, no hasta que cumplí los veinticinco y finalmente aceptaron que no iba a casarme.
– Esperaban que te casaras -Y él también. -¿Por qué no lo hiciste?
Ella levantó la mirada de nuevo, sonriendo con dulzura.
– No es que me faltaran ofertas, pero no consideré que ninguno de los candidatos fuera lo suficientemente bueno para cederle mi mano… ni para cambiar la vida que tenía aquí.
– Entonces, ¿te sientes satisfecha siendo el ama de llaves de Wolverstone?
Sin sorprenderse por la tan manida pregunta, Minerva se encogió de hombros. Hubiera respondido de buena gana cualquier pregunta que él tuviera… cualquier cosa, para obstaculizar el efecto que le provocaba estar sentada junto a él, el efecto que su despreocupada y lánguida postura que era tan esencialmente masculina (hombros anchos contra el alto respaldo de la butaca, antebrazos descansando sobre los reposabrazos acolchados, los largos dedos de una mano jugueteando con un vaso de cristal, sus poderosos muslos separados) estaba teniendo en sus entumecidos sentidos. Sus nervios estaban tan tensos que su presencia los hacía temblar y vibrar como si fueran cuerdas de violín.
– No voy a ser el ama de llaves de este lugar para siempre… cuando te cases, tu duquesa cogerá las riendas, y entonces tengo planeado viajar.
– ¿Viajar? ¿Dónde?
A algún sitio muy lejos de él. Minerva estudió la rosa que acababa de bordar; no recordaba haberlo hecho.
– A Egipto, quizá.
– ¿A Egipto? -No parecía impresionado por su elección. -¿Por qué allí?
– Por las pirámides.
La oscura mirada pensativa que había tenido antes de preguntarle cuándo se había convertido en ama de llaves volvió a su rostro.
– Por lo que he oído, la zona alrededor de las pirámides está en conflicto con las tribus bereberes, bárbaros que no dudarían en asaltar a una dama. No puedes ir allí.
Se imaginó informándole de que siempre había soñado con ser secuestrada por un bárbaro, tirada sobre su hombro y arrastrada hasta el interior de su tienda, donde la dejaría sobre un palé forrado de seda y la violaría a conciencia (por supuesto, él habría sido el bárbaro en cuestión), y después señalándole que él no tenía autoridad sobre adónde iba ella o dejaba de ir. En lugar de eso, le dio una respuesta que a Royce le gustó incluso menos. Sonriendo ligeramente, volvió a su labor.
– Ya veremos.
No, no lo veremos. Ella no iba a ir a ningún sitio cerca de Egipto, ni a ningún otro país lleno de peligros. Royce le dio vueltas a la posibilidad de sermonearla con que sus padres no la habían criado para que tirara su vida por la borda en una aventura equivocada… Pero se sentía inseguro, y como sabía que su respuesta solo serviría para aumentar la tensión, mantuvo sus labios cerrados y se tragó las palabras.
Para su intenso alivio, Minerva deslizó la aguja en la labor, y después la enrolló y la guardó en una bolsa de bordados que aparentemente vivía bajo un extremo de la silla. Se inclinó y volvió a meter la bolsa en su sitio, y después se incorporó y lo miró.
– Voy a retirarme -Se levantó. -No te molestes en levantarte… te veré mañana. Buenas noches.
Royce gruñó un "buenas noches" en respuesta. Sus ojos la siguieron hasta la puerta… mientras luchaba por permanecer en la butaca y dejarla marchar. Su idea sobre Egipto no había ayudado a tranquilizarlo, y había agitado algo primitivo (incluso más primitivo) en su interior. El ansia sexual se convirtió en un dolor tangible cuando la puerta se cerró suavemente tras ella.
Su habitación estaba en la torre, no demasiado lejos de sus nuevos aposentos; a pesar de la siempre creciente tentación, no iba a ir allí.
Ella era su ama de llaves, y él la necesitaba.
Hasta que estuviera sólidamente establecido como duque, con las riendas firmemente en sus manos, Minerva era su fuente de información mejor informada y más fiable. Debía evitarla tanto como fuera posible (Falwell y Kelso le ayudarían con eso), pero aún necesitaría verla, y hablar con ella, diariamente.
La vería durante las comidas, también; aquel era su hogar, después de todo.
Sus padres la habían criado; él tenía la intención de honrar ese acto incluso aunque hubieran fallecido. Aunque no era formalmente una pupila del ducado, Minerva estaba en la misma posición… ¿quizá podía considerarse como in loco parentis [2]?
Eso podría excusar lo protector que se sentía… y que sabía que seguiría sintiéndose.
Sin embargo, tendría que acostumbrarse a tenerla siempre alrededor hasta que, como ella había señalado, se casara.
