La primera vez que Rye tocó los pechos de Laura no usaba ballenas, pues aún no había terminado de crecer. Tampoco las manos del muchacho habían llegado a su tamaño definitivo, ni les había brotado el vello rubio en el dorso.

Estaban sentados en el esquife de fondo plano, uno frente a otro con las rodillas casi tocándose, haciendo como que disfrutaban de la pesca, pero lo único que lograba era contenerlos de hacer lo que habían estado pensando todo el invierno.

Laura se secó las manos en la falda y, al levantar la mirada, sorprendió a Rye mirándola, con la nuez de Adán bailoteándole convulsiva, como si tuviese una cascara de grano de maíz atascada en la lengua.

– No me gusta mucho pescar -admitió la chica.

– A mí tampoco.

Rye se pasó la lengua por los labios, tragó una vez más y, sin añadir palabra, Laura se desplazó para dejarle sitio en el asiento.

El bote se balanceó cuando él avanzó hacia ella y se sentó, sin apartar la vista de la cara de la muchacha, que sentía las manos heladas y las tenía apretadas entre las rodillas.Cuando al fin la besó, tenía la nariz y las mejillas frías pero los labios tibios como aquel día de otoño en que las narices de los dos se chocaron, en aquel brezal ardiente, entre perfumes y colores. Mientras sus labios se demoraban sobre los de Laura, esta apretó con más fuerza las rodillas, y pensó si él también sentía que había crecido mucho durante ese invierno que pasó. Un instante después, la lengua que buscaba la de ella con una insistencia nueva que la hizo girar en el asiento y rodearlo con los brazos, se lo confirmó y, al devolverle el beso, le dijo con la actitud lo mucho que había esperado.

Sintió que Rye se estremecía, aunque llevaba una gruesa chaqueta de lana que lo protegía de la fresca brisa de comienzos de primavera. El bote se balanceó, sacudiéndoles los cuerpos, pero los labios siguieron pegados, aunque el movimiento los empujó uno contra el otro y luego los separó.

Al principio no supo lo que Rye estaba haciendo, porque su chaqueta era tan gruesa y entorpecedora como la de él. Pero poco después supo que los dedos de él estaban desabotonándola, y se echó atrás, mirándolo a los ojos.

– Te-tengo las manos frías -dijo el muchacho con voz ahogada, presentando la primera excusa que se le ocurrió.

– Ah.

Laura tragó saliva y se dejó mecer por el balanceo del bote, acercándose a él, esperando, esperando la primera caricia adulta con la ansiedad de la juventud sin control. La mano se deslizó dentro, a ese lugar tibio, secreto y prohibido, y comprendió que estaban haciendo mal.

– Rye, no deberíamos hacerlo -protestó.

– No, no deberíamos -concedió con voz ronca.

Pero la mano no se detuvo en la primera exploración, conociendo la forma de los pechos florecientes a través del vestido, descubriendo cómo los pezones de una mujer se ponían rígidos, como si pidieran más. Como sucede siempre las primeras veces, era más exploración que caricia, búsqueda de las diferencias que los definían a ella como mujer, a él como hombre.

El aliento de Laura se volvió rápido y entrecortado y su corazón martilleaba, loco, bajo la mano de Rye.

– Pon tu mano dentro de mi chaqueta, Laura -le ordenó.

Le obedeció por primera vez, a la que luego siguieron muchas. Metió las manos entre la chaqueta y el suéter, y sintió que las costillas se alzaban como marea creciente, de tan dificultosa que era la respiración.

– ¡Ay, no tan fuerte! -exclamó la chica cuando la exploración del pezón se hizo demasiado entusiasta.

Desde ese momento admitieron juntos su sexualidad, y pudieron hablar de ello.

Cuando la tela de la camisa de lino le irritó el pecho, Laura tomó la mano exploradora y la pasó al otro, diciendo contra los labios de él:

– Ese está inflamado.

Dos días después, Laura y Rye usaron otra vez la excusa de ir a pescar caballas, pero sus redes no se humedecieron, siquiera, hasta poco antes de llegar a la costa. Se sentaron al abrigo de la amplia intimidad del mar abierto, rodeados por la bahía de Nantucket, en el bote que se balanceaba arriba y abajo, mientras el sol se abalanzaba hacia ellos a través de las ondulaciones del mar. Sólo las gaviotas curiosas los observaban la primera vez que Laura, siguiendo instrucciones de Rye, le metió las manos bajo el suéter para sentir la piel cálida y desnuda que había debajo.

