Por fin, Laura se detuvo alerta, escuchando, con una mano apretada contra los pechos que se alzaban, para sujetarse el vestido. Rye también escuchó, pero no oyeron ni el más débil acorde de música que proviniese de la casa. Estaban rodeados por ondas blancas, perdidos en la niebla, solos en una especie de cenador íntimo de membrillos donde no podían ser vistos ni oídos.

Todavía sujetaba la muñeca de Rye, y pudo sentir su pulso acelerado bajo el pulgar. Soltó la mano de golpe, y le espetó:

– ¡Maldito seas, Rye!

Pero este ya había recuperado el buen humor.

– ¿Ese es el modo de hablarle al hombre que acaba de aflojarte el corsé?

– Te dije que necesitaba tiempo para pensar y para resolver las cosas.

– Te he dado cinco días… ¿qué es lo que has resuelto?

– ¡Cinco días… exactamente! ¿Cómo puedo aclarar semejante embrollo en cinco días?

– ¿Así que quieres que te siga aquí, a la huerta de manzanos, donde solíamos hacerlo bajo las propias narices de Dan cuando éramos muchachos?

Se acercó más, con el aliento agitado después de la carrera.

– No vine aquí por eso -protestó, y era cierto.

– Entonces, ¿por qué? -Le puso las manos en la cintura para acercarla a él. Laura le sujetó las muñecas, pero Rye no se dejó apartar. Le acarició las caderas, y su voz suave se mezcló con la niebla, para confundirla-. ¿Recuerdas esa época, Laura? ¿Recuerdas cómo era… con el sol sobre la piel, los dos asustados de que Dan nos descubriese aquí mismo, a la luz del día, y…?

Laura le tapó la boca con la mano.

– Eres injusto -se quejó.

Pero el recuerdo ya había revivido, como pretendía Rye, y servía a sus propósitos, porque el aliento de la mujer no se hizo más fluido. Al contrario, era más agitado y rápido que cuando habían dejado de correr.

Rye le besó los dedos con los que quería impedirle hablar. Laura los retiró de inmediato, dejándole los labios libres, para asegurarle:

– Te lo diré bien claro, mujer: no tengo intenciones de jugar limpio. Jugaré todo lo sucio que haga falta para recuperarte. Y empezaré ya mismo, manchándote el vestido en este huerto si no te quitas esa maldita prenda.

Una vez más, las manos le agarraron las caderas, y luego subieron por el torso y se posaron en la espalda, encontraron la abertura de la ropa y, presionando sobre los omóplatos de Laura, la acercó hasta que los pechos de ella tocaron su chaqueta.

Laura apartó la boca.

– Si te dejo besarme una vez, ¿te darás por satisfecho y me dejarás regresar?

– ¿Qué crees? -murmuró, con tono áspero, rozándole con la nariz el costado del cuello, mordiéndolo suavemente, y provocándole estremecimientos en el vientre.

– Creo que mi marido me matará si no vuelvo pronto a casa.

Pero le acercó más los labios mientras lo decía.

– Y yo pienso que este marido te matará si lo haces -repuso, casi dentro de la boca de ella.

Rye olía a cedro, a vino y a pasado. Laura reconoció su aroma, que disparó en ella la vieja respuesta. El silencio los envolvió, tan inmenso y total que dentro de él los corazones de los dos resonaban como disparos de cañón. El primer día, cuando él la besó, ella se había quedado conmocionada. La segunda vez, la había tomado por sorpresa. Pero en ese instante… si la besaba, si se lo permitía, sería con toda deliberación.

– Una vez -susurró-. Sólo una vez, y luego tengo que volver. Prométeme que me atarás otra vez los lazos -le rogó.

– No -replicó, gruñón, echándole el aliento en los labios-. Nada de promesas.

Apelando a la sensatez, Laura se echó atrás, pero a Rye no le costó demasiado hacerla desistir. Le bastó con rozarle la comisura de la boca con los labios.

Y ahí estaba, una vez más, el viejo estremecimiento, fuerte y vital como siempre. Este hombre tenía esa virtud, Rye lograba eso que Laura había intentado olvidar desde que estaba casada con Dan. Lo llamara técnica, práctica, familiaridad… habían aprendido juntos a besar, y Rye sabía lo que a Laura le gustaba. Dejó que los alientos se mezclaran, le humedeció la comisura de la boca, hundiendo apenas la lengua para probar, antes de saborearla plenamente. Le gustaba que la excitara muy poco a poco, y Laura esperó, con el cuello tenso, y la respiración agitada, mientras Rye la sujetaba con una mano en el cuello, masajeándole con el pulgar el hueco bajo el mentón. El pulgar trazaba lánguidos círculos. Entonces, llegó la lengua, mojando el contorno de los labios con pacientes toques suaves, mientras percibía cómo se encendía el fuego en ella.

