Rye contempló esa espalda, y luego se acercó y empezó a atarle con brusquedad el corsé.

– Pero, ¿qué es lo que le debo? -Interrumpió la tarea-. ¿A ti?

Incapaz de responder, Laura se estremeció. ¿Qué le debían a Dan? Sin duda, algo mejor que escabullirse en la noche y disfrutar de juegos sexuales. Rye reanudó la tarea de atarle los lazos.

– Tienes que entender, Rye. Ha sido el padre de Josh desde que nació. Ha sido mi esposo tres veces más tiempo que tú. No puedo… hacerlo a un lado, sencillamente, sin tener en cuenta sus sentimientos.

Sintió un tirón irritado en la espalda, más fuerte que los demás, y luego desapareció la tensión de su torso, mientras Rye continuaba torpemente la tarea.

– No soy muy bueno para estas cosas… no he tenido mucha ocasión de practicar.

En el tono de Rye apareció un matiz helado. Seguía enfadado con ella, y sin poder salir de la confusión imposible de resolver en que se habían sumido sus vidas. Cuando, al fin, logró terminar de atar corsé y vestido, dejó las manos sobre las caderas de ella.

– Entonces, ¿tienes intenciones de quedarte con él?

Laura cerró los ojos, fatigada, respiró profundamente, y comprendió que no estaba más cerca que él de la solución.

– Por ahora.

Las manos cálidas se apartaron.

– ¿Y no nos veremos?

– De este modo… no…

Tartamudeó y se interrumpió, pues dudaba de su propia capacidad para resistirlo.

La furia de Rye, que estaba bajo la superficie, volvió, emergiendo entre los dientes apretados:

– ¡Eso lo veremos… señora Morgan!

Giró sobre los talones y se perdió en la niebla silenciosa.

Capítulo5

En los días que siguieron, Laura y Dan guardaban una incómoda distancia. Desde la noche de la cena en casa de los Starbuck, Dan cada vez se mostraba más herido, exhibiendo con frecuencia una expresión dolida que punzaba la conciencia de Laura cada vez que alzaba la vista y la veía. No le había mentido cuando le preguntó si había estado con Rye esa noche, pero al verle los ojos enrojecidos, Dan supuso que no había sucedido lo peor… pues si hubo llanto… Con todo, esas mismas lágrimas le decían que ella aún sentía algo por Rye. Y la tensión aumentó.

Una tibia tarde dorada de finales de mayo, cuando el sol calentaba el borde del océano como si se tratara de un melón maduro, por la ventana que había sobre la pila de zinc, Laura veía a Dan y a Josh que jugaban en el patio trasero. Dan le había construido un par de zancos y trataba de enseñarle a usarlos, haciendo gala de toda su paciencia. Los sostenía verticales y el niño se subía una vez más a los apoyapiés mientras Dan lo sostenía, sujetando con firmeza los palos. Pero, en cuanto lo soltaba, las piernas del niño se separaban como las dos ramas del hueso de la suerte, ese que está en la pechuga de las aves. Tras un único paso vacilante, los zancos se caían al suelo en una dirección y Josh en otra, rodando y rodando de manera exagerada, y Dan junto con él, riendo los dos a más no poder. Tambaleándose, se detenían, Dan tumbado de espaldas con los brazos abiertos y Josh a horcajadas sobre su pecho, como si estuviese apresándolo. Luego, iban hacia el otro lado y, esta vez, era Dan el que apresaba a Josh, cuya risa infantil flotaba en la tarde primaveral… como la música del amor.

El sol se alzaba detrás de los dos, convirtiendo sus cuerpos en siluetas para Laura, que los observaba con un nudo en la garganta. Dan hacía ponerse de pie a Josh, le daba una juguetona palmada en el trasero, y el chico giraba sobre sí para vengarse, también en broma, pero al instante la palmada de Dan se hacía más lenta… para luego detenerse… rodeaba al niño con los brazos, y las dos siluetas se transformaban en una sola.

El corazón de Laura se dilató. Las lágrimas le hicieron arder los ojos, percibiendo la desesperación de ese repentino abrazo, el modo en que Dan apoyaba la mejilla sobre la cabeza dorada de Josh, el modo en que lo estrechaba con cierto grado de exageración, y Josh, soltándose, galopaba otra vez hacia los zancos mientras Dan se quedaba un momento arrodillado en el suelo, siguiendo con la vista al inquieto niño.

Entonces, se dio la vuelta, miró hacia la casa y Laura se apartó de la ventana de un salto, con la garganta constreñida. Cerró los ojos. Se tapó la boca con los dedos. ¿Cómo podía separarlos?