A eso siguió una penosa semana durante la cual Josiah absorbió todo el tiempo de Rye, que era aprendiz desde hacía cuatro años, y ya casi conocía tan bien como su padre el oficio de tonelero.

Cuando llegó el domingo, estaba libre para encontrarse otra vez con Laura, y ya los dos estaban tensos y desesperados. Durante la semana él había planeado a dónde irían para estar solos. El viejo Hardesty tenía un almacén para guardar botes en la zona de la costa cercana a la calle Easy, donde había viejas trampas para langostas y redes de arrastre. Le había cedido el uso de cualquier pieza de ese equipo en desuso cada vez que al chico se le antojase.

– Ma quiere que le lleve un par de langostas para mañana -dijo Rye, cuando fue a buscar a Laura-. ¿Me acompañas al almacén del viejo Hardesty a buscar una trampa?

– Creo que sí.

Durante el camino, no se miraron. Él andaba con las manos en los bolsillos, silbando, y Laura se miraba los pies y trataba de adaptar el paso al del muchacho… imposible, porque las piernas de Rye ahora eran muy largas.

Subieron los peldaños de la vieja caseta plateada por la intemperie y, al llegar arriba, Rye se apartó para dejarla pasar primero. Con la mano en la baranda, Laura se detuvo y lo miró de hito en hito: ¡a lo largo de sus dieciséis años, Rye jamás le había dispensado cortesía alguna! Nervioso, levantó la vista y escudriñó la costa, luego removió los pies y Laura se apresuró a terminar de subir.

Dentro estaba seco y polvoriento, las telarañas decoraban los rincones y había basura por todos lados. Rollos de cuerda vieja en el suelo, cubos con rollos de alambre oxidado, remos deteriorados y lámparas a las que les faltaban cristales; botes de alquitrán, cubetas y aros de barriles. Mientras Laura observaba todo, un gato manchado saltó desde quién sabía dónde, haciéndola lanzar un grito de sobresalto.

Rye rió y se abrió paso por entre los trastos que cubrían el suelo, recogió al gato de un viejo barrilete con clavos y se lo llevó de vuelta a Laura. Los dos juntos, de pie, rascaron al gato que ronroneaba entre ellos, contento de tener compañía. Observaron al animalejo que estiraba el cuello y entrecerraba los ojos, extasiado por esos dedos que le recorrían la piel, aunque lo que en realidad anhelaban era acariciarse entre sí.

Recorriendo el lomo del gato, los dedos se tocaron, fundiéndose la pelambre cálida y la carne tibia, al tiempo que alzaban la mirada. Durante largo rato permanecieron quietos; lo único que se movía eran los corazones palpitantes y las motas de polvo que bailoteaban en el aire del antiguo almacén. Rye se inclinó adelante, Laura alzó los labios y el beso empezó como algo tierno hasta que se abalanzaron uno sobre otro y el gato chilló, haciéndolos separarse de un salto, riendo avergonzados.

El gato se instaló sobre un barril y empezó a lavarse, mientras Rye buscaba con la vista en el suelo. Encontró una vieja vela principal enrollada y abandonada hacía años a la merced de los ratones y del polvo y, tirando de la mano de Laura, la llevó hacia ella.

Se arrodillaron, uno a cada lado de la crujiente lona grisácea, y empezaron a alisarla entre los dos. El sol entraba al sesgo por la única ventana, proyectándose sobre la cama de vela en barras oblicuas de oro, mientras, abajo, las olas lamían los pilares de la construcción y reventaban contra ellos.

Rye bajó la vista hacia la lona que los aguardaba, y luego la levantó hacia Laura. Los dos estaban de rodillas, cara a cara, asustados y vacilantes. De fuera llegaban los chillidos de las gaviotas, que flotaban, perezosas, sobre el malecón. Siempre de rodillas, Rye avanzó hacia el centro de la lona y, tras un momento, Laura lo imitó. Contempló el juego del sol que doraba los bellos arcos de las cejas, las puntas de las pestañas, al tiempo que se acercaban y Rye se echaba adelante para besarla. Encontró los dedos de la muchacha y los apretó con fuerza, como para darse coraje. Cuando el beso acabó, se apoyó sobre los talones, escudriñándole los ojos y estrujándole los dedos hasta que la muchacha creyó que se le quebraban los huesos.

