Cuando por fin, se apartó, Laura supo a dónde se dirigían los labios de él pero se quedó muy quieta, alerta, con la espalda aplastada contra el suelo. El aliento de Rye le humedeció el cuello y se detuvo allí, trémulo, antes de seguir bajando milímetro a milímetro, hasta que los labios se posaron en el pecho. Entonces, sólo rozaron el pezón; el aliento apenas lo humedeció, pues tenía la boca cerrada.
A Laura le dolieron el estómago y el pecho, y sintió como si unas extrañas fajas de miedo y expectativa la oprimiesen. Sin embargo, el ansia de saber, de entender cómo era eso de crecer, la hizo probar qué pasaba, tocándole el pelo. Ante el contacto, los labios de Rye se abrieron y Laura sintió la textura de su lengua acariciando el pezón aún por florecer. De su garganta escapó un sonido, y sus hombros se alzaron de la lona como impulsados por una nueva fuerza que la llevaba a acercar los pechos a él.
Sintió que por sus venas corría fuego líquido. Echó la cabeza atrás mientras Rye saboreaba el otro pezón, y el cuerpo de Laura se volvió laxo y tenso al mismo tiempo. El peso del joven sobre sí fue como una bendición, y a cada caricia de la lengua, comprendió por qué había reaccionado con tanta brusquedad cuando ella le sacudió la arena de los hombros el verano anterior.
Abrió los párpados cuando, de repente, Rye se puso de rodillas junto a ella, agarró el borde del suéter y tiró con brutalidad para sacárselo por la cabeza, se quedó quieto un momento más y la miró, como pidiéndole permiso.
Laura nunca le había visto el vello del pecho: una suave sombra rubia que recogía la luz de la ventana, sobre los músculos cuadrados de la parte superior del torso. El descubrimiento la regocijó, y fue bajando la vista hasta llegar al punto en que el ombligo formaba una sombra redonda, secreta, sobre la cintura. Rye se arrodilló ante ella con las rodillas separadas, y por unos momentos los dos calmaron su curiosidad antes de seguir adelante,
– Rye, estás lleno de músculos -exclamó, asombrada.
– Y tú no -repuso él, serio.
Laura pudo ver -¡realmente lo vio!- cómo el pulso latía en el hueco del cuello de Rye, y se preguntó si a ella le pasaría igual, porque tenía la impresión de que todo le palpitaba: las sienes, el estómago, y esa parte oculta que en ese momento parecía el centro de las sensaciones.
Rye cayó hacia ella con una mano a cada lado de su cabeza y, así arrodillado, la besó para luego acercar su dorado pecho desnudo al de ella, los dos corazones martilleando sin control, mientras los músculos duros se aplastaban.
Hubo maravilla y perplejidad, sintiendo las diferencias de textura entre los dos, rozándose entre sí, en un contacto que, en cierto modo, les resultó suave.
Rye le acarició otra vez los pechos. Otra vez los besó, y su lengua bailoteó con más destreza sobre los tensos picos. Laura entrelazó los dedos en el cabello de él y se retorció, incitándolo sin saberlo, suplicándole que apoyara todo su cuerpo sobre ella, pues así se sentía incompleta, anhelante.
Rye flexionó una rodilla, la levantó y apretó con ella la pierna de Laura, que tomó aliento y lo contuvo. La rodilla fue subiendo por el muslo, pasó por la unión de las piernas, el vientre, y arrancó a las faldas un seductor susurro, al frotarlas contra las piernas. El peso de esa rodilla parecía clavarla a la tierra, de la que su cuerpo quería remontarse. Luego, un peso mucho mayor la aplastó contra el lecho de vela, pues Rye acomodó sus caderas sobre las de ella, tendiéndose plano encima de la muchacha sin mover un músculo, mientras ella se asombraba de la maravillosa sensación que le brindaba conocer las curvas y la tibieza del otro tan de cerca
De algún modo, las piernas de Laura se abrieron, dejando un espacio en el que se instaló la rodilla de Rye a la perfección, y se movió contra ella de una manera muy placentera que la hizo apretarse y elevarse rítmicamente.
Cuando Rye retiró la rodilla y deslizó el peso a un lado, Laura sintió que la mano de él resbalaba por la falda, levantando capas de enaguas, buscando por toda la pierna. El corazón le latió, enloquecido, y la respiración de él percutía como en olas salvajes contra su oído. Los dedos tocaron la pernera de sus calzones, y luego subieron… subieron… hasta que la palma cubrió la dulce hinchazón entre las piernas y Laura supo, con horror, que la tela estaba húmeda. Percibió la sorpresa y la vacilación del joven al contacto con esa humedad, pero cuando la presionó con más fuerza, la sensación fue maravillosa, y buena, y alivió cierto anhelo interior, mientras ella esperaba que la mano de la Providencia se estirase hasta ella y la fulminara.