Eso era algo más que tendría que resolver.
El matrimonio, para él, como para todos los duques de Wolverstone de hecho, y para todos los Varisey, sería un asunto negociado con sangre fría. Los matrimonios de sus familiares y hermanas habían sido así, y habían funcionado como las alianzas que pretendían ser; los hombres tomaban amantes siempre que lo deseaban, y cuando se producían los herederos, las mujeres hacían lo mismo, y las uniones permanecían estables y sus propiedades prosperaban.
Su matrimonio seguiría ese curso. Ni él ni ningún otro Varisey se sentía partidario de la última moda de las uniones por amor, porque, como reconocían todos aquellos que los conocían, los Varisey no sentían amor.
Por supuesto, una vez se hubiera casado, sería libre para buscarse una amante, una de larga duración, una que pudiera mantener a su lado…
El pensamiento revivió todas las fantasías que durante la última hora había intentando suprimir.
Con un gruñido disgustado, vació el líquido ámbar de su vaso, y después lo dejó, se levantó, se ajustó los pantalones, y se dirigió a su cama vacía.
CAPÍTULO 03
A las nueve de la mañana siguiente, Royce ya estaba sentado en la cabecera de la mesa en el salón de desayunos y, solo, terminó su ayuno. Había dormido mejor de lo que esperaba (profundamente, y sin desvelos), y sus sueños no habían sido sobre su pasado, sino fantasías que nunca se harían realidad.
Todos incluían a su ama de llaves.
Y si en ellos no estaba totalmente desnuda, podríamos decir que tampoco estaba totalmente vestida.
Se había despertado para descubrir a Trevor cruzando su dormitorio para llevar agua caliente al baño. La torre había sido construida en una época en la que mantener el mínimo de puertas había sido una inteligente defensa; en ese momento, colocar una puerta a la que pudieran llamar entre el pasillo y su vestidor y el baño era una necesidad urgente. Se hizo la nota mental de decírselo a su ama de llaves.
Se preguntó si ella preguntaría por qué.
Mientras esperaba acostado a que el inevitable efecto de su último sueño se desvaneciera, ensayó varias respuestas posibles.
Caminó hasta el salón del desayuno con una entusiasta sensación de anticipación, pero se sintió decepcionado cuando descubrió que, a pesar de la hora que era, ella no estaba allí.
Quizá era una de esas mujeres que desayunan té y tostadas en su habitación.
Puso freno a su inadecuada curiosidad sobre los hábitos de su ama de llaves, se sentó, y permitió que Retford le sirviera, suprimiendo con decisión cualquier pregunta sobre su paradero.
Estaba dando buena cuenta de un plato de jamón y salchichas cuando el objeto de su obsesión apareció… Vestido con un traje de montar de terciopelo dorado sobre una blusa de seda negra con un lazo negro anudado sobre uno de sus codos, y un gorro de monta negro sobre su cabello dorado.
Algunos mechones de cabello habían escapado de su moño, creando un delicado nimbo bajo el gorro. Sus mejillas brillaban con alegre vitalidad.
Lo vio y sonrió, se detuvo y se quitó rápidamente los guantes. Llevaba una fusta bajo uno de sus brazos.
– Dos endemoniados caballos negros han llegado a los establos con Henry. Es increíble, pero lo he reconocido al instante. Todo el personal del establo está allí, intentando echar una mano para conseguir tranquilizar a tus bestias -Arqueó una ceja. -¿Cuántos caballos más estamos esperando?
Royce masticó lentamente, y después tragó. Recordaba que ella disfrutaba montando; había una tensa flexibilidad en su postura mientras se mantenía de pie justo en el umbral, como si su cuerpo estuviera aún vibrando por el golpear de los cascos de los caballos, como si la energía que había agitado la monta aún corriera por sus venas.
Verla lo estimuló hasta un grado que lo incomodaba.
¿Qué le había preguntado? La miró a los ojos.
– Ninguno.
– ¿Ninguno? -Lo miró fijamente. -¿Qué conducías en Londres? ¿Un caballo de alquiler?
Su tono tiñó estas últimas palabras como si fuera algo totalmente impensable.
– Las únicas actividades que uno puede llevar a cabo a caballo en la capital no pueden, en mi opinión, calificarse como monta.
Minerva arrugó la nariz.
– Eso es verdad -Lo estudió un momento.
Royce dirigió su atención de nuevo a su plato. Ella estaba debatiéndose entre decirle algo o no; el duque ya había aprendido lo que significaba aquella mirada concreta de evaluación.
– Así que no tienes caballo propio. Bueno, excepto el viejo Conquistador.
El levantó la mirada.
– ¿Aún está vivo? -Conquistador había sido su caballo en el momento de su destierro, un poderoso semental gris de solo dos años de edad.
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