Rye tragó saliva y bajó la vista, posándola en el centro del pecho de ella, se incorporó otra vez y empezó a desabotonarle lentamente la chaqueta. Laura se estremeció y lo empujó por los hombros, haciéndolo levantar la vista, asustado.

– Laura, ¿tienes frío?

Ella encorvó los hombros y agarró puñados de tela de la falda sobre su regazo.

– No.

– Laura, yo…

Pero no pudo continuar, y la chica comprendió que le tocaba a ella hacer el siguiente movimiento.

– Bésame Rye -dijo, en una voz que a ella misma le resultó desconocida-, de ese modo que me gusta tanto.

A esas alturas, ya lo habían practicado de muchas maneras.

Rye le levantó las manos del regazo, las apretó con fuerza y se encontraron a mitad de camino; le tocó la unión de los labios con la lengua antes de que los abriese bajo los suyos, pues su ignorancia de niña chocaba con su intuición de mujer.

La mano del muchacho encontró el pecho a través de la vasta distancia que parecía separar los cuerpos, que sólo se tocaban en rodillas y labios. Y, por primera vez, la mano de Laura guió la suya hacia los botones del cuello, confirmando que había llegado el momento. Rye vaciló, pero luego, tembloroso e inexperto, desabrochó los lustrosos botones de hueso de ballena, hasta la cintura.

Como si de pronto hubiese comprendido lo que hacía, Rye se echó atrás apoyándose en los talones, mirándola con ojos asustados.

– Está bien, Rye, quiero que lo hagas.

– Laura no es lo mismo que… besarse y nada más, ¿sabes?

– ¿Cómo lo sé? -preguntó, sintiendo por primera vez el reconocimiento de la poderosa mística femenina, blandiéndola con tanta seguridad como si fuese una experimentada mujer de mundo.

– ¿Estás segura?

Rye volvió a tragar saliva, aún con miedo a lo desconocido.

– Rye, yo no vine aquí a buscar una trampa para langostas. ¿Y tú?

Los ojos del muchacho estaban abiertos, los ojos azules, dilatados, ya sin miedo, cuando tocó un hombro de Laura metiendo la mano por el vestido abierto, luego el otro, y apartó con cuidado la prenda para luego clavarle la vista en la camisa.

A través de la tela delgada se transparentaban los círculos oscuros de los pezones, y Laura siguió el recorrido de los ojos de uno a otro, y luego bajó la vista para observar la mano que se tendía hacia el lazo de satén que tenía entre los pechos. Bastó un instante para sentir el aire frío sobre la piel desnuda, mientras Rye le bajaba la camisa hasta la cintura.

Laura contuvo el aliento, esperando que la tocara pero, como no lo hizo, alzó los párpados y vio el rostro de Rye, rojo hasta las raíces del cabello que la contemplaba atónito.

– ¡Cristo…! -musitó, con voz gutural, y la muchacha supo que, tras haber llegado hasta ese punto, tenía miedo de tocarla-. Laura, eres tan… tan hermosa…

El rostro de la chica también estaba sonrojado, pero cuando, un instante después, la lana áspera del suéter se apretó contra su piel desnuda y luego dio paso a la mano temblorosa de Rye, dejó de importarle.

Los nervios habían humedecido la palma del muchacho, que estaba tibia y ya encallecida por el trabajo con la desbastadora. «¿Cómo es posible que esté mal permitir las caricias de Rye -se preguntó Laura-, si por primera vez no me importan los dolores que soporté el último año, cuando mis pechos empezaron a desarrollarse?». Primero, no hizo más que rozarle los senos con mano tímida y callosa, pero pronto exploró el pezón con las yemas de los dedos, y descubrió el pequeño cuerpo duro de crecimiento que todavía estaría allí unos meses.

A Laura le dolió, y aunque su única reacción consistió en encogerse de hombros, Rye actuó como si hubiese gritado de dolor. Retiró la mano con brusquedad, y en su rostro apareció una expresión contrita.

– Laura, ¿te… te hago daño?

– N-no…, en realidad, no… es que… no sé…

Después de eso, Rye se movió con más cautela, probando con cuidado hasta que los besos se tornaron más salvajes y tuvieron la impresión de que sus cuerpos ya no podían apretarse más, así como estaban, de rodillas.

La empujó hacia atrás poco a poco, hasta que ella cedió bajo la presión de su pecho y cayeron los dos al suelo. Laura le rodeó los hombros con los brazos, y él apoyó todo su cuerpo contra el de ella, y se besaron con el fuego ardiente que sólo se enciende de ese modo la primera vez.