Fue la mano de Rye, en cambio, la que la exploró a través de la última barrera de lino, pero cuando se aventuró al botón que cerraba la cintura, la invadió el temor. Le sujetó la muñeca y susurró, trémula:
– Detente ahí, Rye. Yo… creo que será mejor que nos vistiésemos. Tengo que irme.
Por un momento, los ojos de Rye ardieron en los suyos con una primaria intensidad que nunca había visto en ellos. No supo que él había estado conteniendo el aliento hasta que se le escapó en una poderosa ráfaga que pareció dejarlo sin fuerzas. De inmediato, se irguió sobre las rodillas y le dio la espalda, al tiempo que se pasaba el suéter por la cabeza con movimientos bruscos. Laura se levantó la camisa, se acomodó las faldas y metió los brazos en las mangas. Rye se alisó el cabello, y los ojos azules se toparon con los de ella cuando miró sobre el hombro y vio que estaba abotonándose el vestido. Avergonzado, desplazó la mirada. Laura se quedó mirándole la espalda largo rato.
– Rye.
– ¿Qué?
Como no dijo nada por largo tiempo, miró otra vez sobre el hombro.
– ¿Ahora nos iremos al infierno?
Se miraron unos segundos, con los ojos dilatados.
– Creo que sí.
– ¿Los dos, o yo sola?
– Creo que los dos.
Laura sintió que se le oprimía el estómago de temor: no quería que Rye padeciera en el infierno por culpa de ella.
– Quizá… quizá no vayamos, si no lo hacemos nunca más, y si rezamos mucho.
– Puede ser. -Pero el tono vacilante ofrecía pocas esperanzas. Rye se puso de pie-. Laura, es conveniente que nos vayamos y que no vengamos nunca más aquí. Buscaré esas trampas, y… y…
Se volvió a medias y la vio sentada en cuclillas, con expresión de pánico.
Interrumpió la frase. Debajo, la marea hacía crujir los viejos pilares de la caseta, y arriba las gaviotas rielaban y chillaban. De repente, a un tiempo, se arrojaron el uno en brazos del otro, abrazándose estrechamente, con los corazones palpitantes, con la conciencia de ese nuevo despertar que todavía no sabían cómo manipular.
– Oh, Rye, no quiero que vayas al infierno.
– Shh… tal vez… tal vez uno no se va al infierno por una sola vez.
Capítulo6
Al día siguiente, en la iglesia, Rye evitó la mirada de Laura durante todo el servicio. En su rostro se leía la culpa con claridad, cosa que llenó a la muchacha de un enorme temor hacia la venganza, pues todavía tenía la imaginación llena del recuerdo de lo que habían hecho. Más aún, cada vez que revivía esos momentos, esa sensación líquida crecía en su cuerpo y estaba convencida de que eso solo ya era pecado. Rye la evitó en el atrio y se fue hacia su casa casi sin saludarla, dejándola con una sensación de desolación y abandono.
Se mantuvo alejado durante nueve días pero el décimo, cuando Laura había ido a Market Square a comprar abadejo para su madre y volvía entre los carros y carretones, lo vio acercarse. Cuando él levantó la vista y la vio su paso titubeó, pero siguió en dirección a ella hasta que se encontraron, y tuvo que detenerse.
– Hola, Rye.
Laura le dedicó su sonrisa más radiante.
– Hola.
El corazón de Laura se le cayó a los pies, pues no la había nombrado ni mirado a los ojos.
– Hace más de una semana que no te veo -dijo la chica.
– Estuve ocupado ayudando a mi padre.
Pareció observar algo al otro lado de la plaza.
– Ah. -Se le veía impaciente, y ella buscó cualquier tema para retenerlo un minuto más-. ¿Atrapaste alguna langosta con esas trampas?
La mirada de Rye rozó la suya y se apartó.
– Pocas.
– ¿Has devuelto las trampas?
– No; las coloco todas las mañanas, y las saco al terminar el día.
– ¿Hoy vas a sacarlas?
El muchacho apretó un poco los labios y pareció remiso a contestar, pero por fin gruñó:
– Sí.
– ¿A qué hora?
– Más o menos a las cuatro.