Los recuerdos llegaron a Laura en tropel… a los quince años, en un esquife, con los labios bien apretados y los ojos cerrados; a los dieciséis, en una caseta de botes, y ya conociendo bien el uso de la lengua; avanzando hacia la madurez plena, aprendiendo juntos cómo toca un hombre a una mujer, como una mujer toca a un hombre para provocar impaciencia, y luego, éxtasis.

Como si le leyese la mente, Rye murmuró:

– Laura, ¿recuerdas aquel verano, en el desván del almacén para guardar botes del viejo Hardesty?

Apretando su boca contra la de ella la hizo regresar a esos tiempos primeros, y su lengua invitó a la de ella a danzar. La cara interna de los labios del hombre tenía la sedosidad exacta, la tibieza justa, la humedad suficiente, la vacilación necesaria, la exigencia apropiada para borrar el día presente y llevarla de regreso, a través de los años, a aquellos primeros tiempos.

Se estremeció. Rye sintió el temor en la palma de su mano, sobre la nuca de ella, y la acercó a sí, para luego deslizar esa mano tibia, inquisidora, dentro del vestido que le colgaba suelto, desde los hombros. Pero cuando estaba a punto de bajárselo, Laura se apresuró a alzar los brazos hacia el cuello de él, y no se lo permitió. El vestido cumplía su función, porque entre las puntas de las ballenas y los puñados de tela fruncida, había poca posibilidad de acceder a las zonas íntimas de su cuerpo. El aro del miriñaque se apretaba contra sus muslos y se abría hacia atrás, como si lo inflase un viento huracanado.

Pero el huracán no soplaba en las faldas de la mujer sino en su cabeza y en su corazón, porque el beso iba adquiriendo sustancia. Era una caliente entrega de bocas, sin la menor reserva. Su lengua se unió a la de él y Laura recibió de inmediato la sacudida de la diferencia, como lo sabe cualquiera que haya besado a una sola persona durante mucho tiempo, como le sucedía a ella con Dan. El golpe debió de haberla enfriado, recordándole que no era libre para hacer tales cosas con este hombre, pero en cambio la alegró, y la hizo comprender que, desde que se casó con Dan, había estado comparando desfavorablemente el beso del esposo con este.

La admisión la hizo sentirse traidora y, en cierto modo, le devolvió la sensatez: deseó fervientemente que Rye se conformase con este beso, por el momento, porque la resistencia se le diluía a toda velocidad mientras él la abrazaba con firmeza y pasaba las manos por la piel desnuda de la espalda, única zona que podía tocar.

Rye arrancó sus labios de los de ella y dijo, con salvaje emoción:

– ¡Laura… por Dios, mujer!, ¿acaso te complace torturarme? -Alzó una mano, la deslizó por el brazo de Laura, le aferró la mano y, quitándola de su nuca, la llevó a la parte henchida de su cuerpo-. He estado cinco años en el mar, y mira lo que me has hecho. ¿Cuánto tiempo me harás esperar?

Oleadas de excitación recorrieron el cuerpo de la joven. Trató de soltarse, pero Rye le sujetaba la mano en ese lugar del que había estado ausente tanto tiempo, y el calor de su erección palpitaba, insistente, atravesando la tela del pantalón. Sujetándola por la nuca, la atrajo con vehemencia otra vez hacia él y la besó, hundiendo y sacando de manera rítmica su lengua caliente y ávida de la boca femenina: Laura recordó que fue él quien se lo enseñó, hacía años, en una caseta para guardar botes. La mano de la joven dejó de resistirse y se adaptó a la forma de él, que se impulsó hacia la caricia, sin dejar de apretarle el dorso de la muñeca, los nudillos y los dedos.

Laura lo comparó otra vez, sin quererlo, con el hombre que en ese momento la esperaba en la casa. Fue levantando la mano y luego bajándola, midiendo, recordando, mientras Rye con el movimiento de su cuerpo le suplicaba que tocara el satén de su piel, ya que ella no le permitía acceder al suyo.

La niebla enroscaba sus rizos sobre las cabezas de los dos, y llenaba la noche el perfume seductor de las flores. Tenían el aliento entrecortado por el deseo, y exhalaban como las olas del mar que se precipitaran sobre la arena, para luego retroceder.

– Por favor -gimió Rye, dentro de su boca-. Por favor, Laura amor. Hace tanto tiempo…

– No puedo, Rye -dijo, desdichada. Retirando de repente la mano, se cubrió la cara con las dos, y se quebró en un sollozo-. No puedo… Dan confía en mí.