Esa noche hicieron el amor, pero ella sintió en su abrazo la misma desesperación que había visto en el modo en que esa tarde estrechó a Josh. La apretaba con demasiada fuerza. La besaba con demasiada avidez. Se disculpaba en exceso si creía haber cometido el más mínimo gesto que pudiese disgustarla.

Cuando al fin Dan cayó en un sueño inquieto, Laura se preguntó si alguna vez todo volvería a ser igual entre ellos. ¿Cómo podía ser, viviendo Rye a corta distancia? Lo viese o no, lo besara o no, hicieran o no el amor, estaba otra vez ahí, accesible, y ese hecho bastaba para obstruir la relación entre ella y Dan.

Desgarrada por su conciencia, yacía en la oscuridad con el dorso de una muñeca sobre la frente, la boca seca, las palmas húmedas, deseando que sus pensamientos emprendiesen el camino estrecho y recto.

Pero su mente tenía voluntad propia, y la acosaba con comparaciones que no tenía derecho a hacer. ¿Qué importancia tenían las proporciones de un cuerpo masculino, la curva del hombro, la textura de su mano, la forma de sus labios? Nada de eso importaba. Lo fundamental eran sus cualidades internas, los valores de un hombre, el modo en que cuidaba a una mujer, trabajaba para ella, la respetaba, la amaba.

Pero Laura no se engañaba ni un ápice. Las comparaciones físicas eran las que, en el presente, más descontenta la dejaban. La verdad indiscutible era que Rye era mejor amante, y que su cuerpo era más deseable. En lo profundo del corazón ya lo había reconocido durante los años de matrimonio con Dan, pero había logrado reprimir el pensamiento cada vez que hacían el amor. Ahora, en cambio, Rye había vuelto, y su superioridad como amante la perseguía y la llenaba de culpa cada vez que permitía a esa noción interponerse entre ella y el hombre con el que aún estaba casada.

Dan siempre la abordaba como un suplicante se acerca al altar, mientras que Rye y ella siempre se encontraban como iguales. Laura no era una diosa sino una mujer. No quería adulación sino reciprocidad. Sí, había una inmensa diferencia entre hacer el amor con Dan y hacerlo con Rye. Con Dan, era sereno; con Rye, una sacudida; con Dan, una ceremonia; con Rye, una celebración.

¿Cómo era posible, y por qué tenía que importar? Sin embargo, importaba… importaba. Laura sintió que su cuerpo -en ese momento, después de que Dan lo dejó-, se excitaba ante el recuerdo de ella y Rye en el huerto, con las guedejas de niebla enlazándolos y el perfume de la primavera llenando la noche húmeda que los envolvía.

«Oh, Rye, Rye -se desesperó-, me conoces tan bien… Tú y yo nos enseñamos mutuamente, demasiado bien como para vivir en el mismo pueblo y no tentarnos».

Tenía la mano apoyada sobre el estómago. La alzó hasta los pechos y los encontró erguidos como picos tensos, por el solo hecho de haber pensado en él. Se imaginó sus labios, recordó la primera vez que la había besado… allá en el bosquecillo de arrayanes en Saul's Hill… y la primera vez que la tocó aquí… y aquí. Primeras veces, primeras veces… cuando los dos temblaban y temían, pero bullían de sexualidad, en esa época en que transponían la delgada línea entre la adolescencia y la adultez. Había empezado con ese inocente contacto en la espalda desnuda de él.


Habían estado nadando en una playa de arena en la cabecera del puerto, cerca de Wauwinet y, como siempre, terminaron recorriendo ese sitio llamado el Haulover, franja estrecha de arena que separaba las aguas serenas del embarcadero del agitado Atlántico, donde, con frecuencia, los pescadores izaban sus esquifes, pasándolos de un lado a otro.

Rye delante, Laura detrás, atravesaron la playa de hierba verde amarillenta que cubría la costa y detenía la invasión del poderoso océano desde la tranquila bahía. A la izquierda, se extendía Great Point, curvando su dedo angosto como si llamara a las olas a que lo golpearan. Pero Rye no dirigió más que un vistazo fugaz, y luego, como era su costumbre, se acuclilló en la arena y se inclinó adelante, rodeándose las rodillas con los brazos y escudriñando el Atlántico en busca de velas.

Como tenía granos de arena adheridos a la espalda, Laura estiró la mano con la intención de sacudírselos, como había hecho cientos de veces.

Pero esta vez, el muchacho se encogió, y giró sobre sí, gritando:

– ¡No!