– ¿Quieres… quieres que te ayude?
La miró por el rabillo del ojo y luego volvió la vista a la bahía de Nantucket, pero en lugar de la invitación entusiasta de siempre, se encogió de hombros.
– Tengo que irme, Laura.
Mientras lo veía alejarse, sintió que se le destrozaba el corazón.
A las cuatro en punto estaba esperándolo en el esquife. Cuando Rye la vio se detuvo de repente, pero ella, empecinada, se mantuvo en sus trece. No pronunciaron palabra mientras ella se encargaba de soltar la cuerda de proa, y él la de popa. Tampoco hablaron mientras iban a recoger las trampas y a izarlas hasta el bote. Rye había atrapado dos langostas de buen tamaño que metió en un saco de arpillera antes de enfilar otra vez hacia la costa.
Cuando la embarcación chocó contra los pilotes, Rye arrojó una de las trampas hacia el malecón.
Laura lo miró, sorprendida.
– ¿Qué vas a hacer con esa?
Le contestó al tiempo que recogía la segunda trampa y la arrojaba junto a la primera, sin mirarla.
– Ya las he tenido demasiado tiempo. Es hora de que vuelva a guardarlas en la caseta del viejo Hardesty.
El corazón de Laura osciló, con una mezcla de alegría y anticipación.
Amarraron juntos la embarcación, cada uno recogió una trampa y caminaron juntos sin hablar, pasando ante el viejo capitán Silas, que los saludó con la cabeza y chupó la pipa sin decir palabra. Cuando lo dejaron atrás se miraron con aire culpable, pero siguieron en dirección al almacén de los botes.
Dentro, la caseta estaba tal como la habían dejado, con la única diferencia de que ese día había un velo de niebla en la ventana, lo que le daba un aspecto más secreto y prohibido aún. En cuanto cruzó la puerta, Laura se detuvo de golpe, con los dedos apretados en una barra de la trampa que apoyaba sobre las rodillas. Saltó y se dio la vuelta cuando Rye dejó caer la trampa que llevaba, y que cayó con estrépito al suelo. Rye recogió la de ella y también la dejó en el suelo, pero cuando se incorporó, ninguno de los dos sabía a dónde mirar. Él metió las manos en la cintura de los pantalones, por detrás, y ella las apretó con fuerza, delante de sí.
– Tengo que irme -anunció Rye de repente-. Mi madre me pidió que llevara las langostas a casa para la comida.
Pero el saco de arpillera estaba olvidado, junto a la puerta.
– Yo también tengo que irme. A mi madre le gusta que vaya a ayudarla a preparar la comida.
El muchacho había dado tres pasos hacia la puerta cuando Laura se atrevió a pronunciar la palabra que lo hizo detenerse:
– Rye.
El muchacho giró sobre los talones y le dirigió una mirada escudriñadora, que revelaba lo que venía obsesionándolo desde hacía diez días:
– ¿Qué?
– ¿Estás… estás enfadado conmigo?
La nuez de Adán se agitó.
– No.
– Bueno, entonces, ¿qué pasa?
– Yo… no lo sé.
Laura sintió que le temblaba la barbilla y, de pronto, la imagen de Rye pareció ondular, al tiempo que ella hacía el mayor esfuerzo posible para no soltar las lágrimas. Pero él las vio brillar y, de repente, sus piernas largas cubrieron la distancia que los separaba y, un minuto después, Laura estaba aplastada contra su pecho. Sus brazos, que todavía no habían terminado de crecer, tenían la fuerza de los de un adulto cuando la acercó con ímpetu hacia él, mientras ella se le colgaba del cuello. El beso también tuvo la intensidad del de los adultos, y dentro de Laura surgió la necesidad de dejarse llevar cuando la lengua de Rye entró en su boca, le lamió el interior de las mejillas, trazó círculos alrededor de la de ella, y la obligó a arquearse tanto que sintió un dulce dolor.
Los labios se separaron, él la estrechó más, meciéndola atrás y adelante y refugiando su cara en el hueco del cuello de Laura. De puntillas, ella se aferró a él: Rye había crecido tanto desde el invierno anterior que ya no tenían la misma altura.
– Rye, cuando hoy en la calle no me has mirado, me has asustado mucho. -La voz salió medio ahogada por él grueso suéter castaño, mientras él continuaba meciéndola con intenciones de calmarla, aunque más bien la excitaba. Laura se echó atrás para mirarlo-. ¿Por qué te comportaste así?
– No lo sé.
Los ojos azules adoptaron una expresión atormentada.
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