– ¡Dan! -refunfuñó-. ¡Dan! ¿Y yo, qué? -La voz de Rye temblaba de furia. Le agarró el brazo y tiró de ella, casi hasta hacerla ponerse de puntillas-. ¡Yo confiaba en ti! ¡Confié en que me esperarías mientras yo navegaba en ese… desgraciado ballenero y aguantaba la pestilencia del aceite rancio y del pescado podrido, comía harina en la que asomaban gorgojos, y olía los cuerpos sucios de los hombres, incluyendo el mío día tras día! -Apretó con más fuerza, y Laura hizo una mueca de dolor-. ¿Tienes idea de cuánto ansiaba olerte? La sola noción estuvo por volverme loco. -En ese momento, la empujó, casi con desdén-. Tendido ahí, a la deriva cuando había calma ecuatorial, a merced de la falta de vientos, mientras los días pasaban y yo pensaba en ese tiempo que pasaba, cuando podría haber estado contigo. Pero yo quería traerte una vida mejor. ¡Por eso lo hice! -vociferó.

– ¿Y qué crees que estuve soportando yo? -exclamó Laura, proyectando hacia delante los hombros en actitud beligerante y con lágrimas corriéndole por las mejillas-. ¿Acaso crees que no sufrí cuando te vi meter ropa en ese baúl, cuando vi cómo desaparecían las velas y me preguntaba si volvería a verte con vida? ¿Cómo crees que fue cuando descubrí que estaba embarazada de tu hijo y supe que el niño jamás conocería a su padre? -Le tembló la voz-. Quería matarte, ¿sabes, Rye Dalton? ¡Quería matarte, porque habías muerto dejándome sola!

Lanzó una carcajada loca.

– ¡Sin embargo, no perdiste tiempo en encontrar a alguien que ocupara mi lugar!

Apretando los puños, Laura gritó:

– ¡Estaba embarazada!

– ¡De mi hijo, y recurriste a él!

Sus raíces casi se tocaban.

– ¿A qué otra persona podía recurrir? ¡Pero tú no lo comprenderías! ¿Cuándo fue la última vez que tu barriga se infló como un pez globo y no podías caminar sin que te doliese, o… o despejar el camino con la pala, o levantar un balde con agua? Mientras estuviste ausente, ¿quién crees que hizo todas esas cosas, Rye?

– Mi mejor amigo -respondió con amargura.

– También era mi mejor amigo. Y si no lo hubiese sido, no sé qué habría hecho yo. Se presentó sin que se lo pidiera, cada vez que lo necesité, y aunque no quieras creerlo, fue tanto por lo que te quería a ti como por lo que me quería a mí.

– Ahórrame dramatismos, Laura. Se presentó porque estaba impaciente por ponerte las manos encima, y tú lo sabes -repuso con frialdad.

– ¡Eso que dices es despreciable, y lo sabes!

– ¿Acaso niegas que tú sabías lo que sentía por ti desde que éramos jóvenes?

– No niego nada. ¡Intento hacerte entender lo que sufrieron dos personas al saber de tu muerte… lo que sufrieron juntos! Cuando supimos que el Massachusetts se había hundido, pasamos esos primeros días caminando por las dunas donde solíamos jugar los tres, diciéndonos que no podía ser verdad, que aún estarías vivo, por allí, en algún lado, y al minuto siguiente, convenciéndonos mutuamente de que teníamos que aceptarlo… que jamás volverías. Yo fui la más débil, con mucho. Yo… me dije que estaba comportándome igual que mi madre, y eso me pareció detestable, pero la desesperación fue la peor que yo hubiese conocido jamás. Descubrí que no me importaba vivir o morir y, en ocasiones, sentía lo mismo con respecto al niño que llevaba dentro de mí. Después del funeral fue lo peor… -La evocación le quebró la voz, y tembló-. ¡Oh, Dios, ese funeral sin el cuerpo… y yo, ya embarazada de tu hijo…!

– Laura…

Se le acercó, pero ella le dio la espalda y continuó:

– No podría haber pasado por ese… ese horror si no hubiese sido por Dan. Mi madre, como puedes imaginártelo, fue completamente inútil. Y tampoco me ayudó demasiado cuando nació Josh. Fue Dan el que me dio fuerzas, el que se sentó a mi lado cuando sentí los primeros dolores y luego se paseó fuera, y entró a ver al niño y a decirme que se parecía a ti, porque sabía que eso era lo que yo necesitaba escuchar para recuperar las fuerzas. Fue tu mejor amigo el que me aseguró que siempre estaría ahí, cada vez que Josh o yo lo necesitáramos, pasara lo que pasase. Estoy en deuda con él por eso. -Hizo una pausa-. Tú estás en deuda.