Le clavó la vista como si hubiese cometido un crimen horrendo, y Laura se quedó mirándolo con la boca abierta y los ojos agrandados de asombro.

– Lo único que hice fue sacudirte la arena.

Rye la miró durante unos segundos, enfadado y callado y de pronto se levantó y corrió por la playa lo más rápido que podía, hacia los cedros de Coskata, mientras Laura lo veía desaparecer apretándose el estómago, donde sentía una extraña y leve sensación.

Después, nunca fue lo mismo. Ya no fueron tres: Rye, Laura y Dan, sino dos más uno.

De niños jugaban a los balleneros, del mismo modo que los niños del continente jugaban a la casita. Laura siempre era la esposa, Rye el esposo, y Dan, el hijo. Rye depositaba un picotazo seco en los labios quemados por el sol y atravesaba a zancadas la franja de costa, en dirección a su «barco ballenero» -el esqueleto varado de un bote de remos que ya nunca surcaría las aguas-, mientras Laura y Dan, de la mano, le decían adiós, fingiendo que cinco minutos eran cinco años, hasta que Rye volvía trayendo sobre el hombro alguno de los restos que dejaba el mar: el marino que regresaba al hogar.

Pero esos besos no contaban.

La primera vez que Rye realmente la besó fue mucho después de esos besos juguetones. Entre la tarde que Laura le quitó la arena de la espalda y los besos de verdad, habían pasado años sin besos, pero desde aquella vez ninguno de los dos pensó en otra cosa.

La vez siguiente que se encontraron para ir a pescar almejas en las caletas de la marisma salada, junto al puerto, Dan estaba con ellos, como de costumbre. Repartieron la pesca, pero Laura y Rye pusieron excusas para quedarse después de que Dan se alejó por el camino, más allá de Consue Spring. Rye dijo que iba a ayudar a Laura a llevar las almejas a su casa, pero cuando Dan se hubo ido permaneció quieto, con el rastrillo en la mano, empujando con el pie una conchilla semihundida en la arena. Tras un largo silencio, Laura dijo:

– ¿Por dónde quieres ir a casa, por el camino o por el campo?

Rye alzó la vista. El viento hacía revolotear mechones de cabello color nuez moscada que se le atravesaban en la boca, y el muchacho se quedó mirándolas largo rato, para luego tragar con dificultad y responder, en falsete:

– Por el campo.

Enfilaron hacia el Oeste, por la franja de tierra entre las calles Orange y Copper, hacia el terreno ondulado al lado de First Mile Stone, a través de colinas bajas, hacia los establos de Miacomet. El pincel del otoño había pintado la isla, y caminaban entre alegres franjas de helécho, matas de cierta variedad de arándanos y madroños rastreros que cubrían los marjales como una alfombra llameante. Por senderos, cruzaron entre fragantes malezas de laurel silvestre, de un perfume que mareaba cuando se aplastaban sus hojas con los pies. Como de mutuo acuerdo, salieron del sendero y se metieron entre densos arbustos, en busca de excusas para algo que, en realidad, no las necesitaba.

Como fuese, ninguno de los dos llevaba un recipiente para guardar las bayas.

Ya fuera del camino, Laura se preguntó cuál sería el primer movimiento de Rye, pues vio que había perdido el coraje, aunque estaban cubiertos por la maleza. Por eso, volcó el cesto con almejas, y cuando el muchacho se arrodilló para ayudarla a recogerlas, se las ingenió para rozarle el brazo: fue suficiente con ese roce de las pieles entibiada por el otoño.

Las miradas se encontraron, los ojos dilatados, interrogantes, vacilantes; los dedos siguieron recogiendo las almejas hasta que, por fin, se tocaron y se entrelazaron. Contuvieron el aliento y se inclinaron hacia delante, en suspenso. Chocaron las narices, inclinaron, apenas, las cabezas… ¡y sucedió! El primer beso, infantil, seco, ausentes las lenguas. Pero, si bien faltó experiencia, sobró emoción.

Y ese beso abrió el camino a otros y, para darles lugar, ese otoño pleno de color estuvo lleno de caminatas a través de los arbustos de arándanos, donde cada sesión se hacía más audaz que la anterior, hasta que ya no les bastaron los juegos de lengua.

Llegó el invierno, desnudando los páramos de color y atavío. Perdieron el escondite, y fueron menos las ocasiones en que podían reunirse. Desdichados, esperaron que pasaran los meses helados hasta que, a comienzos de la primavera, empezó a aparecer la caballa y, por fin, encontraron un lugar y una excusa.